De izquierda a derecha aparecen Fernando Álvarez (el Vaquero), Miriam Bautista (la Compañera), Eduardo McKenzie, Silvia Duzán, Eduardo Arias y Enrique Fernández en las oficinas de SEMANA, en una vieja casa de la calle 85 con carrera once de Bogotá. | Foto: Revista SEMANA

HISTORIA

La revista que nació a pesar del poder

Carlos Mauricio Vega fue uno de los ocho periodistas novatos que participaron en el nacimiento de Semana hace 30 años. En estas líneas evoca los momentos de incertidumbre y emoción de los primeros días de esa aventura quijotesca.

Carlos Mauricio Vega*
24 de agosto de 2012

Al principio creí que era una broma.
 
Estaba en la redacción de Cromos. Al otro lado del teléfono había una voz firme, sin rodeos ni preámbulos. ¿Me interesaba en participar en un proyecto para refundar la desaparecida revista Semana? Alberto Lleras Camargo la había fundado en 1947, luego de terminar su primera presidencia. Al volver a la política activa, Lleras se retiró y la revista no sobrevivió. Se cerró en 1960, justo cuando Lleras era de nuevo presidente. Ahora, en 1982, año electoral, el hijo del candidato liberal se proponía exhumar tan prestigioso cadáver. Y dentro del mismo liberalismo había un fuerte opositor a esa candidatura: el mismísimo Alberto Lleras.

La cita tuvo lugar en una casa en ruinas en un callejón solitario ubicado detrás de la estación de Policía de la calle 39, al lado del caño del río Arzobispo. De un escritorio diminuto se desdobló una flaca figura de 1,90 de estatura, de chaqueta clara y pantalón oscuro, sin corbata, peinado de lado como un colegial, con unas gafas retro a lo Clark Kent y una barba corta y negra. Era Felipe López Caballero. Nadie le creía entonces: en medio de una campaña el proyecto tenía tintes de publicación política. Había tomado en arriendo esa casa desbaratada porque el alquiler era barato, sin importarle que antes hubiera sido un burdel. Y desde allí, teniendo como único capital el de sus relaciones personales, había estado dedicado a  hacer un noticiero cinematográfico y una película tan cursi como taquillera: El niño y el Papa.

La credibilidad de Felipe López no era muy alta. Sus  pergaminos hablaban en su contra: había sido secretario privado de su padre, Alfonso López Michelsen, durante su presidencia. Era doble delfín: hijo y nieto de presidentes. Ostentaba grados universitarios ingleses y suizos, pero carecía de cualquier formación o experiencia periodística. ¿Cómo pretendía dirigir un proyecto informativo independiente con semejante cercanía al poder?

No había manera de saberlo entonces, pero Felipe llevaba toda su vida preparándose para ese momento. Desde niño empleaba todo su tiempo libre leyendo revistas: Time, Der Spiegel, The Economist, Newsweek, L'Express, Cambio… El estilo impersonal, fluido y pegajoso con el que los editores de estas revistas conducían al lector a conclusiones, lo cautivó. Su contacto con el mundo de las revistas se limitaba a que durante una estadía estudiantil en Alemania, a los 16 años, se había ganado algunos dineros vendiendo puerta a puerta suscripciones de revistas del corazón. Con el tiempo se aprendió la crónica del periodismo interpretativo: la historia de cómo Henry Luce construyó el imperio de Time-Life. Sin haber escrito una sola letra de periodismo en su vida, Felipe tenía claras dos condiciones del negocio: la credibilidad y la voz narrativa. Para alcanzar la primera era necesario ser independiente. Y para la segunda era necesario no firmar. Así de simple: la revista debía parecer escrita por la misma persona, en estilo y en enfoque.

El dilema de la independencia lo solucionaba con su convicción de que Belisario Betancourt iba a ganar las elecciones. "No creo que mi papá vaya a ser reelegido", le decía a los periodistas que le planteaban tan espinoso interrogante.  Y en cuanto a la voz narrativa repetía: "Nadie firma nada en esta revista". Eran dos mantras que oíamos como si lloviera, porque entonces se creía que el capital de un periodista era su nombre antepuesto al del medio donde trabajaba, y no al revés. Pero con el tiempo, como a la lluvia de Macondo, hubo que hacerle caso.

***

De manera que todo parecía conspirar para el fracaso: la inexperiencia de su creador y las flacas cifras de circulación y pauta de sus competidores: Guión de los Pastrana, Consigna de los turbayistas, Nueva Frontera, escrita íntegramente por el bachiller Cleofás Pérez (Carlos Lleras) y Alternativa, coctel marxista de Enrique Santos Calderón y García Márquez, que acababa de morir por consunción económica. Fuera de ese abanico de política disfrazada de periodismo sólo quedaba Cromos, con sus 70 años de tradición y su estilo entre París-Match y Life.

Si Alfonso López ganaba las elecciones, las malas lenguas dirían que Semana había sido diseñada como recipiendario de la pauta estatal. Si las perdía, se uniría inevitablemente a las filas de la oposición Liberal y su pronóstico de negocio era muy pobre. Su única opción era consolidarse como medio independiente.

Para ello se necesitaba tener un equipo experimentado y Felipe llamó a dos estrellas en el retiro: el editor Eddy Torres, hijo de la histórica activista María Cano, y Hernando Valencia Goelkel, ensayista y traductor. Ambos eran intelectuales del grupo de MITO y habían hecho su servicio militar periodístico en la Semana de Alberto Lleras.

Pero sus laureles no eran útiles para el periodismo de batalla que se necesitaba. Felipe tenía claro el concepto, por eso sabía que tenía mezclarlos con sangre nueva. Todos languidecíamos tejiendo y destejiendo un número cero sin destino ni final en una pequeña oficina oscura y alta que Felipe había alquilado por el momento en la calle 13, a pocos pasos del edificio que lleva el nombre de su bisabuelo, Pedro A. López.

Un día leyó en una Cromos vieja una columna tan convincente como elegante, firmada con un seudónimo. "Este es el tono que necesito", se dijo, y se dio a la tarea de encontrar al periodista que se escondía detrás de esa firma. Resultó no ser otro que Plinio Apuleyo Mendoza, entonces diplomático en París y quien se sorprendió tanto como yo cuando Felipe teléfonicamente le ofreció la dirección de la revista.

Por entonces, unos tres meses antes de la salida de la revista, la redacción se componía de los dos viejos maestros y de ocho jóvenes sin la más mínima formación o experiencia en el periodismo y que provenían de otras disciplinas. El filósofo Pedro Cote Baraibar se iba a encargar del pliego de información cultural. Hoy maneja en México programas de comunicaciones de entidades como la Cepal o la Flasco. José Fernando López, futuro jefe de Redacción y hoy reconocido editor en Estados Unidos, era economista y desembarcaba de la universidad al cargo de redactor especializado. Eduardo Mackenzie era politólogo y su paso por Semana lo habría de proyectar a una vida de academia y análisis en París.  María Elvira Bonilla, después directora de medios y aguda columnista, era una joven filósofa que ambicionaba terminar una novela: Jaulas. Los únicos que teníamos experiencia como reporteros o cronistas éramos Lope Medina, el fotógrafo, y yo, que venía de tres años de escuela en las inapreciables manos de Guillermo Cano, en El Espectador.

Lope Medina había sido heredado de Alternativa a Semana junto con los escritorios, las máquinas de escribir Remington portátiles y la gerente comercial, Rosa Dalia Velásquez, que Enrique Santos le había vendido en paquete después de la quiebra de su revista.

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Bajo la égida de Plinio, todos parecíamos confirmar la idea de que el periodismo no es una disciplina académica que se estudia sino un oficio que se aprende.

La colaboración entre Plinio y los dos maestros Valencia y Torres duró menos que un suspiro, y pronto el 'kínder de Plinio', como habría de llamárselo, quedó sin contramaestres y en manos de su apasionado y colérico capitán. Aún no habían llegado Eduardo Arias, biólogo y perpetrador de un memorable periódico contracultural, Chapinero. Ni Sylvia Duzán, asesinada ocho años después cuando hacía un documental para la BBC sobre la violencia. Ni Ana Mercedes Vivas, poeta metida a periodista cultural, ni María Elvira Samper, filósofa y por entonces presentadora de programas educativos, ni Myriam Bautista, ni Laura Restrepo, también filósofa, que por entonces se debatía entre el periodismo testimonial sobre el M-19 y su vocación secreta de novelista. Poco tiempo después llegaría Mauricio Vargas, quien venía de El Heraldo de Barranquilla,  donde se había consagrado como una revelación a los 26 años.

Faltando algo más de un mes para las elecciones presidenciales de 1982, la salida de la revista era un misterio. Estratégicamente había que salir o mucho antes o mucho después de las elecciones. Animado por Plinio, Felipe decidió lanzarse al agua cuatro semanas antes de la votación. Era la oportunidad para mostrar una posición periodística equilibrada y un talante empresarial hacia el futuro.

Con las elecciones encima y un número cero deshilachado, Felipe se encerró a preparar la delicada información política para los cuatro primeros números. Su estilo de trabajo era bastante peculiar. Nunca ha escrito con un teclado: dicta, redacta a seis manos, revisa y rehace la estructura de cada artículo, dándole un norte según lo que él llama el "plot" del asunto. Como en esa época no había copy paste, era necesario ir a su oficina con una máquina portátil, papel, tijeras y una buena dosis de pegante para rearmar los párrafos una y otra vez. De esa manera Felipe participó durante los primeros años de la revista en la elaboración del 99 por ciento de las historias de portada de Semana. Durante 30 años ha producido infinidad de artículos sin haber nunca tocado el teclado de una maquina de escribir o de un computador.

Finalmente llegó la semana del lanzamiento. Un informe sobre terrorismo que apenas habíamos estado boceteando Plinio y yo, tuvo que hacerse realidad en dos días. "Terrorismo: ¿qué hay detrás?", era el tipo de inquietud que Plinio quería plantear al lector, al estilo del semanario francés Le Point, La revista tuvo gran resonancia y fue un éxito comercial también: llevaba por lo menos 30 avisos pagados en un paginaje de 98.

Pero sin duda alguna la prueba de fuego fue en la semana de las elecciones. Felipe daba por segura la victoria de Belisario Betancourt, y Plinio ya se estaba inclinando por esa teoría. Se decidió por lo tanto escribir un artículo de portada. Para Plinio el tema era espinoso pues el derrotado sería el padre del dueño de la revista. Por eso se decidió que sería escrito a cuatro manos entre Plinio y Felipe. El resultado fue un análisis profundo, desapasionado y objetivo, cuya versión final sorprendió tanto a Plinio como a los lectores. Ese criterio de independencia y neutralidad marcó el talante periodistico que desde entonces no ha abandonado a Semana.

Pero Felipe no había inventado nada: apenas había traído a Colombia un estilo creado por Henry Luce a principios del siglo XX. Y había seguido las normas de estilo y calidad del primer dueño de la revista, Alberto Lleras. Era como acabar con el efecto adormecedor del Frente Nacional, que parecía haberse inoculado en el periodismo. Con Semana cambió todo eso.

Tal vez Felipe no vino a entender la dimensión de su quijotada sino 25 años más tarde, cuando le dieron el premio Simón Bolívar por vida y obra. Esto no solo lo sorprendió a él sino a su padre. El expresidente, que no leía revistas, no le había puesto mucha atención a la publicación de su hijo. Y no salió de su asombro de verlo entre los decanos de la prensa nacional. Paradojicamente, López Michelsen se ganó ese mismo premio diez años después que su hijo menor.

Ese día se probó que la apuesta de Felipe de que el Partido Liberal perdería las elecciones de 1982 había sido buena tanto para él y como para su padre. Alfonso López pasaba a la historia sin el desgaste de un segundo mandato (sin Palacio de Justicia, ni Armero, ni fracasado Proceso de Paz a cuestas) y Semana se consolidaba como un medio líder de opinión, que continúa creciendo al contrario de sus similares norteamericanos, Time y Newswek, agónicos en un mundo de internet.
 
* Periodista y editor, redactor de Semana entre 1982 y 1984. 

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