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‘Niebla al mediodía’ es la octava novela del escritor antioqueño de 65 años de edad. El amor y el misterio caracterizan este nuevo libro.Al cierre de esta edición el autor fue seleccionado por su primera novela, ‘Primero estaba el mar’, entre los finalistas del prestigioso premio británico. | Foto: Juan Carlos Sierra

ENTREVISTA

Tomás González desde la niebla

El escritor antioqueño lanza ‘Niebla al mediodía’. SEMANA habló con él de este libro, de su silenciosa vida en Cachipay y otros temas.

11 de abril de 2015

Semana: A pesar del lanzamiento de ‘Niebla al mediodía’, decidió no atender personalmente periodistas. Se dice que no le gusta ver a nadie…

Tomás González: Me gusta ver a la gente, pero en dosis pequeñas, y sin que me hagan preguntas que deba contestar antes de pensarlo un rato y sin fotógrafos que me digan que por favor me pare allí y mire para allá, y todo eso.

Semana: Usted es de los que cree aquello de ‘antes la obra que el escritor’…

T. G.: El escritor no se necesita mucho una vez escrito el libro. El lazarillo de Tormes y El cantar del Mio Cid, dos clásicos de la literatura española, siguen vivos después de muchos siglos, y para nadie ha sido importante no saber quiénes fueron sus autores. Se conoce muy poco de Shakespeare y mucho de Macbeth. Los escritores son como médiums o notarios, y transmiten realidades o verdades que no pertenecen a nadie. Pertenecen a la vida. Cien años de soledad podría quedar anónima y no perdería nada de su grandeza.

Semana: Muchos aún se preguntan, ¿por qué su ‘presentación en sociedad’ fue tardía?

T. G.: Empecé a publicar tarde. Primero estaba el mar se publicó cuando yo tenía ya 33 años. Y como por razones económicas me había tenido que ir de Colombia, no era posible presentarme en sociedad, como usted dice, por el sencillo hecho de que estaba ausente. El reconocimiento me ha llegado tarde en parte por eso, en parte porque así es la vida y en parte porque nunca he participado de forma muy activa en la promoción de mis libros.

Semana: Y para escribir se refugió en Cachipay…

T. G.: Vivo aquí porque me gustan mucho estas montañas llenas de follajes y de soles, lluvias y nieblas, siempre cambiantes. Muchos piensan que estar lejos del mundanal ruido, como vivo ahora, es beneficioso para la escritura. Otros creen que es mejor estar en el mundanal ruido, pues se tienen así más temas, hay más material de trabajo. Mi experiencia es que uno escribe lo mismo en Manhattan o en el centro de Bogotá que en una finca cafetera como esta, a una hora de La Mesa y a 20 minutos de Cachipay.

Semana: ¿Ese lugar en el que usted vive es la montaña de Raúl y Julia en ‘Niebla al mediodía’?

T. G.: No es exactamente esa montaña, pero sí se parece mucho a ella. Esta región es de belleza alegre cuando hay sol y de belleza sombría, más bien triste, cuando llueve o llega la niebla. Y a veces se pasa muy velozmente, casi de hora en hora y de forma continua, de una cosa a la otra. Una montaña así era ideal para ambientar la especie de novela negra que quería escribir.

Semana: La naturaleza está siempre presente en su obra…


T. G.: Para mí es imposible escribir sin tener en cuenta a la naturaleza, esto es, sin poner a los personajes en su hábitat, y ese hábitat es el mundo natural. Eso es así aunque el personaje esté viviendo entre ladrillos y cemento en Nueva York. Creer que estamos separados de la naturaleza es una ilusión, creer que la dominamos es una ilusión todavía mayor. Si nos separamos de la naturaleza, morimos, sencillamente. Somos la naturaleza y si la aniquilamos nos aniquilamos.

Semana: Casi todas sus novelas se basan en hechos reales y en personajes muy cercanos a usted. ¿Sucede lo mismo con ‘Niebla al mediodía’? (a veces creí que Raúl era el arquitecto Simón Vélez).

T. G.: Sí pensé en Simón Vélez para crear el personaje. Pensé en su oficio, quiero decir, pues de él no sé mucho, solamente he visto y admirado lo que hace. Me parece que una de sus hermosas construcciones en guadua fue derribada, como la capilla de Raúl en mi novela, pero ya no estoy tan seguro de que eso haya sido así y ya no vale la pena averiguar. Lo mismo que pasa con esto de la capilla de guadua, ocurre con todo lo demás en mis novelas y cuentos: hay cosas tomadas de la vida real que uno empata con cosas que ha oído o leído, y de allí, de todo lo leído y visto y vivido, y de todo lo que hay en el subconsciente, va surgiendo la novela o aparece el cuento o el poema, no se sabe muy bien ni cómo.

Semana: Este libro se puede calificar como una novela negra. ¿Qué le atrae de ese género?


T. G.: En cierto modo es novela negra, sí, esa fue una de las intenciones del libro. Con él intenté lograr el humor y la eficacia de lenguaje propios de ese género.

Semana: ¿Sería equivocado pensar que esta novela es también una reflexión sobre el amor; ‘amor otoñal’ que llaman algunos?

T. G.: También es eso, pero lo que vivió el protagonista puede pasarle a cualquiera a cualquier edad, no solo en el otoño de la vida. La diferencia entre lo que le pasó a Raúl y lo que le habría pasado si Julia hubiera estado menos otoñal se dice en la misma novela. “Claro que a Raúl, por fortuna, [Julia] le tocó con la piel ya medio ajada y apergaminada, y nalgas algo caídas. Si lo hubiera agarrado con todo el atractivo de su juventud, piensa, lo habría destruido”. Y al revés: si Raúl hubiera tenido el atractivo de la juventud, quién sabe si ella lo hubiera dejado así como así. Pero también él estaba algo ajado y apergaminado. Lo de otoñal tiene que ver más, pues, con la calidad de la piel que con la calidad del amor y el desamor.

Semana: ¿Es inevitable escribir en Colombia sobre la violencia?

T. G.: No es inevitable escribir sobre ella, pero sí es ineludible mencionarla en algún momento, pues forma parte de la vida de todo el mundo, sea de cerca o de lejos. Si alguien como Julia desaparece, una de las posibilidades es que la haya secuestrado la guerrilla. Si el personaje desaparecido fuera un campesino que vive en la zona de guerra, sería necesario mencionar la posibilidad de que los paramilitares lo hubieran matado y enterrado por ahí, como acostumbran ellos.

Semana: Usted hace meditación zen y Aleja, uno de sus personajes en ‘Niebla al mediodía’, hace yoga. ¿Esta espiritualidad por qué lo marca tanto a usted y a su escritura?


T. G.:
Empecé con esto del zen porque leí hace muchos años un libro muy bueno de poesía taoísta, y me llamó tanto la atención que traté de averiguar la forma como podía uno volverse taoísta. Lo más parecido que encontré fue el método de meditación de los practicantes de zen, de modo que desde hace años me siento un rato en flor de loto en un cojín redondo todos los días. “El ruido del agua dice lo que pienso”, la muy conocida frase de un filósofo taoísta, puede servir para ilustrar la forma como he buscado trabajar en mi escritura. La narración vendría en este caso a ser el ruido del agua y con esa narración digo lo que pienso. No tengo que poner en el libro de forma explícita mis opiniones y valores personales.

Semana: ¿Cuando escribe una nueva novela, qué tanto lo condiciona el éxito de ‘La luz difícil’?

T. G.: Nunca he escrito pensando en el éxito en los términos en que lo logró La luz difícil. La novela que le siguió, Temporal, se ha leído bastante, pero no tanto y tuvo también muy buenos comentarios de la crítica. Las dos tienen para mí el mismo valor literario. No escribo para vender, pero no me quejo si el libro se vende bien, pues de algo hay que vivir.

Semana: ¿Existe la posibilidad de que alguna novela suya sea adaptada al cine?

T. G.: Ha habido gente interesada en Primero estaba el mar, en La luz difícil y en Abraham entre bandidos. Para decirle la verdad, no me entusiasma demasiado la idea de ver en la pantalla a un señor completamente desconocido haciéndose pasar por J. (Primero estaba el mar), o por David (La luz difícil), pero si la cosa se hace bien, yo mismo podría llegar a creer que son ellos. No sé. Lo malo del cine es que el director de la película es quien le pone el rostro al personaje, no el lector.

Semana: ¿Qué cine ve?

T. G.: Dejé de ir a cine hace muchos años. Lo que pasó fue que empecé a ver lo que había detrás de las cámaras. Cuando caminaban los extras por las calles yo sabía que les acababan de dar la orden de caminar, acababan de soltarlos, y la cosa me parecía más bien risible. Además esos formatos de las películas de Hollywood me daban malgenio. Hay muchas películas, por supuesto, que son harina de otro costal, Muerte en Venecia, Apocalypsis Now, El Padrino I y II y 2001 Odisea del espacio, por ejemplo, y cada ciertos años vuelvo a verlas. Voy sobre seguro, mejor dicho, lo mismo que hago con mis lecturas.

Semana: ¿Y qué lee?

T. G.: Leo en desorden como he hecho toda la vida. Estoy ahora con El guardián en el centeno, que no me gustó tanto como la primera vez que la leí, y hace poco leí una novela muy buena de D. H. Lawrence que ocurre en Australia, no me acuerdo del título (Canguro, 1923). También volví a leer hace poco El coronel no tiene quien le escriba, de García Márquez, y Victoria, de Joseph Conrad. Como le decía, voy sobre seguro.

Semana: A propósito, ya se cumple un año de la muerte de Gabo. Una revista mexicana dijo que usted era un ‘nuevo García Márquez’…


T. G.: A esas afirmaciones no hay que hacerles mucho caso. Cada escritor escribe lo mejor que puede, incluido yo, incluido García Márquez, y cada uno escribe necesariamente sobre su mundo. ¿Sobre qué más podría escribir?