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Lo que la tierra da

El desempeño olímpico de Colombia en Sydney refleja la realidad de un país que casi siempre le ha dado la espalda al deporte.

30 de octubre de 2000

La medalla de oro que ganó la pesista María Isabel Urrutia en los Juegos Olímpicos de Sydney sirvió para pintar de cuerpo entero a un país al que le encantan los extremos. Por un lado, la euforia, los desfiles en carro de bomberos, los homenajes y los abrazos del Presidente a la madre de la campeona por haber ganado la primera medalla de oro olímpica. Por el otro, el ya tradicional coro de lamentos tras los resultados del resto de la delegación, que algunos señalan como catastróficos.

Hace poco más de un mes Urrutia era casi que una desconocida en un país que sólo le presta atención al fútbol, que incluso le dio la espalda al ciclismo, su deporte bandera, cuando se retiraron de las carretera Luis Herrera y Fabio Parra, y que jamás se ocupa de sus deportistas de otras disciplinas salvo cuando logran la hazaña de ganar títulos como el obtenido por María Isabel.

¿Qué tan desastrosa fue la actuación colombiana en Sydney? Al cierre de esta edición la presea de María Isabel Urrutia era suficiente para dejar a Colombia como el mejor país suramericano en la clasificación total de medallería, superando a delegaciones más numerosas, como las de Brasil y Argentina, que llevaron a Sydney 269 y 200 participantes respectivamente, bastantes más que los 48 deportistas colombianos. Por cuenta de la medalla de María Isabel también estaba por encima de Bélgica, Yugoslavia, Trinidad Tobago, Portugal y Kenia, lo que no significa que en Colombia el deporte ande mejor que en esos países, que cuentan con cierta tradición olímpica.

Pero, dejando de lado la actuación de María Isabel, no todos los resultados fueron tan desastrosos como algunos sectores lo han querido mostrar. El cuarto puesto de la pesista Carmenza Delgado en la categoría superior a los 75 kilogramos, el noveno lugar de Andrés Felipe Torres en tiro en blanco móvil, o el séptimo lugar del también tirador Danilo Caro entre 41 contendores son registros que no deben mirarse despectivamente, como tampoco el paso a semifinales de la atleta Felipa Palacios en los 200 metros planos.

Obviamente, no deja de preocupar el puesto 21 de Marlon Pérez entre 23 corredores en las pruebas por puntos de ciclismo y la temprana eliminación en la primera ronda de los boxeadores José

Leonardo Cruz, Francisco Calderón y Andrés Ledesma, deportistas incluidos en el programa Altius del Comité Olímpico Colombiano, creado hace dos años con el fin de dar apoyo y asesoría especiales a nueve de los deportistas que participaron en las olimpíadas. Pero los verdaderos fiascos olímpicos de Latinoamérica corrieron por cuenta de otras naciones: la eliminación de la selección brasileña de fútbol, la pobre actuación de grandes tenistas latinoamericanos, como Nicolas Massau, Marcelo Ríos y Gustavo Kuerten, (estos dos últimos ex números uno del mundo), quienes no alcanzaron las semifinales.

Lo que reflejan los resultados de los deportistas colombianos no es, ni más ni menos, que la realidad de un país donde quienes se destacan en el mundo por sus aportes a la cultura, el arte, la empresa y las humanidades por lo general lo hacen gracias a un esfuerzo personal y muy rara vez son el resultado de una política estatal, mucho menos de la voluntad o el empeño de la sociedad en general.

La actuación colombiana en Sydney, más que la idoneidad de unos deportistas y unos dirigentes en particular o la capacidad económica de un país, reflejan el verdadero interés de las sociedades y los Estados ante el deporte. No siempre la falta de recursos es el verdadero motivo para las pobres presentaciones. Cuba ha sido un claro ejemplo de ello. Un caso que también refleja lo anterior es el de Hungría, una nación pequeña y no precisamente la más rica de Europa, a la que históricamente se le ha considerado como el país que ha ganado el mayor número de medallas olímpicas por habitante. En Hungría el deporte ha sido base fundamental de la estructura social del país, cosa que jamás ha ocurrido en Colombia, donde, al menos hasta hace muy poco tiempo, el deporte, sinónimo de vagancia, para la sociedad en general era una actividad a la que se dedicaban los que no eran buenos para nada más.

Las naciones que históricamente han dominado los juegos no sólo son las más poderosas desde el punto de vista económico sino las que han montado, a lo largo del tiempo, estructuras coherentes de estímulo al deporte.

El éxito de Estados Unidos en estos juegos, sustentado en una poderosa delegación de 865 participantes, se debe a la importancia que desde hace muchas décadas se le ha dado al deporte en las universidades. Los estudiantes con condiciones atléticas especiales siempre se benefician a través de becas que permitan explotar sus condiciones físicas.

El poderío soviético y de varias naciones de Europa del Este entre 1952 y 1992 se sustentó en una política de Estado que pretendía demostrar la superioridad del ‘atleta socialista’, con programas de dopaje masivo incluidos, tal como se demostró después en el caso de la antigua República Democrática Alemana. Falta ver hasta cuándo les dura el combustible olímpico a las naciones de la antigua Urss y sus antiguos aliados ahora que les ha llegado un nuevo modelo económico y de sociedad. En Sydney ya se hizo evidente la decadencia progresiva de estas naciones, ahora superadas por China, la nueva sensación deportiva del planeta.

Si algún día Colombia pretende ser una potencia olímpica los cambios deben comenzar en su estructura social y educativa. Mientras eso ocurre el prestigio del deporte nacional estará en manos de esfuerzos aislados. Un primer paso consiste en darle continuidad al proyecto Altius, programado para que dé sus frutos en los Juegos de Atenas de 2004. Sin embargo, preparar a un puñado de deportistas de élite no garantiza que la calidad del deporte en Colombia mejore de manera sustancial.