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Lance Armstrong | Foto: AP

PERFIL

Las cortinas de humo de Armstrong

Desarrollos tecnológicos de su equipo y condiciones físicas privilegiadas justificaron su supuesta supremacía.

18 de enero de 2013

Desde que comenzó su asombrosa racha ganadora en el Tour de Francia, el manager general, el entrenador, los médicos y los científicos del entorno de Lance Armstrong quisieron mostrarlo como un “profesional superdotado y obsesionado por los detalles que marcan la diferencia”, y a ellos mismos como el complemento de una supuesta llave perfecta que terminó en la más grande farsa que el mundo del ciclismo tenga conocimiento, por cuenta de la entrevista concedida por el exciclista a Oprah Winfrey.


La pregunta que ronda, después de las escalofriantes confesiones de dopaje continuo y prolongado por diez años, es si el staff de profesionales no ciclistas dentro de ese equipo estaba al tanto del sofisticado programa de dopaje de Armstrong y otro grupo aún no determinado de corredores. En la primera parte de las confesiones de dopaje del exciclista, no fue interrogado por la responsabilidad de su entrenador Johan Bruynell, el hombre que lo dirigió desde 1998 y hasta su retiro, en 2010.

A comienzos del 2005, en plena fase de preparación en búsqueda de su séptima victoria en fila para esta carrera, como finalmente ocurrió, fue grabado y transmitido el documental ‘Lance Armstrong, resistencia y tecnología’, en el que se detallaba la evolución personal y profesional del ciclista. Ese año el equipo US Postal, al que había llegado Armstrong en 1998 después de vencer el cáncer de testículos, que se le extendió a pulmones y cerebro, estrenaba el nombre de Discovery Channel Pro Cycling Team. 

El documental revela los supuestos secretos no contados que explicaban y justificaban los éxitos del estadounidense. Cuenta que a los 10 años Lance corría todos los sábados carreras de atletismo de 10 kilómetros, en estrictas rutinas que su mamá Linda le programaba. Y a los 14 años ya era un triatleta que asombraba por sus resultados y comenzaba a golpear las puertas en el mundo del ciclismo amateur. 

Un par de médicos explican, en el video que dura 48 minutos, los sorprendentes rasgos de su fisiología: que su corazón bombea 34 litros de sangre por minuto en su máximo punto de fatiga, cuando el de un hombre común llega a 19. O que late más de 200 veces por minuto, tres veces más que el de otra persona corriente. Remataron sus explicaciones diciendo que desde pequeño Lance “no corría para ganar, sino para hacer sufrir a sus rivales, para sacar la mayor ventaja”. 

Craig Nichols, el oncólogo que acompañó al exciclista en ese proceso entre 1996 y 1997, cuando el ciclista tenía 25 años, dio su explicación de la asombrosa y rápida recuperación. “Su fisiología le permitió tolerar la quimioterapia mejor que una persona común y corriente. Su experiencia con el dolor y sufrimiento le permitieron aguantar los tratamientos emocional y físicamente”. 

En el documental se muestra a un Armstrong controlador de cada detalle, pendiente de tener las piezas de sus bicicletas como las más livianas y rígidas del mercado, la tecnología, la fisiología deportiva, el análisis estadístico y la aerodinámica, y lo comparan con un equipo de Fórmula 1. Un sofisticado túnel de viento, inicialmente construido para aeronaves, fue el laboratorio de ensayo para probar todo lo que se les ocurría.  
La elevación mínima de uno de sus codos, un centímetro de diferencia en la postura del sillín o la posición del dedo pulgar en el manillar eran algunos de los elementos revisados, con un Armstrong en un simulador estático de su bicicleta dentro de ese túnel, para vencer la resistencia del viento. En un Tour de 3.200 kilómetros y más de 90 horas de carrera en 21 días, ese conocimiento es clave buscando ahorrar energía, que traduce tener recorridos con menos minutos y segundos que sus rivales.

El ‘coctel’ de Armstrong

Para afrontar ese Tour del 2005, al igual que los anteriores, su entrenamiento comenzaba desde noviembre del año anterior y hacía 725 kilómetros por semana. Es decir, que para cuando llegaba la máxima cita a los ocho meses, en julio, Armstrong ya  había recorrido el equivalente a la mitad del planeta. 

Pero todas estas aparentes consideraciones quedan por el piso cuando Armstrong le confesó a Oprah su ‘coctel’ de sustancias dopantes: EPO, transfusiones de sangre y testosterona. Como lo trató de simplificar dentro de su cinismo, Armstrong dijo que necesitaba sustancias que le permitieran llevar más oxígeno a su sangre y a su cuerpo.

Y la primera de esas sustancias es el EPO, que confesó usar desde su primera victoria en 1999, con la ventaja que en ese año no se hacían exámenes antidopaje por ese producto en el Tour. El EPO es el nombre de la eritropoyetina, una hormona de síntesis que aumenta la cantidad de glóbulos rojos y mejora el rendimiento muscular: es decir, ideal para escalar cimas y lograr una fatiga mínima.  

El EPO fue, de paso, el oculto antídoto que desarrollaron en laboratorios los equipos europeos para tratar de contrarrestar la inmensa capacidad pulmonar de los primeros escaladores colombianos en la alta montaña. La explicación es sencilla: las cumbres de los puertos de montaña en las cordilleras de Colombia suelen estar a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar, incluso a 3.000 metros como los casos de los Altos de La Línea o Letras. Por eso es que la natural oxigenación de los primeros corredores colombianos en Europa, como José Patrocinio Jiménez, 'Lucho' Herrera, Fabio Parra, Francisco 'Pacho' Rodríguez y Martín Ramírez, era asombrosa. El bocadillo y el agua de panela eran, en los ochenta, la dieta normal de los escarabajos. En cambio, las cimas de los puertos de montaña en Alpes y Pirineos suelen no estar más allá de los 2.000 metros sobre el nivel del mar. Las subidas sí son empinadas, pero más allá del agobiante calor del verano no eran un gran obstáculo para los colombianos. Los europeos, por lo tanto, estudiaron cómo igualar de manera artificial la gran capacidad pulmonar de los colombianos. Y el EPO, que confesó Armstrong, logró ese equilibrio para gran parte del pelotón internacional.
Con las transfusiones de sangre, seguramente Armstrong buscaba aumentarle el número de glóbulos rojos y de hemoglobina por unidad de volumen de sangre, y, de esa manera, aumentar la cantidad de oxígeno transportado por la sangre y utilizada por los músculos. Es decir, lograr más potencia y fuerza en esos kilómetros finales de las etapas en las que tenía que medirse con los líderes de los otros equipos para que se tardara la aparición en su organismo del infaltable ácido láctico, que es el causante del dolor cuando un músculo está expuesto a su máximo esfuerzo. En el ciclismo élite, no gana al final de una etapa el más rápido sino el menos cansado.

Y la testosterona, el tercer elemento mencionado por Armstrong, es una hormona sexual masculina, utilizada en forma fraudulenta en el ámbito deportivo buscando el efecto anabólico que produce sobre el organismo: aumento de masa muscular, fuerza y resistencia. Es decir, que si en una etapa de 180 kilómetros normalmente un ciclista pierde entre dos y cuatro kilos, Armstrong sólo rebajaría menos de un kilogramo, logrando tener una rápida recuperación para las siguientes. 

Puede ser cierto que Armstrong creciera con un organismo privilegiado y que la tecnología, ya en sus años como profesional, le ayudaran a ganar terreno a favor. Y es claro que el dopaje no hace milagros deportivos en organismos poco preparados: un burro dopado no va a ganar un gran premio en una carrera hípica entre caballos purasangre. Pero en el caso del ciclismo, las fuerzas se equilibraron tanto en la década de los 90 que estos sistemas de dopaje inclinaron la balanza a favor del último gran rey, hundido por su propia ambición.