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Qué mamera de Mundial

Horarios absurdos, exceso de partidos malos

Eduardo Arias
6 de junio de 2002

Se supone que Corea-Japón, el primer Mundial del tercer milenio, es un salto gigantesco al futuro. Pero, en términos prácticos y al menos para la mayoría de los colombianos, es como haber regresado a los tiempos de Inglaterra 66. Y no por el mito tan trillado como falso de que “un Mundial sin Colombia no es Mundial”. (Por citar dos ejemplos, los mundiales de Suiza 1954 y México 1970 fueron maravillosos y nadie echó de menos a Colombia. Ni siquiera a Argentina). No. Lo es por el hecho de que —salvo celadores y adictos a las anfetaminas y drogas de síntesis similares— para seguir el torneo al menos con una dosis mínima de emoción es necesario, además de la obligatoria suscripción a DirectTV para no perderse los 24 partidos que no han transmitido o no transmitirán RCN y Caracol, apagar teléfonos celulares, prohibir radios prendidos en la casa, no ver noticieros y mucho menos pasar al teléfono, no vaya y sea que un amigo, antes de saludar, pregunte: “Ala, ¿si viste la paliza que le dio Estados Unidos a Portugal?” y le dañe el suspenso de ese partido que presentan en diferido dentro de media hora.

Pero ese es apenas un detalle. ¿Qué tal los hinchas? Mete gol Dinamarca, la cámara enfoca a los daneses que celebran y, vaya sorpresa: son coreanos. Gol de Argentina. Los bombos, las banderas, los cánticos. ¿De Caballito? ¿De Rosario? ¿De Río Tercero? No: japoneses. A su lado, otros japoneses no tan disfrazados que disimulan los bostezos mas no sus caras de aburridos. ¿Serán esos los famosos policías encubiertos? Dicen que de cada seis espectadores uno es un agente de seguridad disfrazado de hincha. ¿Qué clase de Mundial es ese?

Partido Paraguay-Sudáfrica. Las cámaras enfocan a un hincha. En un cachete, pintada, la bandera de Paraguay. En el otro, la de Sudáfrica. Uno no sabe si es un Mundial de Fútbol o la reedición de la Expo70 de Osaka. ¿No se han fijado, además, que celebran todo como si fueran goles? Los rechazos, los pases al vacío, los pelotazos.

¿Y el Mundial? Bien, para no preocuparlos. Desde que Joao Havelange, para perpetuarse en el poder de la Fifa y heredárselo a su fiel escudero Joseph Blatter, comenzó a prometerles más cupos a los países de Africa, Centroamérica y Asia, se pasó de la cifra mágica de 16 finalistas al esperpento de 32. Demasiados partidos, casi todos nivelados por lo bajo. No sólo toca doparse o echarse gotas en los ojos para estar despiertos a la 1:30 de la mañana y ver el arranque de un Rusia-Túnez sino también hacer descomunales esfuerzos para no dormirse ante tal cantidad de mediocridad acumulada. Una vez iniciado el partido se recomienda alejarse del mando a distancia o botar las pilas por la ventana pues la tentación de hacer zapping y cambiar un bodrio como Italia-Ecuador por un documental sobre lemures o el comercial de una faja para reducir cintura es muy fuerte.

Pero claro, uno no aprende y ahí sigue —inercia, optimismo desmedido, vaya uno a saber— pegado del televisor, en espera de ese maravilloso partido que muy rara vez llega. Es el optimista irredento que lleva por dentro cualquier hincha que se respete y que lo hace pensar que la semana entrante, la de los partidos del sí o sí, serán a muerte. Una versión aumentada y corregida de Francia 98, de Suiza 54, de Suecia 58, de México 70… Y ni hablar de los octavos de final: “Ahí comienza el verdadero Mundial”, sentencian quienes aún añoran aquel Portugal 5–Corea del Norte 3 de Inglaterra 66, aquellos Brasil-Perú o Inglaterra-Alemania de México 70, aquel Alemania Federal 4–Suecia 2 del Mundial del 74, aquel Italia 3–Brasil 2 de España 82 y olvidan muy fácil los insoportables e inenarrables Brasil 1-USA 0 de 1994 o el Italia 1–Noruega 0 de Francia 98.

En el fondo esa es la magia de los mundiales: creer que, a pesar de las mafias que desde hace 32 años carcomen más y más el fútbol, todavía vale la pena creer. Seguir convencidos de que, a pesar de la evidencia abrumadora, mañana será otro día y el fútbol volverá a ser ese juego que también es arte, y no ese negocio patético que hace posible mundiales tan mediocres y mamones como, hasta la fecha, este Corea-Japón 2002.