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Viaje por el corazón de las tinieblas

Rüdiger Safranski hace un recorrido histórico en torno a experiencias e ideas sobre el mal.

Luis Fernando Afanador
10 de julio de 2000

En los relatos del origen, aparece ya la idea del mal. Para los griegos, Prometeo, quien hace a los humanos con la ceniza de los titanes, provoca el recelo de Zeus. Este les envía a Pandora, encargada de abrir la caja en que Prometeo precavidamente había encerrado todos los males: vejez, enfermedad, locura, vicios y pasiones. De ahí el trasfondo pesimista de la religión griega: “No hay hombre alguno al que Zeus no le envíe mil males”. Para compensarlos un poco, Prometeo les concedió el don del fuego; y el olvido: sabrían que iban a morir pero desconocerían el cómo y el cuándo.

Para la mitología bíblica, el hombre es quien introduce el mal en el mundo. En el jardín del paraíso no acata la prohibición de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal y atrae para sí la consecuencia de la muerte y el dolor. Luego Caín, el hijo de Adán, asesina a su hermano: “Pero como el Señor vio que la maldad del hombre era grande sobre la Tierra, y que todos los pensamientos y acciones de su corazón eran malos por siempre, se arrepintió de haberlo creado”. Envía el diluvio universal y sólo hace una excepción con Noé —el único hombre justo— y los suyos. Después del diluvio, Dios, indulgente, acepta que sus criaturas deben aprender a convivir con el mal. Entonces pacta una alianza con ellos: promete conservar el mundo siempre y cuando cumplan los mandamientos de convivencia que les da.

El problema del mal en el hombre —dice Safranski— estuvo en el comienzo y estará en el final. Es irresoluble porque es inherente a su libertad. En la medida en que el hombre es un ‘animal no fijado’, siempre podrá elegir ante un horizonte de posibilidades entre las cuales se encuentra, por supuesto, la aniquilación. Es libre, puede elegir y elegir equivocadamente.

Por tal razón, San Agustín y la tradición cristiana que funda, no aceptan que el hombre se rija a sí mismo. Si se derrumbó una vez —en el pecado original— puede volver a derrumbarse. Su fundamento debe estar en algo por encima de él, debe conseguir que su propia voluntad se acople con la voluntad de Dios. Schopenhauer, en cambio, dirá que estamos solos y que no hay ningún ser superior que tenga algún plan en relación con nosotros. El mundo y el mal coinciden y la única opción es la inacción, el distanciamiento estético.

Kant, que parte del hombre tal como es y no como debería ser, piensa que existe una fuerza civilizadora en el comercio mundial, que el espíritu comercial no puede coexistir con la guerra, y tarde o temprano se apoderará de cada pueblo. Lograr que la libertad individual se disuelva en una libertad común, la volonté générale, es el único camino que ve Rousseau para detener las enemistades que son “la roca primitiva” de la naturaleza humana.

El Marqués de Sade sueña con el mal absoluto. La sexualidad, con todas sus posibles variaciones y combinaciones, es la forma de transgresión que elige en su empeño de revocar la creación entera. Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas de Conrad, ha permitido que el territorio salvaje lo penetre y, haciendo estallar los límites de la civilización, despierte su propio salvajismo. Lo perturbador de lo salvaje es su mutismo que rechaza cualquier sentido. Susurra al hombre que no hay nada que decir, que todo carece de significado: ¡haz lo que quieras, no tendrá significación alguna!

La circunstancia de que haya podido ocurrir el sistema de Hitler hace difícil tener fe en el hombre. Hitler realiza lo que Kafka presenta en El proceso como algo aterrador: “Que la mentira se convierte en el orden del mundo”. Pero —recuerda Safranski al final de un exhaustivo e inquietante panorama— sin borrar de nuestra memoria las huellas del mal, está en nuestras manos actuar como si un Dios o nuestra propia naturaleza tuviera buenas intenciones para con nosotros.