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CON LOS CRESPOS HECHOS

Por qué todas nuestras victorias son morales

ANTONIO CABALLERO
10 de agosto de 1987

Doña Hilda de Maturana, madre del técnico de la Selección Colombia, tenía ya apalabrada la misa de acción de gracias para María Auxiliadora. El presidente Virgilio Barco ya se había resignado a tener que ceñirse una tras otra, en el balcón del Palacio de Nariño, las once camisetas perfumadas por el sudor del triunfo. Y entre esos dos extremos de entusiasmo materno y estoicismo patriótico todos los colombianos nos disponíamos, en la orgía de televisión y alcohol que inevitablemente acompaña estos casos, a celebrar la victoria. Porque sólo estaba prevista la victoria.
La tenían prevista los grupos guerrilleros, que habían redactado ya sus comunicados para ofrecer, generosos, veinticuatro horas de tregua futbolística para el domingo, fecha de la final de la Copa América. Y los semanarios de información, que en algún caso llegaron al extremo de lanzar a la calle prematuras carátulas de triunfo: "Al fin el fútbol". Y los noticieros de la televisión, que en la noche del miércoles se quedaron sin noticias por haber calculado que no habría sino esa: la goleada a la selección de Chile. Y los secuestradores, que echaban lápiz y papel para estimar el precio del rescate que pensaban pedir por "El Pibe" Valderrama o por el guajiro Iguarán. Y los clubes dueños de sus pases, que proyectaban vendérselos a equipos italianos o españoles por medio millón de dólares, con una ganancia neta del trescientos por ciento. La verdad es que la victoria no estaba solamente prevista, sino además gastada de antemano.
Por primera vez desde 1975, los futbolistas colombianos iban a llegar a la final de la Copa América. Habían vencido ya, como quien dice con una sola mano, a Bolivia, por dos goles a cero. Habían derrotado a continuación al Paraguay, hueso más duro de roer, por tres a cero. Y estaban a punto de arrollar al equipo de Chile, (aunque los chilenos, recordaban los negativistas de siempre, acababan por su parte de eliminar al Brasil, el tri campeón mundial, por unos humillantes cuatro goles a cero). De arrollar, de liquidar, de machacar a Chile, para pasar de inmediato a medirse en Buenos Aires nada menos que con los argentinos, actuales campeones del mundo, encabezados por el temible Diego Armando Maradona. Porque en las cuentas de la lechera que sirven siempre de modelo a Colombia para sus planes deportivos -y diplomáticos, y militares, y económicos- también estaba previsto que Argentina derrotaría a Uruguay.
De manera que la final sería ante los argentinos, y en su propia cancha. Y los jugadores colombianos iban a ganar también la final.
Pero es que esta vez no eran cuentas de la lechera, como de costumbre. Esta vez era la realidad escueta y sin adornos. En lo que iba jugado de la Copa, la Selección Colombia había mostrado el mejor fútbol, según los entendidos, y según los profanos el fútbol más vistoso de los diez equipos participantes. Tenía en Francisco Maturana, el hijo de doña Hilda, a un técnico que por primera vez en la historia del fútbol internacional colombiano ponía a sus jugadores a jugar como sabían jugar, garantizándoles en consecuencia el triunfo, en vez de prepararlos para la derrota haciéndolos jugar partidos mañosos y sin gracia. "Es que esta vez vamos a hacer nuestro fútbol -explicaban los entendidos suficientes a los profanos alelados- en vez de copiar 'cerrojos' y otras recetas foráneas". Y parecía verdad. Tambien estaban jugando los muchachos colombianos que, también por primera vez en la historia, los expertos y analistas extranjeros empezaban a distinguirlos los unos de los otros, en vez de confundirlos en una sola masa de mediocridad indiferenciada con ecuatorianos y guatemaltecos. Hasta el mismísimo Maradona, que por regla general no distingue sino a Maradona, se preocupaba por diferenciar a los nuestros: "¿ Cuál es el rubio del afro?" -dicen que preguntaba. "¿Cómo se llama el moreno?". Y L'Equipe, el prestigioso periódico deportivo francés, había llegado al extremo de comparar al "rubio del afro", "El Pibe" Valderrama, nada menos que con esa gloria de Francia que es Michel Platini. Un reconocimiento internacional de tan halagadoras dimensioncs no recibía Colombia desde que hace treinta años circuló insistentemente el rumor de que John F. Kennedy sabía quién era Alberto Lleras.
Un indicio final, irrebatible, certificaba la inevitabilidad que la victoria colombiana: varios viejos jugadores argentinos que alguna vez pisaron las canchas de nuestro país empezaban ya a jactarse de ella como de una cosa propia: "La semilla del fútbol que juegan los colombianos la plantamos nosotros cuando jugamos allá, ¿vijte?".
NO FALTABA SINO EL TRIUNFO
Pero era no contar con la tradición inmutable del fútbol colombiano. La Selección Colombia salió, jugó y perdió.
Porque lo cierto es que, si en otros deportes Colombia ha conocido con frecuencia victorias internacionales -rachas de campeones mundiales de boxeo, apoteosis de maratonistas de la San Silvestre, el actual frenesí de los escarabajos del ciclismo, una promesa infantil del ajedrez-, en fútbol, que es el deporte más popular del país, la historia ha sido sistemáticamente catastrófica. "¡Perdimos, perdimos, perdimos otra vez!", como cantan Les Luthiers. La época de oro del fútbol colombiano, cuando la hubo, fue extranjera: esos Di Stefanos y Pederneras y Puskas y Cozis y Rossis que vinieron hace siglos, repitiendo aquellas leyendas de los muiscas que atribuían los más altos momentos de su civilización a la visita de unos hombres barbudos que llegaron del otro lado del mar. Después se fueron, y sólo quedó una gran nostalgia: ah, cuando Bochica hacía milagros con su vara en la Sabana, ah, cuando Di Stefano jugaba en Millonarios... La rutina gris de la derrota sólo fue rota una vez por el milagro de un empate.
No una victoria: un empate, cuyo resplandor de consuelo ha entibiado el corazón de las generaciones. El empate contra la Unión Soviética en los dieciseisavos de final (no la semifinal, ni los cuartos, ni los octavos de final: los dieciseisavos de final) del Mundial de Chile, en 1962, cuando los colombianos le metieron cuatro goles nada menos que al legendario Lev Yashin, la imbatible "Araña Negra". Uno de ellos, el gol inmortal de Marquitos Coll: un gol olímpico. ¿Qué es exactamente, un "gol olímpico"? Muy pocos lo saben. Pero también son pocos los que saben a ciencia cierta qué quiere decir "gloria inmarcesible", y sin embargo todos los colombianos lo cantamos con orgullo en la primera estrofa del Himno Nacional. El gol olímpico de Coll es uno de esos ingredientes misteriosos del patriotismo cuyo significado exacto no es necesario conocer. Tuvimos gol olímpico, como tuvimos gloria inmarcesible, y no importa para nada que no sepamos qué son el uno ni la otra (posiblemente son una misma cosa).
Pero tampoco sirve para mucho, reconozcámoslo. Son una misma cosa, pero una cosa inútil, como la mamá, pero muerta, del cuento. La gloria inmarcesible, el gol olímpico, la casi participación en la final de la Copa América, la mamá, pero muerta, son avatares de esa entelequia con la cual resumimos la serie de frustraciones en que ha consistido la historia del deporte colombiano, y la historia de Colombia: la "victoria moral", que se usa para disfrazar la derrota real. A la misma categoría pertenecen el grito de los Comuneros, que terminó en descuartizamiento, la "Constitución para ángeles", que sólo engendró guerras civiles, el tratado del Neerlandia, que no impidió la separacion de Panamá, los pactos del Frente Nacional, que sirvieron solamente para cambiarle el nombre a la Violéncia.
Habría que identificar, para, erigirle un monumento que reemplace al de El Libertador en las plazas, al inventor de esa expresión absurda. Pudo ser -debió de ser- el doctor López de Mesa, perito en eufemismos, a cuya inventiva se debe también ese asombroso apelativo de "potencia moral" que usamos para ocultar la realidad de que Colombia ni es moral, ni es potencia. Y cuyo cerebro sigue, desde lo hondo de la tumba, diseñando esas "campáñas de imagen" que encargamos a publicitarios bláncos y barbudos venidos del otro lado del mar cada vez que la mala fama internacional de los colombianos empieza a parecernos excesiva. Tenemos la mamá muerta pero, eso sí, maquillamos su cadáver con la esperanza de que nadie lo note.
Volviendo al caso concreto del fútbol, sin embargo, aseguran los expertos que no es exacto hablar una vez más de "victoria moral" para referirse a la derrota del miércoles ante la selección chilena. La verdad es que esta vez, dicen, los jugadores colombiano dejaron algó más que una frustración nueva. Dejaron también fútbol. Y no un fútbol "moral" sino un fútbol real: un fútbol propio e identificable que hace salir al país del grupo de lo mediocres -Ecuador, Venezuela- para pasar al de los buenos de América Latina, como Argentina o Brasil.
Y si ese fútbol queda es porque no se trata, como tantas otras veces, del fruto inesperado de la improvisación, la chiripa y la intervención milagrosa de María Auxiliadora, sino del resultado de un trabajo y un progreso lentos y firmes que ya han venido viéndose en los últimos años en los campeonatos infantiles, juveniles y preolímpicos.
Así lo demostraron en el partido del sábado contra los argentinos, a quienes derrotaron por dos goles a uno. Y los derrotaron por tres razones: porque jugaron para ganar, jugaron sin trampear, y jugaron sin complejos de inferioridad ante el adversario. Por eso no sólo ganaron, sino que merecieron la victoria. Que es exactamente lo contrario de nuestra "tradición moral": jugar acomplejados, jugar con trampas, y jugar para perder y tener ocasión de buscarle disculpas a la derrota. Es decir, no aceptarla, alegando que moralmente merecíamos la victoria.
Eso es así. El año que viene, sin duda, nuestros futbolistas serán capaces de ganar de verdad por su buen fútbol.
Lo único malo es que para entonces, y a juzgar por lo vacíos que se vieron los estadios en las retransmisiones televisadas de esta Copa América, ya no quedará en el mundo prácticamente nadie a quien le interese el fútbol, malo o bueno.
Y sólo podremos rogar entonces porque nuestro fútbol, como nuestro carbón, nos lo compre la Exxon.