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Ver París...

Plinio Mendoza hace un amplio retrato de las figuras del arte colombiano en su último libro, "Nuestros pintores en París".

18 de diciembre de 1989

París sigue siendo el norte de los pintores. La ciudad ha sido testigo y protagonista de las dificultades, las esperanzas, los triunfos y -en muchos casos- los fracasos de miles y miles de artistas. Y dentro de esa enorme masa, los colombianos ocupan un puesto destacado, comenzando por Fernando Botero y Darío Morales hasta llegar a figuras jóvenes como Alberto Sojo. Una persona, el periodista y escritor Plinio Apuleyo Mendoza, se dedicó a seguirle el rastro a los integrantes de esta "tribu", realizo entrevistas con todos ellos, los conoció de cerca en ese París a veces triste, a veces alegre, pero siempre avasallador.
El resultado de ese seguimiento es el libro "Nuestros pintores en París", en el que Mendoza pasa revista a pintores y escultores que, para bien o para mal, han ido a parar a esa ciudad. Sin pretensiones críticas y centrado más en el aspecto humano, el autor logra un espléndido trabajo, acompañado con fotos de los personajes en sus talleres. A continuación, SEMANA reproduce apartes del capítulo dedicado al pintor Jairo Téllez, quien pereció en el accidente del jumbo de Madrid, cuando regresaba a Colombia con lo mejor de su obra:
Había aparecido en mi oficina de la embajada de Colombia trayendo un dibujo cuidadosamente enrollado. "Estoy en la olla, maestro", me dijo sonriendo como si se tratara de un chiste, pero cierta palidez y tensión en los pómulos, los ojos oscuros y afiebrados, los labios finos y sin color, la inquieta nuez de Adán ceñida por el cuello del pulóver y las muñecas rojas que asomaban bajo las mangas de un abrigo algo raído mostraban de algún modo que era cierto, estaba en la olla pasando momentos muy duros.
Era entonces un muchacho de 25 años, muy bello y de modales suaves. Sus cabellos espesos, sus ojos muy negros y sus rasgos que parecían esculpidos por un buril muy fino, habrían podido servirle de modelo a Miguel Angel para uno de esos efectos que pintaba en el techo de la capilla Sixtina o para una estatua de Apolo. No obstante la delicadeza un tanto andrógina del rostro, Jairo Téllez tenía una contextura viril que encandilaba a las mujeres. "¿Quién es ese churro?", le preguntaban a uno, en cocteles y vernissages, con una nota de estremecido asombro en la voz.
El dibujo había ofrecido comprárselo el embajador de Colombia que era amigo de su padre. Representaba una ventana dibujada al carbón; una triste ventana de París con la luz glacial del invierno filtrándose a través de andrajosos visillos. París, el duro París proletario, le oprimía el corazón y se le infiltraba como niebla de enero en todo lo que pintaba: sombrías escaleras, interiores vacíos, patios, puertas cocheras, viaductos, de campados, construcciones industriales. Dentro de esa realidad urbana, sobrecogedora, cotidiana, que estruja al hombre en toda gran ciudad, vivia él y no tenía más remedio que expresarla. Y la expresaba con una tensión interior muy profunda.
Había llegado un año antes a París, en 1976, y estaba entonces a punto de separarse de la muchacha francesa que había llegado con él de Colombia; una profesora de la Alianza Francesa, creo. La familia de ella lo debía ver como un parásito porque vivía en su casa, respiraba a su lado, comía, consumía calorías y electricidad, dibujando a toda hora sin vender un solo dibujo, y ma parole, qu'est ce qu'il attend celui la pour trouver un boulot. Estaba en la olla, sí.
Después de hacerlo pasar al despacho del embajador lo aguardé en mi oficina. Volvió diez minutos más tarde con su dibujo enrollado en las manos.
--¿Te lo compró ?
Jairo movió la cabeza negativamente, sonriendo, pero la nuez de Adán se le movía inquieta como si no acabara de pasar un trago amargo y en los ojos le temblaba un brillo de humillación.
--Siga por ahí, me dijo. Siga por ahí.
Sentí que algo se le había desplomado bajo los pies.
--Oye, tengo unos textos en francés que debo hacer traducir al español para una revista de astrología que publican en Venezuela. ¿Te interesaría este trabajo?
--Listo- me dijo animándose. Cualquier cosa me sirve en este momento.
Cuando se fue, el embajador vino a verme:
--¿Le gustó el trabajo de Téllez?
--Es muy hermoso.
--Yo no sé... ¿Sabe usted que el padre de ese muchacho tiene una gran finca lechera en la sabana? Con una vaca que vendiera podría desvararlo.
Al parecer, Jairo había roto el cordón umbilical con su familia y no le interesaba hacerse cargo de los negocios de su papá, sino quedarse en París pintando. Su desafío era el mismo de muchos otros pintores de la tribu.
Sus padres nunca habían comprendido semejante vocación. "Te vas a morir de hambre", decían casi siempre entre escépticos y consternados. Esperaban que sus hijos siguieran el mismo camino suyo haciéndose cargo de empresas familiares. Si los muchachos insistían contra toda lógica en quedarse en París, acababan cortándoles los víveres para hacerlos entrar en razón.
No sé si este fue exactamente el caso de Jairo. Años después de que este muriera, vi entrar un día a mi oficina en Bogotá, a un hombre maduro triste, vestido de negro. "Soy el padre de Jairo Téllez", me dijo y las lágrimas le saltaron a los ojos. Convine con él en que un día iría a su finca, en Pacho, porque sabía que Jairo había soñado con instalarse allí, de regreso de París: su padre y él habían llegado a un afectuoso acuerdo que no hacía para nada incompatible sus dos vocaciones. (...)
Como a todos los pintores de la tribu, uno le perdía de vista durante meses para verlo reaparecer de nuevó en casa de amigos cualquier noche. Entonces sabía uno qué había pasado con su vida, su separación, dónde estaba viviendo, qué estaba pintando, dónde pensaba exponer y de qué manera milagrosa sobrevivía. Así, luego de las efímeras traducciones que yo le conseguí, supe un día que se había empleado en una agencia de trasteos.
Se echaba al hombro pianos y sillas sacándole partido a sus fuertes omoplatos y al vigor de sus músculos y disfrutando, después de una jornada agotadora, de una copa de vino con sus compañeros de trabajo. Con una extraordinaria plasticidad de actor, Jairo podía sumergirse en el mundo obrero de París, como si a él perteneciera desde siempre, salpicando su excelente francés de palabras y expresiones de argot. En vez de quedarse al margen, como tantos otros pintores colombianos, viviendo en colonia y quejándose de la dureza y mezquindad de vecinos y porteros entró a fondo en las entrañas de la ciudad y de su gente, se hizo amigos, compartió con ellos la algarabía y el humo azul de los bistrós de barrio, el queso y el salchichón, los olores espesos de ajo y sudor, la copa de calvados en las mañanas invernales, el frío la lluvia, el repentino esplendor de la primavera. (...)
Trabajaba muchas horas, todos los días y siempre insatisfecho con su trabajo, rompiendo o quemando los bocetos que no le gustaban. De sus tentativas con el color, óleo o pastel, regresaba al rigor sombrío de sus dibujos al carbón. Escaleras, patios, puertas, interiores, viaductos férreos, fábricas, sin la sombra de un ser: la suya era una visión desgarrada del mundo industrial, de sus duras geometrías sin color y sin alma donde lo humano ha sido excluído. Ese mundo que lo había envuelto en su rigor y su miseria sólo podía pintarlo en negro.
Colombia le llegaba puntualmente en cartas y recortes de periódicos. Saturnino Ramírez, Luis Caballero y Emma Reyes fueron sus más cercanos amigos colombianos, así como el joven escritor barranquillero Julio Olaciregui. Y hubo, naturalmente, para él en París una mujer decisiva. Alta, esbelta, rubia, atractiva, con un carácter de granito y una mirada de ojos claros, dura y centelleante como la de Michele Morgan, Chantal Kreutzer encontró a Jairo el 15 de septiembre de 1978 en una exposición, y nunca más se apartó de él. Fue un coup de foudre. Artista como él, la relación se tejió sólidamente con los hilos del amor y el oficio. Si en el carácter y en ciertos rasgos físicos de Jairo había de pronto una cierta suavidad femenina, en ella, en su belleza, siente uno de pronto una calidad masculina que, paradójicamente, juega mucho en su encanto de mujer. Eran como seres complementarios. (...)
Pero si estéticamente las cosas avanzaban bien, la respuesta comercial a su obra era muy incierta. Sólo había encontrado salida en algunas exposiciones colectivas en pequeñas galerías francesas como el Balcon des Arts. No obstante, gentes del oficio habían puesto el ojo en él. Recuerdo haber entrado una tarde a una galería situada frente al Centro Pompidou: había dos Téllez en las paredes. Al saber que yo era colombiano, la propietaria decidió hablarme de aquel compatriota mío sin saber que yo lo conocía. "Tiene mucho talento" -me dijo. Para mí Téllez es el porvenir de la pintura".
"L'avenir c'est Téllez". La frase me quedó girando en la cabeza como una rueda de colores. La dueña de aquella galería miraba dos obras de Jairo como si estuviese contemplando una bola de vidrio, de esas que permiten a las adivinas leer el futuro. Tal vez, si el destino no le hubiese jugado a Jairo con las cartas marcadas, la dama decía la verdad, el porvenir era suyo. Hervía de proyectos. Había decidido regresar a Colombia, establecerse con Chantal en la finca paterna ocuparse de caballos y de vacas, sin dejar la pintura. Allí haría su taller.
Quería participar en una película de Miguel Torres y Jorge Pinto. El guión parecía un traje cortado a su medida. El protagonista central era un pintor que muere al final de la historia.
Para cumplir con las fechas de filmación, Jairo anticipó su regreso a Colombia. Chantal debía seguirlo semanas después. Era el 27 de noviembre de 1983. Abordó el avión de Avianca con otro pintor de talento, Tiberio Vanegas. Ninguno de los colombianos que residiamos en París olvidará jamás aquella noche de viento y ráfagas de lluvia, la llamada de teléfono a la una de la madrugada, el horror que corrió por toda la médula de la colonia a medida que iba propagándose la noticia de aquel avión que acababa de estrellarse muy cerca del aeropuerto de Barajas, en Madrid.
Terrible mueca del destino: en el mismo avión ardió también la obra de Jairo. De modo que muy poco quedó de él. Los periódicos que registraron su nombre no sabían siquiera que era un pintor y nadie habló de aquellos años suyos en París, el hambre, los pómulos tensos, los muebles cargados a la espalda; menos aún de sus ardientes esperanzas. Así, su recuerdo sólo vive en dos lugares: un pequeño apartamento, cerca del Boulevard de la Chapelle, donde Chantal pinta y pasa muchas noches sin dormir por temor a las pesadillas; y una finca en Pacho, Colombia. Ella parece esperarlo aún; en todo caso no lo olvida, casi lo siente respirar a su lado. Y él, su padre, tiene la impresión a veces de verlo salir de entre los árboles, a lo lejos, cuando llega el crepúsculo.