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La guerra del horario

En muchas empresas es pecado irse a tiempo. El ‘efecto imitación’ y el miedo al despido fomentan esta costumbre.

26 de junio de 2000

El día tiene 24 horas y los huma- nos siguen empeñados en sacarle el mayor provecho posible. Pero a pesar de que todos buscan el ansiado equilibrio vida-trabajo éste último se roba la mayor parte de la jornada. Esto se debe, quizás, a que la mayoría de empresas ve con buenos ojos a los empleados que se quedan laborando fuera del horario ‘normal’ y con muy malos a aquellos que se van temprano a sus casas.

En muchas organizaciones, incluso, el irse a la hora que toca es pecado. La frase “si mi jefe se queda me toca quedarme a mí también” la repiten a diario cientos de empleados que han fomentado ellos mismos este tipo de costumbre. La práctica de quedarse hasta tarde se conoce hoy en el mundo empresarial como ‘el efecto imitación’. Esto es, la adopción de comportamientos que caracterizan a los jefes por parte de los subordinados.

El ‘efecto imitación’ se ha convertido en una tendencia del mercado laboral y es característica de miles de compañías que miden la productividad de sus empleados según el número de horas trabajadas. Yolanda de Mogollón, directora de la firma de consultores gerenciales Consulgei, afirma que “las jornadas de trabajo largas y en días festivos son muy comunes en ciertas compañías —especialmente en consultoras de empresas— lo cual es valorado dentro de las mismas”.

A juicio de la consultora, la exigencia de quedarse hasta tarde tiene que ver con el temor a perder el trabajo, lo que hace que las personas se queden más horas de las necesarias para realizar bien sus tareas. “No se trabaja más horas por productividad sino porque en todas las organizaciones existen valores explícitos e implícitos, y estos últimos son impuestos por referentes, que en general son los dueños o jefes”.



Más no es igual que mejor

Según un estudio de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), trabajar más no es trabajar mejor. De hecho, el informe señala que el número de horas promedio laboradas por los empleados de un país no constituye un indicador para medir la productividad. El estudio muestra cómo las largas jornadas de los países latinoamericanos y asiáticos contrastan con las de los países industrializados, los que a su vez no sólo trabajan menos horas sino que poseen niveles de productividad laboral mucho más elevados.

Países como Alemania o Bélgica, en los que las horas anuales trabajadas por empleado son, respectivamente, 1.699 y 1.739, registran niveles de competitividad mucho más altos que los de países como Colombia o México, en los que se trabajan entre 2.256 y 2.302 horas al año. En relación con estos hallazgos Carlos Rodríguez, especialista en medicina laboral de la OIT comenta que “el número de horas laboradas por los individuos más que ser un indicador importante de la productividad es un indicador de la calidad de vida de un país”.

Según una reciente encuesta realizada en Estados Unidos por la firma Flexible Resources Inc., y publicada por la revista Business Week, 56 por ciento de los 300 gerentes consultados señalaron que los empleados con horarios flexibles son más productivos por hora. Los gerentes admiten que una de las principales trabas que existen para lograr mejoras en la productividad son las rigideces culturales de las viejas formas de gerenciar el recurso humano pero, sobre todo, la creencia de que vida privada y vida laboral son dos dimensiones esencialmente enfrentadas y contradictorias.



Los efectos de la imitación

Los empleados que trabajan muchas horas por complacer e imitar a sus jefes pueden llegar a perjudicar a sus compañeros porque condicionan las relaciones del grupo con el superior. Los jefes terminan por conceder privilegios a quienes imitan su conductas y por juzgar a quienes no se quedan después de la hora de salida. “El efecto imitación produce tensión entre los miembros del grupo pues se crea una atmósfera continua de comparación entre los empleados”, asegura Carlos Dávila Ladrón de Guevara, profesor de la Universidad de los Andes y especialista en cultura organizacional. Para Dávila el problema con estas costumbres y hábitos es que se termina por juzgar el trabajo de los empleados según el tiempo que permanecen en el trabajo.

Otro de los problemas que se derivan de este tipo de conductas institucionales es la generalización del llamado principio de Parkinson. El principio, formulado a mediados del siglo pasado, sostiene que “las personas se toman tanto tiempo cuanto tiempo dispongan”. En otras palabras, que si un trabajador dispone de todo un día para realizar una actividad empleará todo el día para la ejecución de la misma.

Para corregir estas ineficiencias empresas como Comcel han incorporado una serie de prácticas con el fin de modificar sus procesos organizacionales. Hoy por hoy todos los empleados de la compañía se ven ‘forzados’ a abandonar sus oficinas tan pronto culmina la jornada laboral. “En Comcel bajamos los tacos de la luz cuando el reloj marca las seis de la tarde”, afirma Peter Burrowes, presidente de la empresa.

Burrowes —quien también era un obsesivo trabajador que se quedaba en la oficina hasta altas horas de la noche— reconoce que al principio fue bastante complicado que los empleados acogieran la medida pero que, por fortuna, a medida que la gente se acostumbró a agilizar los procesos se fueron aumentando los niveles de productividad y de calidad de vida. “Es increíble ver cómo la reducción horaria ha influido en la motivación y el ambiente de la gente. Hoy en día soy el primero que sale de la oficina para reunirme con mi esposa o ir con mis hijos al cine”, asegura.



La atmósfera correcta

En algunas empresas —aunque contadas todavía— la vieja práctica de ‘marcar tarjeta’ está comenzando a ser vista como parte obsoleta de una antigua cultura de administración de recursos humanos. Los especialistas están reconociendo que el cumplimiento de horarios ya no es una herramienta adecuada para medir, ni para controlar, ni mucho menos para producir una maximización de los rendimientos.

De acuerdo con las investigaciones más recientes, al tope de las aspiraciones de los empleados está la posibilidad de manejar los propios tiempos, al decidir no sólo los horarios sino el lugar dónde realizar el trabajo. En una época tan dinámica y cambiante, cuando incluso las realidades individuales y familiares se ven sometidas a modificaciones y readaptaciones permanentes, las empresas están comenzando a darse cuenta de que es posible flexibilizarse para adaptarse a las necesidades de sus empleados y no obligar a éstos a ajustarse a rigideces de la empresa, que muchas veces responden más a prejuicios culturales que a necesidades reales. “Investigaciones recientes muestran que un equilibrio vida laboral-vida privada es la prioridad número uno de las empresas. Ofrecer flexibilidad horaria y espacios para la lúdica y la diversión contribuye a disminuir los niveles de estrés y a elevar la generación de endorfinas, elementos claves para la productividad”, afirma Ricardo Matamala, experto en técnicas modernas de administración.

Aunque éste, como muchos otros ‘descubrimientos’ en administración es todavía altamente debatible, lo cierto es que, contra lo que podría esperarse, son muchos los casos en que la disminución de los horarios de trabajo ha resultado satisfactoria no sólo para el empleado sino para la empresa. Los testimonios registrados por compañías que, como Comcel, han implementado este tipo de prácticas, hablan de mayores eficiencias y productividades, además de un punto por el que las empresas son cada vez más sensibles: la lealtad del empleado.

No sería raro por eso que, en un futuro no muy lejano, deje de ser bien visto el quedarse a trabajar horas extras. Y que quienes extiendan su jornada laboral más allá de los límites contemplados por la empresa sean calificados de ineficientes e improductivos por el resto de la fuerza colectiva que labora en la organización. Vivir para ver.