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¿Reestructurar para qué?

La reforma del Estado tiene cositas buenas, cositas malas y cositas inocuas. Lo que casi no tiene, es estructura.

Luis Carlos Valenzuela*
21 de diciembre de 2003

El problema de la reforma del Estado en curso es que es tan práctica, tan práctica, tan práctica, que es más fácil hallarle eslóganes que fundamentos. Tal vez sea por eso que mientras uno lee los documentos referentes a la "Renovación de la Administración Pública", se le viene a la memoria el último párrafo de la Teoría General de Keynes:

"... las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. En realidad el mundo está gobernado por poco más que esto... Los maniáticos de la autoridad, que oyen voces en el aire, destilan su frenesí inspirados en algún mal escritor académico de algunos años atrás. Estoy seguro de que el poder de los intereses creados se exagera mucho comparado con la intrusión gradual de las ideas...Tarde o temprano, son las ideas, no los intereses creados las que presentan peligros, tanto para mal como para bien".

Es extraño que esta administración, que cuenta en los altos cargos de Hacienda y Planeación, con los funcionarios públicos mejor preparados que ha habido en muchos gobiernos, actúa con lo que se ha ido convirtiendo en tradición en Colombia y es el profundo desprecio por la teoría.

Las reformas del Estado tienen que partir de una definición de qué Estado se quiere; de cuál es la sociedad objetivo. Es un tema aburrido para los medios, pero es un requerimiento fundamental para trabajar. Con norte.

El ya largo desprecio por la teoría (no es característica única de este gobierno) se ha tornado costoso. Basta ver la pugna entre la Corte Constitucional y los demás poderes.

La Corte va a seguir tumbando todo por inconstitucional. La Constitución tiene un modelo de bienestar claro y explícito. Por el contrario, el gobierno hace rato no tiene modelo de bienestar ni explícito, ni claro. La lucha es desigual y la ventaja la tiene la Corte. Irónicamente la tiene por ser más teórica.

La Constitución colombiana en su cuerpo central de concepción de bienestar sigue la doctrina del filósofo americano John Rawls. Esta doctrina establece que mientras la totalidad de la sociedad no tenga acceso a los derechos fundamentales, es prioritario seguir redistribuyendo recursos en favor del segmento más desprotegido, independientemente al efecto de eficiencia que estas políticas conlleven.

La mayoría de los economistas colombianos, particularmente aquellos que han dirigido las políticas públicas, ha sido educada dentro de la más estricta ortodoxia neoclásica. Entendemos el concepto de eficiencia, pero tenemos dificultades con el de equidad. Por eso también tenemos dificultades con la Constitución. Culpa nuestra, no de la Constitución. Como muy bien dijo recientemente un magistrado de la Corte: "No existe inmunidad de la política económica frente a la Constitución".

Una reforma del Estado tiene que partir de subsanar la incoherencia existente entre el marco constitucional y el ejercicio de la política económica. Nos hace más daño un Estado incoherente que un Estado político. Es que los Estados siempre son políticos. Lo que no pueden ser es incoherentes.

De no buscarse esta coherencia seguiremos en ese mezquino mundo de los equilibrios parciales, hablando de la prioridad del Estado Social, pero financiando hidroeléctricas a destiempo con recursos públicos; creando huecos fiscales a punta de exenciones tributarias y solucionándolas con el IVA, que es el impuesto más regresivo posible; considerando que las transferencias de salud y educación son excesivas, pero dilapidando dos billones de pesos al año subsidiando la gasolina al 20 por ciento más rico de la sociedad; considerando que es absurda la solicitud de la Corte de garantizar derechos básicos, pero aplaudiendo la capitalización de Ecopetrol.

El desprecio por lo teórico ha hecho que ese tema tan complejo de "lo social" haya terminado en manos de esa frívola y mediática izquierda colombiana, que explícitamente promueve los desequilibrios macroeconómicos, cuando no hay nada más regresivo y empobrecedor que un desequilibrio macro. Un ejemplo: los últimos 10 años.

La característica de bien público puro de los equilibrios macro ha sido prácticamente imposible de explicar. ¿Pero cómo no va a ser difícil si gobierno tras gobierno se ha negado a hacer algo tan básico como fijar normativamente una restricción presupuestal? Esta probablemente sería la más eficiente y simple de las reformas del Estado. Lo que pasa es que nadie es tan majadero de restringirse a sí mismo. ¿Cómo se va a acabar la fiesta si yo apenas acabo de llegar?

Dentro de este contexto es complejo defender lo estructural de la reforma del Estado. Está demasiado medida en cifritas de despidos, en una dolorosa satanización a ese valioso ser humano que es el funcionario público, y en pírricos aportes al logro de esa visión económica, más mezquina que incorrecta, del Fondo Monetario.

Uno quisiera saber qué tanto esta reforma nos acerca a optimizar esa función de bienestar que hemos diseñado. El problema es que no la hemos diseñado. Esta vez tampoco.

En cuanto a las reformas puntuales, hay cositas buenas, hay cositas malas y hay cositas inocuas.

La primera, probablemente la mejor: Telecom. Frenaron en seco, sin mucho ruido y con un diseño empresarial impecable, lo que estaba al borde de convertirse en la mayor contingencia pensional del Estado. Los resultados son asombrosos. La sola reducción en gastos operacionales del primer año del contrato entre Colombia Telecomunicaciones y las empresas en liquidación es de más de un billón de pesos, con lo que se puede cubrir en su totalidad la amortización anual del pensional. Esto es la reforma fiscal de verdad, no la de tapar huecos en forma regresiva y recesiva.

Entre las cosas buenas está también la creación de la Agencia Nacional de Hidrocarburos independiente a Ecopetrol, que acaba con ese esperpento de un Estado que regulaba un sector acorde con las necesidades y coyunturas de una compañía y no de un país. Por eso era que los presidentes de Ecopetrol tenían esa dificultad de entender que los intereses del país estaban por encima de los de la compañía. Qué pena, pero no son los mismos. Esto indudablemente habla muy bien del Ministro de Minas y del presidente de Ecopetrol.

El Consejo de Estado en fallo reciente ratificó la autonomía que tiene Ecopetrol para hacer las modificaciones necesarias a los contratos petroleros. Este fallo hace explícito que el objetivo de la política petrolera, como bien lo han explicado los funcionarios del sector, en los debates neolaureanistas montados en el Congreso, tiene que mirarse en su contexto macroeconómico. Las herramientas están dadas para que se tomen decisiones radicales en un sector del cual depende la viabilidad económica del país.

Entre las cositas malas está la capitalización a Ecopetrol S.A., a través de la cesión de las reservas petroleras que por Constitución son de la Nación, por varios miles de millones de dólares, a costa de mayores impuestos a ser pagados por todos los colombianos. De facto esta transferencia siempre se hacía. Lo triste es que se haya legalizado una de las más aberrantes rentas de destinación específica de la historia de la hacienda pública.

Para ser franco el decreto que realiza la capitalización, sin mencionar la palabra, está tan bien redactado y tan blindado, que solo queda quitarse el sombrero ante sus autores por su brillante elaboración. Eso sí, no deja de dar un poco de pena el resto del gobierno al cual le metieron un gol olímpico que logrará borrar de la memoria colectiva el de Marquitos Coll en el famoso 4-4 contra Rusia. Esto es aún más legendario.

Cosas buenas también pasan por el lado de los Seguros Sociales, en lo referente a salud, donde el gobierno finalmente decidió decirse la verdad, y era que el Seguro no estaba quebrado por el clientelismo y la politiquería, sino por una razón más poderosa: la ley 100 había herido al Instituto de muerte. El costo no fue alto, si se tiene en cuenta el incremento de cobertura y la progresividad de esta reforma. Simplemente había que aceptarlo y no seguir haciendo el ridículo de rasgarse las vestiduras por el déficit del Seguro en materia de salud.

En la medida en que fuera posible para el ISS ser competitivo, con los costos pensionales que tenía a la entrada en vigencia de la ley 100, lo que tendría que ocurrir es que hubiera unos aportes a la salud por parte de empleados y empleadores que permitieran un desmedido retorno al capital invertido por parte de las EPS privadas. Grave hubiera sido.

El gobierno aceptó que el pasivo pensional era y siempre había sido del Ministerio de Hacienda, lo asumió y dio un segundo paso fundamental que fue romper la integración vertical entre asegurador y proveedor que iba a terminar matando tanto al ISS como a los hospitales. Ojalá cumplan con que el mantenimiento de pagos totales de los costos de los hospitales por parte del ISS sea temporal.

En el temple para hacer efectiva esa temporalidad se medirá cuánto hay de verdad o cuánto hay de retórica en la medida. Si es verdad, y esto se puede creer por la calidad de los funcionarios que manejan el sector, se liberarán recursos, ojalá destinados al Sisben, por un monto cercano a los 300.000 millones de pesos anuales.

Malo, el eterno vicio del Departamento Nacional de Planeación de reestructurarse a sí mismo, pensando que es el Estado y sorprendido de que el Estado no exista. En esta esquizofrenia se le perdió el largo plazo. Su única función.

Una cosa muy buena, aunque no haya entrado en el cuerpo de la reforma ha sido la reestructuración de Emcali, liderada por el Presidente y por la superintendente de Servicios Públicos. Aquí el gobierno dejó de preguntarles a los acreedores qué necesitaban y diseñó un Emcali viable para la ciudad al cual los acreedores o se acogen o convierten sus pagarés en piezas de museo, en la medida en que por el camino que llevaba Emcali no iba a quedar nada. No obstante que este era un problema municipal y no nacional, el sentido de responsabilidad primó sobre lo que cualquier político sensato hubiera hecho y era sacarle el cuerpo a un problema que no era suyo, sino de dos millones de caleños.

Esto va a terminar saliendo y fácilmente puede ser el punto de quiebre de una de las crisis más profundas que ha vivido el país, que es la de Cali. La cuenta de cobro en este caso la tiene el Presidente. Bien ganada.

Cositas inocuas, no tan inocuas. La fusión del Ministerio de Justicia con el del Interior, y el de Desarrollo con el de Medio Ambiente. Esta última no tan inocua en la medida en que está en proceso de destruir uno de los grandes logros de la institucionalidad colombiana en la última década y era el haber constituido la política ambiental en parte fundamental de la noción de bienestar de largo plazo. Los 10 millones de ahorro lo terminarán pagando con creces las siguientes 10 generaciones.

Cositas inocuas. La ley de responsabilidad fiscal, que debió haber constituido la base para la reforma fiscal y terminó siendo una especie de Juan Salvador Gaviota económico, lleno de lindas intenciones, pero sin la menor capacidad institucional de controlar el desangre fiscal.

Cositas muy muy inocuas. Todas las historias de los celulares, el show de los concursos de mérito, los cierres de consulados en Fidji y Bora Bora y la obsesión con los pobres marihuaneros.

Pero más allá de las reformas puntuales, después de leer todos los documentos al respecto uno se queda sin saber qué es exactamente lo que se quiere construir; para qué demonios es que sirve El Estado. ¿Qué es, en versión de este gobierno, esa cosa etérea pero fundamental que los economistas llaman la función de bienestar?

Una de las mejores personas para dar esta respuesta, créamelo señor Presidente, es su Ministro de Hacienda. Pocas personas más inteligentes en este país. Probablemente por eso se han ensañado contra él.

*Ex ministro y consultor privado