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Tras una gira de conciertos Bunbury y Calamaro se unieron para sacar ‘Hijos del pueblo’, un experimento que ha funcionado hasta ahora. | Foto: A.P.

MÚSICA

Un mestizaje hirviente

Dos definiciones de lo popular: Enrique Bunbury y Andrés Calamaro se juntan a cantar rancheras, mientras la mexicana Lila Downs explora su lado más político.

Juan Carlos Garay
15 de agosto de 2015

Enrique Bunbury canta La copa rota en su nuevo disco. No lo hace al estilo de Alci Acosta, que uno distingue porque va puntuando todas las sílabas, sino que más bien parece acariciar las palabras, saborearlas antes de botarlas. Bunbury es Bunbury: en los noventa sorprendió como cantante de la banda Héroes del Silencio porque le otorgó al rock pesado un sentido melodramático que no tenía antes, al menos en nuestro idioma. Luego se reinventó en el año 2000, al vestir sus canciones con esa estética de circo decadente que se oye en el álbum Pequeño cabaret ambulante. Y últimamente anda hurgando en las entrañas de la música popular latinoamericana.

En eso estaba cuando coincidió, el año pasado, en una gira de conciertos con el ídolo argentino Andrés Calamaro. Decidieron juntar bandas, sumar equipos técnicos y multiplicar oyentes. Así se fueron por las principales ciudades de México ofreciendo un espectáculo único. Primero salía Calamaro. Luego Bunbury. Y al cierre llegaba lo mejor: se juntaban para hacer un par de canciones, que luego se convirtieron en cinco, siete, diez, hasta que hubo material suficiente para sacar un disco.

Esos son los momentos que registra Hijos del pueblo, un álbum que no captura la emoción creciente de los conciertos sino que nos deposita directamente en el desenfreno del bis: el momento en que el recital formal ha terminado, pero ni los artistas ni su público quieren poner el punto final. Y entonces echan mano de esas canciones que están en el inconsciente colectivo. Suenan dos composiciones de José Alfredo Jiménez, un viejo éxito de Los Rodríguez, un clásico de los Héroes del Silencio…

¿Qué es lo popular? Esa pareció ser la pregunta al diseñar el repertorio conjunto de Bunbury y Calamaro. Algo suficientemente conocido, algo tan pegajoso que no se despegue de la mente hasta que el público regrese a casa. El experimento, en ese sentido, funciona. Y uno quisiera ver la idea desarrollarse un poco más, luego de leer lo que el cantante español escribió en su muro de Facebook: “Si el cuerpo y el tiempo nos lo permiten, mi disposición queda para volvernos a encontrar en algún lugar, en algún momento, con otras canciones y algo más viejos”.

Pero la búsqueda de lo popular se puede emprender desde otras trincheras. No pensar necesariamente en lo viejo conocido, sino en algo que, siendo nuevo, logre sonar familiar. Casi al mismo tiempo ha salido el nuevo álbum de la cantante mexicana Lila Downs, llamado Balas y chocolate. El disco es violento, en muchos sentidos. Al oyente lo recibe un tropel de cobres y acordeones en primer plano, y la cosa no cambia demasiado a lo largo de sus 50 minutos. Apenas un bolero en la mitad (Cuando me tocas tú) para refrescar, y luego otra vez la metralla de mensajes políticos, citas de Bolívar y Martí, y alusiones a la muerte que se entienden mejor dentro del contexto mexicano.

Lila Downs ha dicho que este es su álbum más personal. Sin embargo, se han ido los cantos en lengua mixteca y las alusiones al son jarocho de discos como Una sangre, su hipnótico documento de 2004. Ahora que “son tiempos difíciles para el optimismo” (como dijo a la revista Billboard hace un par de meses), el sonido se hace más crudo y se identifica casi todo el tiempo con lo norteño, incluso con esa banda sonora de la marginalidad que es el corrido prohibido.

¿Qué somos? No lo sabemos todavía. Hispanoamérica es un mestizaje hirviente. Pero estos dos discos nos ofrecen, cada uno a su manera, respuestas muy actuales.