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Un reto muy grande

La temporada de ópera va del romanticismo desbordado de 'Lucia de Lammermoor' de Donizetti al intelectualismo equilibrado de 'La flauta mágica' de Mozart.

Emilio Sanmiguel
31 de agosto de 2003

Trece funciones y dos títulos ofrece la temporada que el 30 de agosto se inauguró en el Teatro Municipal de Bogotá y que va hasta el domingo 12 de octubre.

En escena Lucia de Lammermoor de Gaetano Donizetti, la novedad es La flauta mágica de Wolfgang Amadeus Mozart. La primera es piedra angular del repertorio y culminación del belcantísmo del primer tercio del siglo XIX. La flauta es germen de la ópera nacional alemana y un llamado a la concordia y hermandad universales.

¿Qué es La flauta mágica? La pregunta del millón. Técnicamente un singspiel, es decir, una obra que en el espíritu 'popular' combina lo hablado y lo cantado; sólo que "lo cantado" va de lo folclórico a lo operístico y simultáneamente están en escena personajes serios y cómicos. Lo propio ocurre con el argumento, un cuento infantil que se deja leer bajo la lente de la ilustración del siglo XVIII, pero acrecentado por simbologías masónicas que no alcanzan a caer en la pedantería de una "ceremonia de iniciados" o pieza críptica.

En un Egipto legendario se plantea la dualidad masculino- femenino, el bien y el mal y el día y la noche. Es el triunfo de la razón y la cultura sobre el oscurantismo. Algunos ven cierta analogía con El Quijote, por el idealismo de Tamino y el pragmatismo de Papageno, rechazado por el círculo de iniciados pero sonriente y feliz. No falta quien ve un machismo que, en el último momento, se supera por la acogida de Pamina en la logia.

No hay que perder de vista que el intelectualismo es más que especulación y la simbología revela a quien fue un masón entusiasta. En segundo lugar, es un espectáculo concebido para entretener al público burgués del teatro auf der Wieden, donde ocurrió el estreno el 30 de septiembre de 1791, meses antes de la prematura muerte de Mozart. Así, el sentido de las proporciones e inspiración se confabulan para redondear una absoluta obra maestra.

Con Lucia, inspirada en Walter Scott, las cosas son a otro precio. Si La flauta es un paradigma del siglo XVIII, ésta lo es del romanticismo del XIX. De la Trinidad del belcanto -Rossini, Bellini y Donizetti- este último fue el más prolífico con 71 óperas.

El estreno ocurrió en el San Carlo de Nápoles en septiembre de 1835 y determinó su prestigio como el compositor más prestigioso del mundo, porque Rossini se despidió de la escena en 1829 y Bellini falleció, de 34 años, tres días antes del estreno de Lucia.

Si se agrega que Donizetti poseía inspiración, un sentido dramático desconocido entonces, y los buenos oficios de las grandes prima donna y que el tema Scott tenía los ingredientes para redondear un hit parade, no debe extrañar que jamás haya bajado del cartel de los teatros.

Ocurre en una exótica Escocia de castillos derruidos con el colorido de los Kilts, el motor de la tragedia es el orgullo familiar, la injusticia pasea por los tres actos, hay escenas nocturnas, una en medio de una tormenta y otra en el cementerio, el tenor es celoso y resulta traicionado.

Pero sobre todo ofrece la escena del delirio, una de las más ambiciosas arias de exhibición vocal de todos los tiempos: Lucia, enajenada, vistiendo el camisón nupcial ensangrentado, ha asesinado a Arturo y cree estar casándose con Edgardo. La pobre cantante debe convencer al público de su locura mediante acrobacias estratosféricas que, paradójicamente, reclaman absoluta concentración y hasta le demandan ir al Mi bemol agudo, que irónicamente no está en el original.

La gran paradoja es que si bien Donizetti saboreó las mieles del triunfo con Lucia, ocho años después exteriorizó los primeros signos de una locura que en 1847 le condujo a la tumba. La ópera italiana hubiese quedado huérfana, a no ser por Verdi, su descendiente artístico, que en 1842 estrenó Nabucco en la Scala.