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Vocablos que mueren

Un diccionario de las palabras que han ido desapareciendo de nuestro entorno cultural durante los últimos años.

Luis Fernando Afanador
30 de mayo de 2004

Germán Ferro Medina
Diccionario de las palabras que mueren
Planeta, 2004
140 páginas

Mijo, sea acomedido y acucioso porque yo con mis achaques me siento un poco abúlico. Así le habría dicho a uno el abuelo o el papá con las antiparras y las chinelas puestas cualquier día de asueto en que uno se sintiera un poco atarantado.

Claro que si usted no ha entendido nada del párrafo anterior y ha encontrado más de una palabra que no conoce no es por falta de cacumen ni de caletre sino porque probablemente es muy joven. Y va en serio, no crea que le hago una chacota o lo estoy tratando de chisgarabís o de currutaco. No, no soy persona de chistera ni ningún jayán mendaz al que le guste julepear.

Si usted es joven, entonces debo recordarle que alguna vez estas palabras fueron moneda corriente, hasta que un día entraron en desuso y luego murieron. Por eso lo dejan indiferente o confundido. No así a las personas que alguna vez las escucharon en su infancia y aún les despiertan la nostalgia: ya la mesa o la silla no estará más lunanca sino coja, los hombres no usarán leontina ni las mujeres enaguas, los perros no gañirán, las gavillas se han convertido en guerrilleros o paras; ya los amigos no nos invitarán a ningún condumio (salvo los taurinos) ni en las panaderías nos darán vendaje (qué lástima). Han desaparecido quizá para siempre y con ellas muchos de los objetos o circunstancias a los que hacían referencia. Sin embargo, la fuerza evocadora, "la morriña", se mantiene intacta.

Y es que, precisamente, de un ejercicio nostálgico, nació este curioso Diccionario de palabras que mueren. Germán Fierro Medina, antropólogo e historiador, lo escribió como un homenaje a su madre "quien estaba muriendo, y murió lentamente, como les sucede a estas palabras". De ella aprendió un rico vocabulario y muchos de los términos que aparecen en su diccionario. Pero este fue apenas el punto de partida de su trabajo, que después se convertiría en una investigación acerca del léxico de una comunidad heterogénea de hablantes, especialmente de Bogotá, aunque incluye palabras usadas en otras zonas de Colombia.

A partir del habla de su madre, Isabel Medina de Ferro, nacida en Bogotá el 2 de agosto de 1929 y descendiente de padres oriundos del altiplano cundiboyacense, el autor explora la memoria de un compendio de palabras que han recorrido "una mediana duración de 70 años y han puesto a dialogar -o han distanciado- a tres generaciones que nacieron en las décadas de los 30, 60 y 80".

Es triste que desaparezcan las palabras que amamos; son nuestra memoria y nuestra identidad. No obstante, es inevitable; el lenguaje, como el ser vivo que es, no se detiene: sigue adelante y evoluciona impulsado por la comunidad de sus hablantes. Y eso, así nos duela -así muramos un poco en ese devenir-, no deja de ser algo fascinante. Unas palabras queridas mueren y otras, inesperadas, nacen. A pesar de las academias -la policía del idioma-, hay demasiados vándalos sueltos tratando de transgredir, de inventar, de crear nuevos sentidos. Y los hay de toda clase y condición: jóvenes, escritores, delincuentes, extranjeros.

¿Peligra el idioma? Si hemos de creerles a los lingüistas, no. Todos estos transgresores son, hasta cierto punto, inofensivos. Actúan sólo a nivel de las palabras, del léxico, que es apenas la superficie de una lengua. Grave sería que se afectara su estructura: la sintaxis. Y ahí nuestro español luce robusto, tan robusto que ha puesto a temblar al inglés. Por eso, poco lo asustan las "putidoncellas" del poeta Gonzalo Rojas o la "reintensidad" de nuestros jóvenes (consuélese: aunque no lo crea, en 20 años ellos estarán llorando a moco tendido por esta palabreja).

¿A dónde van las palabras viejas que se mueren? ¿Van al cielo o las entierran? Cortázar decía que los diccionarios eran ya cementerios de palabras. Pero este de Germán Ferro parece más un bello y melancólico panteón.