Home

Economía

Artículo

EL AGUJERO NEGRO

El endeudamiento de los municipios está disparado y nadie sabe ni adónde va ni cómo pararlo.

24 de julio de 1995

EL 9 DE MAYO EMPEZO MAL en la población bolivarense de Barranco de Loba. Al amanecer, el alcalde, Demóstenes Fonseca, decidió tirar la toalla y colgarse de una viga. La radical decisión no fue producto de una pasión desenfrenada o de una crisis existencial: fue la salida que encontró para la bancarrota de su municipio. Desde enero pasado, cuando inició su gestión, se la pasó apagando incendios y, cuando no había más. Poniéndole la cara a las deudas que traía la localidad. Un día se convenció de que en esas condiciones le era imposible cumplir sus promesas de campaña, y antes de reconocer su fracaso y, de paso, traicionar al pueblo que había creído en él, prefirió quitarse la vida.
La suerte de Fonseca, que parece más una Ieycnda cruel que un suceso de la vida nacional, le cayó como un ejemplo ni mandado a hacer al gobierno nacional que por estos días anda rasgándose las vestiduras por el incremento en el endeudamiento municipal y lanzando señales de alarma sobre las terribles consecuencias que puede traer para la estabilidad macroeconómica el abuso de este recurso.
Y gritar es lo único que puede hacer, porque la actual legislación no le permite intervenir el endeudamiento regional. Tanto alcaldes como gobernadores cuentan con total autonomía en la materia, hasta el punto que es prácticamente imposible saber cuál es el volumen total de la deuda de las regiones. La única información confiable está en manos de la central de riesgos de la Superintendencia Bancaria. Según esos datos se estima que asciende a 480.000 millones de pesos, un 190 por ciento más que el año pasado. Pero si el Ministerio de Hacienda tiene lagunas de información, los alcaldes no están en una mejor posición. Las localidades carecen de una contabilidad que les permita establecer la suma de sus activos y sus pasivos, así que los mandatarios dependen de sus flujos de caja para establecer con qué recursos cuentan.
Sin embargo, los datos existentes han sido suficientes para detectar que el endeudamiento regional y, en especial el municipal, está disparado. En 1988 éste representaba el 0,15 por ciento del Producto Interno Bruto, mientras aue en 1994 se estima que alcanzó 1,9 por ciento. Las causas de esta escalada son complejas y diversas. El proceso de descentralización le ha dado a los municipios autonomía, mayor disponibilidad de recursos y más competencias. Por cuenta de las transferencias las localidades tienen unos ingresos fijos que son susceptibles de ser pignorados. Esa situación les abrió las puertas del mercado financiero, que hoy ve en los burgomaestres a sus mejores clientes. En Sincelejo, por ejemplo, la sobretasa a la gasolina está en período de estudio, pero el alcalde Alberto Lizardo Gómez ya ha recibido varias propuestas de préstamos para financiar su plan vial.
A la facilidad de la consecución de los créditos, se suma el corto período de los alcaldes. Una administración puede comprometer toda su capacidad de endeudamiento en condiciones desfavorables (el promedio es, a tres años y a tasas del DTF más 10 puntos, un margen bien superior al que se le cobra a la industria) y dejarle el problemita al próximo alcalde. Para solo citar un par de ejemplos, los gobernantes de Santa Marta, Edgardo Vives, y de Marsella, Risaralda, Libardo Gómez Carmona, están pagando los platos rotos de las deudas acumuladas. No les quedó más romedio que sentarse a refinanciar con sus acreedores y sacrificar la inversión durante su gestión.
Si las transferencias han complicado la situación, las regalías lo han enloquecido. Las localidades que reciben dineros por concepto de la explotación de recursos mineros se creen los Beverly Ricos y se dedican a pedir prestado. Arauca vivió su bonanza petrolera pero de esa época ahora sólo le quedan deudas; Tolú, puerto exportador de hidrocarburos, va por el mismo camino: su deuda entre 1993 y 1994 creció cerca del 1.600 por ciento.
Fuentes más sanas de consecución de recursos, como las impositivas, son impopulares y la posición de los alcaldes frente a ellas, ambigua. Por una parte, no niegan la importancia de aumentar los recursos tributarios pero aseguran que para mejorar sus recaudos debe haber un período de transición. "Aquí la gente no estaba acostumbrada a pagar impuestos gracias al caciquismo, las cífras que nosotros recibimos por predial todavía son muy bajas", explica, por ejemplo, el mandatario de Sincelejo. Alegan también que la eficiencia fiscal no sólo depende de las buenas intenciones del burgomaestre de turno, "hay que ampliar y actualizar el catastro y eso nos cuesta mucha plata a los municipios", sostiene el mandatario de Fusagasugá, César Augusto Manrique. Lo peor es que en materia de pago del impuesto predial, el gobierno nacional no ha dado el mejor de los ejemplos. Sus instituciones le adeudan a los municipios por este concepto cerca de 12.000 millones de pesos, únicamente del período de 1995.
Pero más allá de ese hecho, la discusión sigue siendo la misma. Para alcaldes y gobernadores resulta más cómodo endeudarse caro que recaudar impuestos. Al fin de cuentas, la deuda con las entidades financieras no la tienen que pagar ellos, pero la impopularidad sí.
Esa es la razón por la cual el gobierno nacional ha querido meter en cintura a los mandatarios seccionales. Ahora debe esperar a que el Congreso le apruebe los mecanismos de control del endeudamiento municipal y regional, incluídos en un proyecto de ley, para evitar que más de mil alcaldes no se le salgan del redil de su política macroeconómica.
Y eso no es lo peor. Todo el mundo tiene claro que los gastos en pueblos y ciudades se dispararon debido a las transferencias crecientes y al endeudamiento, pero existen serias dudas sobre la efectividad que han tenido esos mayores recursos, particularmente cuando existe evidencia incipiente de que ha habido mayor corrupción, más burocracia y un aumento de las obras suntuarias. Esa es la cara fea de la descentralización, que además le ha traído problemas al manejo de la política económica del gobierno, que por ahora solo puede apelar a la razón para convencer a alcaldes y gobernadores de que el buen administrador no es el que más gasta, sino el que mejor gerencia las finanzas públicas.