Home

Economía

Artículo

Bajo el fuego

El Foro de Davos mostró por primera vez que las protestas contra el sistema económico mundial comienzan a producir efectos.

5 de marzo de 2001

Hace dos años nadie hubiera imaginado a Bill Gates, el monopolista desaforado de la tecnología que sólo parecía interesado en acabar con sus competidores, hablando largamente sobre los estragos de la malaria en los países pobres. O a George Soros, capitalista por excelencia y especulador en los mercados financieros internacionales, predicando sobre los peligros de la globalización de los mercados de capital y proponiendo controles. Pero el nuevo tono social de la reunión de Davos no fue suficiente para evitar que los desórdenes callejeros se repitieran. Millares de manifestantes intentaron llegar a la localidad pero la policía suiza les cerró el paso a muchos con barricadas en los caminos. Hubo disturbios, saqueos y un saldo de más de 120 detenidos.

Ocurrió la semana pasada en el tradicional Foro Económico Mundial que se realizó en la localidad suiza de Davos. Los líderes empresariales y políticos más influyentes del planeta se dieron cita para discutir, como todos los años en enero, las tendencias de la economía mundial. Pero esta vez, aunque los puntos principales de su agenda siguieron siendo otros, como la desaceleración de la economía de Estados Unidos y el impacto internacional del desinfle de las inversiones en Internet, la reunión trató por primera vez con algún detenimiento los temas sociales. Por eso invitaron a 36 organizaciones no gubernamentales que abogan por los menos favorecidos y titularon el foro ‘Cerrando las brechas’.

Algunos líderes políticos, como el presidente surafricano Thabo Mbeki, se encargaron de llevar la voz cantante de las denuncias sobre la brecha creciente que la globalización está creando entre los ricos y los pobres del mundo. Y varios ponentes, entre otros personajes como Gates y Soros, siguieron la huella. El cambio es tan notorio que hasta Hendrik Verfaillie, presidente ejecutivo de Monsanto, la líder norteamericana de biotecnología, aceptó que su política hacia las protestas de las ONG ha cambiado. “Ya no es pedirles simplemente que se callen. Aprendimos que eso no funciona. He comenzado a hablar con ellos y buscamos soluciones conjuntas”.

El nuevo tono de los discursos de Davos pareció indicar que los máximos rectores del capitalismo mundial se vieron obligados a aceptar que es imposible ignorar las protestas que, desde hace poco más de un año, afectan sus reuniones. Las imágenes de los enfrentamientos con la policía —que recuerdan a los años 60— se han vuelto una historia de nunca acabar. Primero fue en Seattle a fines de 1999, durante el frustrado lanzamiento de una nueva ronda de negociaciones de la Organización Mundial del Comercio. Meses después durante las reuniones anuales del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional en Washington en abril, y en Praga en septiembre. Las protestas parecían capaces de llegar a cualquier lugar que propusieran los actores de la economía mundializada.

La semana pasada en la propia Davos y al otro lado del mundo se llevaron a cabo foros alternativos. El Foro Social Mundial (FSM), realizado en Porto Alegre, Brasil, congregó a más de 10.000 activistas de todos los orígenes en lo que se proclamó como un movimiento antimundialización que busca hacer propuestas alternativas al “absolutismo neoliberal planetario”. (ver recuadro).



Que hay detras

Los activistas contra la globalización han demostrado ser una fuerza poderosa e inasible. Y a primera vista no es fácil encontrar el denominador común que une a los manifestantes. El rechazo a la globalización no proviene ya de una izquierda monolítica sino de una masa heterogénea de ciudadanos inconformes cuyos objetivos particulares a menudo parecen contradictorios. En las protestas de la semana pasada participaron desde los más excéntricos anarquistas hasta los tradicionales sindicatos, pasando por campesinos, grupos religiosos y activistas del medio ambiente.

Pero los hechos recientes demuestran su extraordinaria capacidad de cooperación cuando se unen en torno a un enemigo común. Forman alianzas coyunturales alrededor de objetivos muy concretos, como boicotear una cumbre, y en seguida se disuelven. Paradójicamente, hacen uso intensivo del emblema de la globalización —Internet— para organizar sus protestas.

En todo caso los manifestantes han logrado algo que hace unos años era considerado imposible: revivir el debate sobre el ‘evangelio’ del neoliberalismo y la globalización económica, que en los últimos años ha sido predicado como una verdad revelada e incuestionable que mira con desdén toda protección social y se acoge a la lógica de la supervivencia del más fuerte en el mercado. Sus furiosos disturbios han logrado llamar la atención del mundo (y tal vez de los dueños de las decisiones) sobre un hecho inocultable: la apertura y la globalización económica sólo han traído prosperidad para unos pocos.

Las críticas contra ese fenómeno, que genéricamente ha sido llamado globalización, se podrían resumir en algunos temas concretos, entre otros, que hay una excesiva influencia de intereses privados en las políticas económicas internacionales y que los organismos internacionales de crédito, como el Banco Mundial o el FMI, con todo su poder, no están sujetos a un control efectivo externo del tipo que ejercen los parlamentos sobre los gobiernos. También, dicen los críticos, esos organismos de crédito aplican sus “recetas” en forma rígida y simplista, además de obligatoria. Con ello no solamente los efectos generalmente producen un mayor empobrecimiento sino que la democracia se ve afectada en sus bases.

Las protestas se basan en datos contundentes, como los provenientes del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Para éste, “las nuevas reglas de la globalización y los actores que las escriben se centran en la integración de los mercados globales, descuidando las necesidades de las personas que los mercados no pueden resolver. El proceso concentra aún más el poder y margina a los pobres”.

Y los datos concretos resultan impresionantes. Aunque la globalización trae ventajas, éstas casi siempre son sólo para algunos pocos protagonistas. Mientras tanto las diferencias se acentúan. Según el Pnud, mientras en 1960 el 20 por ciento más rico de la población mundial ganaba 30 veces más que el 20 por ciento más pobre, en 1997 la proporción era de 74 a 1, más que nunca en la historia. Según la Cepal, en América Latina el número de pobres, que en 1980 era de 135 millones, alcanzó en 1997 la cifra de 204 millones, aunque en ese lapso la región experimentó un importante crecimiento económico. De ellos, 90 millones son indigentes que viven en la completa miseria.

Los organismos internacionales de crédito y los defensores de la globalización económica sostienen que esos indicadores provienen de factores ajenos a sus políticas. Perciben la globalización más como un hecho tecnológico —el avance de las comunicaciones— que como uno político. Aclaran que muchas de las críticas, como la obligatoriedad de las medidas, se han corregido. Además, argumentan, lo que se necesita es más crecimiento económico —para ricos y pobres—. “Las economías grandes también tienen necesidades. Y cuando a los países desarrollados les da un leve resfrío a los demás nos da neumonía”, dijo en Davos Mick Moore, director general de la OMC, al referirse al enfriamiento reciente de la economía mundial.

Pero los hechos son claros. El famoso final de la historia que preconizó hace 10 años Francis Fukuyama no se dio. Y el ‘evangelio’ del neoliberalismo, el libre mercado, la apertura y la globalización ha sido incapaz de demostrar sus efectos benéficos sobre las sociedades y los sectores más pobres del planeta. Por eso amplios sectores siguen en busca del sistema alternativo que permita crecer a las economías sin que se amplíen unas diferencias que impiden la creación de una sociedad más justa.