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Del dicho al hecho...

La privatización de la economia en Europa oriental tiene tanto de largo como de ancho.

4 de junio de 1990

En un principio todo el mundo estuvo de acuerdo. Cuando los vientos del capitalismo comenzaron a soplar en los países de Europa oriental, una de las cosas que quedaron en claro fue que el sistema económico, tal como estaba planteado, había hecho crisis. Aunque la mayoría de la gente tenía asegurado un techo, un trabajo y una ración diaria de alimentos, la calidad de vida era francamente mala. No sólo la escasez era la orden del día, sino que la poca eficiencia y la corrupción eran comunes.
Esa es la principal razón de que ahora todo lo que huela a comunismo no tenga audiencia en la región. En las elecciones que se han realizado en Polonia, Hungría, Checoeslovaquia y Alemania Oriental, el gran derrotado fue el partido que gobernó con su férula de acero a cada uno de esos países durante casi 45 años. Aún en Rumania, donde el trauma posCeausescu no ha pasado, ya hubo manifestaciones pidiéndole la renuncia al gobierno provisional porque hay gente que lo considera demasiado comprometido con el régimen anterior.
El cambio político no ha venido solo. Ahora todos y cada uno de los nuevos gobiernos está diciendo que en materia económica es necesario un cambio fundamental, basado en el ejemplo de los países occidentales de Europa. Tal como lo pusiera en términos simples un editorialista de un diario inglés hace unos días, "todo el mundo quiere cambiar su Trabant, su Polski o su Skoda, por un BMW, un Mercedes o un Fiat".
El problema es cómo hacerlo. Al cabo de casi medio siglo de un sistema que se basaba en unos parámetros definidos, no es nada fácil pasarse al capitalismo así como así. "Una cosa es sacar la crema de clientes del tubo y otra volver a meterla", sostuvo un artículo reciente del diario The Wall Street Journal.
Lo que ha quedado claro hasta ahora es que las cosas deben cambiar y que se ha desechado la idea de un "tercer camino", una especie de intermedio entre capitalismo y comunismo, que pregonaban algunos ideólogos de la vieja guardia con la esperanza de salvar el pellejo. El modelo de país occidental, que antes era Suecia, ha sido remplazado por Alemania Federal o Gran Bretaña.
El cambio que se propone es inmenso. A pesar de que en países como Hungría o Polonia ya se habían introducido ciertas reformas hace unos años con el nombre genérico de socialismo de mercado, las cosas siguieron más o menos igual. De hecho, las empresas estatales fueron liberadas de controles centralizados como cuotas de producción, pero los precios de sus productos siguieron siendo fijados en la capital, al tiempo que se les protegía de cualquier competencia eventual. Como consecuencia, los administradores de las fábricas se dieron cuenta de que el gobierno no las iba a dejar quebrar. A pesar de su ineficiencia y sus altos costos, había siempre subsidios a la mano. Una de las prácticas más utilizadas era la de aumentar los sueldos, comenzando por el director de la empresa, a sabiendas de que en último término el Estado recogería la cuenta.
La presencia de esas taras ha convencido a los nuevos gobiernos de Europa oriental que no basta con eliminar los controles de precios o estimular la inversión extranjera. Según los expertos, el futuro de la región esta en privatizar los medios de producción para que el mercado se encargue de asignar los recursos en forma eficiente. De lo contrario, se dice que la inflación galopante y la pobreza creciente serán el único pan de cada día.
Hasta ahí todo parece muy sencillo. Sin embargo, el problema consiste en que nadie sabe cómo hacer las cosas para que la privatización resulte lo más justa posible. Tal como anota el semanario inglés The Economist "los riesgos políticos son formidables. La privatización envolverá una enorme redistribución de la riqueza. Si es mal manejada producirá acusaciones de corrupción, resentimiento contra los nuevos propietarios, sospechas de que la nación está siendo vendida barata a los extranjeros. Todo esto le podría dar un mal nombre al capitalismo, preciso cuando Europa oriental lo necesita mas".
El objetivo de privatizar choca con el presupuesto comunista de la propiedad común. En teoría todo es de todos, pero en la práctica cada empresa o cada unidad de producción tiene su feudo y lo defiende a capa y espada. Por eso lo mejor es emitir acciones de las empresas y vendérselas al público, tal como se ha aceptado en Hungria, Polonia y Checoeslovaquia. Rumania y Bulgaria todavía lo están pensando y el caso de Alemania Oriental -cuya unificación con Alemania Federal es cada vez más segura- es tan especial, que se ubica en una categoría aparte.
No obstante, una vez tomada la decisión de privatizar, los problemas prácticos han comenzado. El primero es que en ninguno de los países existe un mercado de acciones desarrollado (la bolsa de Budapest parece de juguete) y, peor todavía, el sistema bancario está en la prehistoria. Los cheques se demoran meses en hacer canje y por esa razón la mayoría de los negocios se hacen en efectivo. Empero, cuando se trata de vender hasta 7.500 empresas -como es el caso de Polonia- la situación se complica.
Otra dificultad es que nadie sabe cuánto valen las cosas. Como no existe un mercado de bienes, no hay parámetros para saber si una oficina en Varsovia cuesta 10 o 100 mil zlotys, para sólo poner un ejemplo. En ciertos casos el ejercicio es relativamente sencillo, como sucede con algunos hoteles o fábricas de primera línea. Pero cuando se trata de avaluar una fábrica de vidrio en Bohemia, en pleno corazón de Checoeslovaquia, firmas de auditores internacionales como Price Waterhouse no pueden dar una respuesta satisfactoria.
El otro interrogante es a quién venderle. Unos proponen entregarles tal o cual fábrica a sus trabajadores respectivos, pero otros anotan que los obreros industriales componen, en promedio, tan sólo el 30% de la fuerza de trabajo en Europa oriental. ¿Por qué, entonces, no venderle acciones al maestro o al tendero, quienes en teoría tambien tienen derecho a comprar acciones? La respuesta más satisfactoria a ese interrogante es la de Vaclav Klaus, ministro de Finanzas de Checoeslovaquia. Klaus ha propuesto darle a cada ciudadano un talonario que puede ser usado para comprar acciones en la empresa que quiera, creando así un mercado (por oferta y demanda), una estructura de capitales y una nación de accionistas de un sólo envión. El problema, claro está, es que va a ser difícil para una persona escoger entre cinco mil industrias diferentes, sin tener la información financiera necesaria.
Dentro de tanta confusión lo único que queda claro es que no hay solución ideal. La experiencia más vasta hasta ahora es la de Hungría que en 1988 promovio una llamada privatización espontánea según la cual ciertas fábricas podían asociarse con inversionistas extranjeros. La experiencia trajo su cuota de buenas nuevas. Janos Petrenko, un exiliado húngaro, compró parte de una acería en la ciudad de Ozd. En menos de un año, la planta estaba dando utilidades y tanto los obreros y los ejecutivos se vieron beneficiados. Pero por cada caso de éxito ha habido cien de fracaso. Como nadie sabe cuánto valen las cosas, el esquema se presta a la corrupción. Aquellos que saben interpretar la ley primero son los más beneficiados. Un buen número de técnicos del Ministerio de Finanzas húngaro prefirió renunciar para buscar fortuna en el nuevo mundo de la privatización.
El escándalo más sonado de todos fue el relacionado con Hungar-Hotels, una cadena que era dueña de algunos de los hoteles y restaurantes más elegantes del país, tal como el Forum y el Hyatt en Budapest. En 1989 Hungar-Hotels decidió venderle la mitad de sus acciones a una firma sueca llamada Quintus, por 110 millones de dólares, pero poco después, alguien denunció que uno sólo de los hoteles valía mas de 60 millones. Después del escándalo el trato fue anulado por la Corte Suprema de Justicia de Hungría que se basó en una inconsistencia legal.
Sin embargo, el daño ya estaba hecho. El pasado 1° de marzo el gobierno húngaro creo una agencia encargada de supervisar las privatizaciones, bajo el control del Parlamento. Aunque la nueva entidad asegura que todo sea más justo, los expertos consideran que va a retrasar considerablemente la velocidad del proceso. Según el plan original, tanto Hungría como Polonia, deseaban disminuir la participación del Estado en la economía de un 90% a un 30% en el lapso de cinco años.
En el intermedio se han tomado algunas medidas para proteger a los trabajadores. Se sabe, por ejemplo, que hasta un 20% de las acciones de determinada industria se le ofrecerá a los obreros, en condiciones favorables. También habrá preferencia para los inversionistas nacionales sobre los extranjeros.
No obstante, en último término, todo se limita a un salto en la oscuridad. A pesar de las buenas intenciones, nadie sabe en realidad qué va a pasar en Europa oriental a medida que las empresas pasen del Estado a manos privadas. Lo más probable es que el resultado no sea del todo satisfactorio. Males del capitalismo, como la diferencia de clases y la pobreza aparecerán. Pero en último término se aspira a que hacia el final del siglo los beneficios superen ampliamente los costos. Países como Hungría, Polonia o Checoslovaquia tienen por ahora muy poco que perder. Falta ver si con las medidas adecuadas el experimento capitalista resulta exitoso después de 45 años de desilusiones y fallas bajo los principios del comunismo. -