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LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

Por primera vez los países industrializados parecen resignarse a no cobrar toda la deuda del Tercer Mundo.

13 de marzo de 1989

Hace apenas unos años, hablar de eso en público en los países industrializados era algo que no se hacía. El tema estaba reservado para los radicales como Fidel Castro, quien periódicamente clamaba desde La Habana que "la deuda externa es impagable". Pero como todo cambia, ahora está resultando que más de un ceñudo banquero o uno que otro adusto funcionario de una entidad internacional, está comenzando a aceptar que, por diversas razones, toca hacer algo de fondo con el problema de la deuda externa. Tal como dijera hace un días en Davos, Suiza, el ex primer ministro francés Raymond Barre, al resumir las conclusiones de un grupo de expertos, que se reunieron a discutir el tema del desarrollo mundial "un consenso fue obtenido en torno a la necesidad de reducir de manera urgente el astronómico monto de la deuda de los países subdesarrollados".
Claro que una cosa es lo que dicen los observadores y otra la opinión de los banqueros, que son quienes, al fin y al cabo, han puesto la plata. No obstante, todo indica que hay buenas posibilidades de que en futuro no muy lejano se logre llegar a un punto intermedio.
Si eso es así, se habrá recorrido mucho camino desde aquella nerviosa mañana de agosto de 1982, cuando México sacudió a los mercados financieros mundiales con el anuncio de que no podía pagar el servicio de su deuda externa. La noticia, que se constituyó en el comienzo oficial de la crisis de la deuda, fue el abrebocas de una larga lista en la cual se inscribieron prácticamente todos los países latinoamericanos, seguidos por los africanos, algunos asiáticos y unos cuantos del bloque socialista. En cuestión de meses, el tema de la deuda del Tercer Mundo pasó a las primeras páginas de los diarios y se constituyó en el dolor de cabeza de los banqueros.
Sin embargo, a pesar de la gravedad de la situación, en un comienzo se tuvo la convicción de que el problema era solucionable y de que -ante todo- era una cuestión de iliquidez temporal que se podía resolver en un tiempo prudencial. Con base en ese diagnóstico, se reprogramaron las amortizaciones que se vencían en un término máximo de dos años y se adoptaron términos y condiciones de relativa dureza: tasas de interés cercanas a dos puntos porcentuales sobre la tasa Libor, plazos máximos de once años y periodos de gracia de cuatro años. Además, a los países en problemas se les recetó un programa de ajuste con la intervención activa del Fondo Monetario Internacional.
Con el correr del tiempo se vio que ese ensayo no funcionó. Para 1984 varias de las economías que tuvieron éxito en el ajuste, volvieron a caer en crisis cambiarias y fiscales. Deudores tan grandes como Brasil, México y Argentina dejaron en claro que si había un camino, ese no era el indicado.
Frente a esa realidad, se presentó una discusión interna dentro de los bancos, en torno a si la solución aplicada había sido la correcta. Aun que ésta no se definió, si se aceptó que el ajuste requería más tiempo y que las nuevas condiciones de reprogramación deberían ser más favorables para los deudores. Así, se entró en una etapa que se llamó de reprogramación multianual (es decir, se renegociaron los términos de préstamos que se debían amortizar a lo largo de varios años), en la cual los plazos se ampliaron hasta 15 años, el periodo de gracia hasta seis años y la tasa de interés llegó a ser de un punto porcentual sobre la tasa Libor. A pesar de esas concesiones, la idea básica seguía siendo la misma: todo era cuestión de tiempo y de ajuste. Se mantuvo el análisis "caso por caso", se defendió la necesidad de las políticas de austeridad y se mantuvo el rol protagónico del Fondo Monetario Internacional.

SIN ARRANQUE
Ese nuevo intento volvió a fallar al cabo de unos meses. México se encontró en serios problemas y, ante la amenaza de una moratoria, la banca otorgó los términos más favorables en una negociación que se cerró en 1986: plazo de 19 años, siete años de gracia y una tasa de interés de 0.81 puntos porcentuales sobre el Libor. Además se aceptó que el programa de ajuste no podía ser tan duro, e incluso se supeditó el cumplimiento de algunas metas al cambio de condiciones.
Ese primer campanazo de alerta se volvió a repetir a comienzos de 1987 cuando Brasil decidió entrar en moratoria. Por unos cuantos días hubo escalofrios entre los banqueros al pensar en la posibilidad de que los grandes deudores decidieran hacer lo mismo. Para evitarlo, Argentina recibió en forma rápida las mismas condiciones que ya se le habían concedido a México. Pocos meses más tarde, Brasil volvió al redil y firmó una reprogramación en condiciones similares a las de los otros dos grandes deudores.
La crisis brasileña fue lo bastante grave como para recodarle a los bancos que cuando el deudor es grande, el problema es de todos. En el caso de los bancos de los Estados Unidos, la legislación existente obliga a que cuando no se pagan intereses sobre un préstamo, las entidades deben hacer una serie de provisiones al cabo de 90 días. Como consecuencia, la mayoría de las entidades grandes incurrió en cuantiosas pérdidas durante el tiempo en el cual Brasil se mantuvo en moratoria. Esa circunstancia convenció a los banqueros de que había que comenzar a ensayar otras fórmulas, porque la estrategia no estaba resultando.
Pero al mismo tiempo, la crisis brasileña demostró que los bancos están interesados en mantener ciertas relaciones con los grandes deudores, asi éstos se porten mal en otras áreas. Un caso típico fue el de las líneas de crédito de corto plazo, que se utilizan para financiar operaciones de comercio exterior y son especialmente rentables para las entidades financieras. Tradicionalmente, cuando un pais entraba en problemas todo el sistema bancario -en solidaridad- cerraba buena parte de los créditos de corto plazo para presionar así a un arreglo. No obstante, en el caso brasileño eso no sucedió, lo cual demostró que la solidaridad como tal era cosa del pasado.

FORMULAS Y FORMULAS
Todos esos factores convencieron a los banqueros de que el crédito tradicional que se había otorgado hasta esa fecha, debía ser cosa del pasado. Para evitar volverse a tener que complicar con reprogramaciones y pasar sustos como el causado por Brasil, las entidades más grandes adoptaron diferentes métodos para curarse en salud.
El primero de ellos fue el de los esquemas de conversión de la deuda externa por acciones de empresas de los países en problemas. La iniciativa fue ampliamente usada en Brasil, México y Chile, pero tuvo la limitante de que, en comparación con el tamaño de la deuda, la solución no era suficiente.
A ese primer intento siguió el de transferir el riesgo de cualquier préstamo nuevo en cabeza de otro. De tal manera, se obtuvo que el Banco Mundial comenzara a cofinanciar préstamos, dándole garantías a los bancos comerciales sobre la parte aportada por estos. Esa función puede llegar a ser asumida por agencias como los Eximbank de Japón o Estados Unidos (que financian a los exportadores) que pueden otorgar un seguro sobre los créditos que se concedan. Los más agresivos obtuvieron que ciertos países pignoraran ingresos futuros de exportaciones como garantía. Aunque para algunos esa es una manera de ceder la soberanía del país en cuestión, lo cierto es que Chile aceptó el esquema y que Venezuela, durante el segundo semestre del año pasado, intentó conseguir dinero con base en ingresos futuros de ventas de petróleo. Incluso los bancos comerciales que negociaron con Colombia el crédito "Challenger" propusieron un mecanismo similar, lo cual fue rechazado por los negociadores nacionales .
La obtención de garantías ha llegado hasta el extremo como el de entregar las reservas internacionales de un país para obtener préstamos. A pesar de que la práctica crea rechazo debido a las implicaciones que tiene, lo cierto es que un par de naciones latinoamericanas ya han conseguido dinero de esa forma.
La introducción de esas ideas dentro del panorama de la deuda ha llevado a los expertos a concluir que se está viviendo una nueva fase que puede sentar los principios de una solución. Entre otras cosas, ya se ha reconocido que el problema es estructural y no se puede arreglar con políticas de ajuste de corto plazo.


LA REBAJA
Quizás lo más novedoso de todo es el convencimiento de que es necesario reducir la deuda para que los países puedan volver a tener acceso al crédito, pero bajo las nuevas modalidades. Sin que eso quiera decir que hay una aceptación de las tesis radicales de Fidel Castro, los conocedores creen que se puede borrar una parte importante de la deuda (que en el caso de Latinoamérica se acerca a los 400 mil millones de dólares), utilizando los mecanismos del mismo mercado.
Como se sabe, algunos bancos han decidido salirse del problema y han adoptado el camino de vender sus pagarés de deuda con un descuento en el mercado internacional. El precio de éstos varia de acuerdo con el país en particular, pero los expertos creen que el mecanismo puede ser utilizado para que los países recompren su propia deuda con un descuento determinado. El ejemplo típico es el de Bolivia que en marzo de 1988 anunció la recompra de 334 millones de dólares de su deuda con bancos comerciales, al precio de 11 centavos por dólar, con la ayuda tanto de los países latinoamericanos como con la del propio Fondo Monetario.
Ese caso es el que da una luz sobre una solución eventual de la crisis de la deuda. A comienzos de febrero en Washington, los ministros de finanzas del grupo de los siete grandes se manifestaron favorables en principio a la iniciativa. Con el correr de los meses, más y más países se muestran interesados. Colombia, por ejemplo, acordó que una vez se termine el proceso de sindicación del crédito "Challenger" va a diseñar, en asocio con los bancos, una serie de mecanismos para recomprar parte de su deuda.
Claro que eso no quiere decir que falte definir ciertas cosas. Entre otras, existe preocupación de que el mercado acabe premiando a los que mejor se han comportado. En noviembre pasado, por ejemplo, algunos pagarés de deuda de Argentina -un deudor particularmente complicado- se vendían al 20% de su valor nominal, mientras que los de Colombia -un deudor modelo- se transaban a un 56%. Por lo tanto, si el esquema de recompra de deuda se institucionaliza hay que cuidar que los más beneficiados sean los que mejor lo han hecho -como Colombia- y no los que más dolores de cabeza han producido.
Y ese, claro está, no es el único interrogante. Aunque existe un consenso político global y las condiciones en el mercado ya existen, lo cierto es que los bancos no se han puesto de acuerdo entre si. Mientras los bancos japoneses y europeos son ya lo suficientemente fuertes como para poder aceptar vender con un descuento parte de los pagarés que tienen, se cree que los norteamericanos no están preparados, ya que ello les generaría una pérdida que algunos no están en capacidad de absorber.
Ante esa limitante, la decisión está en manos de los gobiernos de los países grandes. Desde ya se cree que tanto los contribuyentes norteamericanos como las entidades mutilaterales y las agencias oficiales de exportación, deberán aportar recursos para que la idea funcione.
No obstante es indudable que el diseño de la solución va a tomar bastante tiempo y trabajo. Por ahora sólo se sabe que el crédito tradicional forma parte ya de la historia y que sólo deudores privilegiados como Colombia podrán tener un acceso especial a éste. De resto, lo que vienen son créditos asegurados y mecanismos nuevos que no se parecerán en mucho a los que existían hace apenas tres años. Los mecanismos de recompra de la deuda deben reducir la carga del Tercer Mundo y en especial la de Latinoamérica, una región que el año pasado tuvo un nivel de desarrollo similar al alcanzado en 1978 y que, tal como todo parece indicarlo, está a punto de recibir una segunda oportunidad por parte de los mercados financieros internacionales.