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Un novelista en Palacio

Luis Fernando Afanador, crítico de libros de SEMANA, analiza la primera novela de Mauricio Vargas.

Luis Fernando Afanador
5 de diciembre de 2004

La relación del periodismo y la literatura es como la de dos viejos amigos: hay afecto, influencia, solidaridad y, desde luego, absoluto respeto: cada cual posee su propia identidad. El periodismo se ciñe a la realidad; la literatura crea una realidad autónoma, válida únicamente por la eficacia de su forma. Los periodistas, en su oficio de contar los hechos, se pueden nutrir del estilo de los buenos escritores y, como lo descubrió la escuela del nuevo periodismo norteamericano, de las grandes técnicas de la narrativa. La literatura, así sea para deformarla, se alimenta y se seguirá alimentando de la realidad.

Son dos asuntos bien diferentes, aunque existe el caso de escritores -Hemingway, García Márquez, Tomás Eloy Martínez- que han podido ejercer con éxito ambas disciplinas. Pero, en estos ilustres ejemplos, lo que se observa es más bien un tránsito del periodismo hacia la literatura: el periodismo fue su lugar de aprendizaje. O de subsistencia, cuando no consiguieron vivir de su trabajo creativo. Escritores que sobreviven del periodismo: es factible, no hay ningún problema. Sin embargo, en nuestro país hay una tendencia reciente que exige hacer algunas precisiones: la de los periodistas que, "tentados por comerse el melocotón", publican su primera novela.

Las editoriales, es explicable, buscan al periodista famoso -evitándose el lento proceso de acreditar un nombre- y lo promocionan como tal así haya escrito una novela. En el caso que nos ocupa, es pertinente la aclaración. Mauricio Vargas, el conocido director de una revista que se caracteriza por sus denuncias contra la corrupción -y él mismo, adalid contra la corrupción-, escribe una novela cuyo tema es precisamente la historia de un presidente de Colombia en 2007 que se ve envuelto en un negociado con un consorcio español. Vargas fue ministro de Comunicaciones, el personaje de marras tiene características de muchos ex presidentes conocidos por todos y criticados lúcidamente por él, luego Vargas parece tener una competencia especial para hablar sobre el tema, de alguna manera 'es su tema'.

Desde luego que no. Una novela es una novela y en el muy democrático mundo literario Vargas es sólo un ciudadano que debe demostrarnos sus virtudes y sus capacidades para crear un universo ficticio que sea veraz para el lector. Que ahora es colombiano, pero eventualmente puede ser chino o neozelandés: su novela debe resistir esa prueba y los factores extraliterarios que perturben y creen confusión deben ser desterrados.

La pesca del delfín -el título, un tanto cacofónico- es la historia del presidente Carlos Hidalgo Arango, aficionado a los crucigramas, que luego de un año de gobierno excelente -desempleo bajo, buen crecimiento económico, orden público controlado- es perturbado por un escándalo: sus ministros más cercanos -de Relaciones Exteriores y de Transportes- son denunciados públicamente por haber recibido en forma ilegal dinero de una firma española que construyó una carretera. Al parecer, los funcionarios aceptaron un otrosí bastante desventajoso para la nación a cambio de una millonaria suma. El ministro de Transportes implica al presidente, y su gobierno tambalea. Hidalgo, junto con su hijo Carlos Andrés -'el delfín' y su secretario privado- y otros miembros del gabinete elaboran una estrategia para mantenerse en el poder y descubrir -se presume la inocencia del mandatario- a los verdaderos artífices de la maquiavélica maniobra.

La trama de novela, en principio, está planteada alrededor de dicha intriga y, valga decirlo, consigue mantener vivo el interés del lector hasta el final. Pero pretende ser mucho más: una obra sobre ese tema fascinante que es el poder, la lucha y los excesos por mantenerlo, la lujuria de quienes lo detentan y acaso su imposibilidad de amar. Narrada en una convencional tercera persona, cuenta los hechos y mediante el recurso del flash-back va presentando a cada uno de los personajes: la esposa de Hidalgo; sus amantes; Antonio Holguín Vargas, el canciller; Helena Villamizar, la novia de Carlos Andrés y su cómplice en la resolución del soborno; Luis Montegranario, el mesero del Palacio de Nariño, un personaje menor pero muy bien logrado: "Luis Montegranario podía decir que a casi todos los presidentes los había visto alguna vez borrachos, a casi todos alguna vez, deprimidos o simplemente salidos de sus casillas levantando a puntapiés un pesado mueble para descargar la temible ira presidencial sin dejar heridos".

Los enigmas se resuelven, se describe con prolijidad el palacio de gobierno, la novela avanza y se disfruta con una prosa eficaz y sin embargo, queda una extraña sensación cuando acabamos. En realidad, ¿cuál fue la novela que leímos? ¿La de un hijo que descubre que su padre es un corrupto? ¿La de una valiente periodista que devela una verdad? ¿La de un honesto funcionario que se suicida en un arresto de dignidad? ¿El hastío y la soledad de un hombre poderoso? Aunque estén ligadas, parecen varias historias mal ensambladas: el narrador -omnisciente, distante y algo manipulador a la hora de esconder datos- en definitiva no se involucra con el punto de vista de ninguno y eso, como se sabe, es lo que le da fuerza persuasiva a una novela.

Hubiera impresionado más la historia terrible del hijo desencantado contada desde su doloroso punto de vista. Porque Carlos Hidalgo, el político demasiado convencional, con su gusto por los crucigramas, sus infidelidades y sus tardías nostalgias de mujeres que pasaron y no fueron, poco emociona. Hidalgo es si acaso un avivato, un taimado bastante lejos de cualquier condición trágica: el poder para él no es ningún misterio, ninguna fuerza exterior que lo rebase. Apenas un asunto que resolverán fácilmente los asesores de imagen. Ni Patriarca, ni Supremo. Ni siquiera un triste y conmovedor Nixon.

No obstante, creo que esta novela tiene el inmenso mérito -pionero en la literatura colombiana, si no me equivoco- de haberse acercado al poder por dentro, en su cotidianidad, de rastrear esas palabras prohibidas, sucias, verdaderas, que siempre está eludiendo el discurso oficial. "Había escuchado gemir a la medianoche, después de una cena de Estado, mientras desahogaba sus pasiones con un polvo a las carreras en el baño de emergencia a un costado del salón de la chimenea, con una joven y agradecida funcionaria diplomática recién ascendida". Debería haber más novelistas en el Palacio de Nariño.