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MUNDIAL SUDÁFRICA 2010

La nación del arco iris

La sede del Mundial, al mismo tiempo un país en desarrollo y una potencia continental, ha vivido una espectacular transformación gracias al espíritu conciliador que instaló Nelson Mandela tras la caída del ‘apartheid’.

Santiago Torrado
11 de mayo de 2010

Sudáfrica se prepara para exhibir su empuje al mundo. Ese país que tiene 11 idiomas oficiales es el único de su continente que es miembro del G-20, el grupo que reúne a los países más ricos del planeta. Su ciudad más cosmopolita, Johannesburgo, es la versión africana de Nueva York, hogar de miles de inmigrantes y motor económico. Un solo dato es diciente: Goateng, la provincia minera donde quedan Pretoria y Johannesburgo, aporta el 10 por ciento del PIB de todo África.

Al ver esos datos es fácil olvidar que hace apenas 20 años Sudáfrica era un país paria por cuenta del apartheid, el sistema de segregación racial diseñado para garantizar la supremacía de la minoría blanca sobre la mayoría negra. La orgullosa sede del primer Mundial africano es una democracia joven y su transición es un caso de estudio para cualquier proceso de reconciliación.

Es imposible hablar de la nueva Sudáfrica sin referirse a Nelson Mandela. Un estadista tan respetado que hace unos años el resultado del concurso para elegir al sudafricano de todos los tiempos era tan obvio, que los organizadores cambiaron las reglas y se votó para escoger al acompañante de ‘Madiba’ –como lo llaman con afecto amigos y familiares–. Hay puentes, plazas y estadio (el de Port Elizabeth, una de las sedes del Mundial) con su nombre.

En alguna ocasión, el arzobispo Desmond Tutu, otro de los líderes de la lucha contra el apartheid, lo dijo sin titubear. “¿Qué otro país tiene un coloso moral para equiparar a Nelson Mandela? Somos la envidia de
cada país en el mundo”.

Sudáfrica es lo que es gracias al liderazgo libre de rencores de ese anciano canoso que pasó 27 años en la cárcel antes de convertirse en el primer Presidente negro del país. Su biografía es legendaria. Mandela luchó desde joven contra el apartheid como miembro del Congreso Nacional Africano (CNA), un partido de extrema izquierda que abogaba por la desobediencia civil pacífica. Cuando el gobierno ilegalizó el CNA, Mandela lideró el brazo armado y pasó a la clandestinidad hasta cuando fue arrestado en 1962. Estuvo a punto de ir a la horca, pero al final lo condenaron a cadena perpetua y lo enviaron a Robben Island, el Alcatraz sudafricano. Allí se convirtió en el preso político más famoso del mundo, un símbolo de resistencia.

Mandela usó esa prisión, que era un microcosmos de la Sudáfrica del apartheid, como un laboratorio de su causa. Estudió la historia de los afrikáners, la clase dirigente blanca, y aprendió su idioma, lo que le permitió seducir a los carceleros blancos con su cortesía. En 1985 tuvo el primer encuentro secreto con un representante del gobierno, y cautivó uno a uno a sus opresores: desde el ministro de Justicia y el jefe de inteligencia hasta el propio Presidente. Finalmente, el 11 de febrero de 1990, Mandela estaba libre.

Su bienvenida fue en un estadio de fútbol, el de Soweto, una de las sedes del Mundial, donde lo escucharon más de 100.000 personas, negros en su inmensa mayoría. Todo estaba dado para el estallido de una guerra civil de tintes raciales, pero desde ese primer momento Mandela transmitió un mensaje de reconciliación e invitó a evitar las represalias. En 1994 ‘Madiba’ ganó las primeras elecciones libres en la historia del país.

Al año siguiente, en otro de los estadios sede de Sudáfrica 2010, el Ellis Park de Johannesburgo, la selección local ganó el Mundial de Rugby, que siempre había sido el deporte de los afrikáners. Mandela aprovechó el evento para sellar la reconciliación, ganarse el favor de la minoría blanca y convencerlos de que también era su Presidente. En lugar de hacer una revolución violenta para humillar a los blancos, los convirtió en aliados de su causa. A pesar de su inmensa popularidad, Mandela, como había prometido, no se presentó a la reelección y dejó el poder en 1999.

Sudáfrica, como cualquier país en desarrollo, enfrenta enormes retos. Hay escándalos de corrupción, criminalidad, desempleo, una de las tasas de sida más altas del mundo, y amagos de violencia racial. Los dirigentes han perdido el aura heroica y ninguno tiene el lustre de ‘Madiba’. De hecho, los escándalos del presidente actual, Jacob Zuma, despiertan la nostalgia de muchos. Pero la joven democracia sudafricana es vibrante y ya suma cuatro elecciones libres desde la caída del apartheid. Un sistema que hoy, afortunadamente, parece de un pasado muy lejano en la ‘nación del arco iris’.

República de Sudáfrica
Población: 50 millones de habitantes
Capital: Pretoria (poder ejecutivo), Ciudad del Cabo
(legislativo) y Bloemfontein (judicial)
Moneda: Rand sudafricano
Índice de Desarrollo Humano (ONU): posición 129
(desarrollo humano medio) entre 182 países
Índice de Libertad de Prensa (Reporteros Sin
Fronteras): posición 33 entre 175 países