Desde muy temprano quedó claro que SEMANA tendría que ser parte de la conciencia crítica en un país imperfecto, que buscaba a veces con éxito, a veces fracasando, el camino hacia la modernización y la convivencia

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SEMANA: testigos del cambio

A pesar de todos los problemas y flagelos que aún subsisten y de la sangre derramada, Colombia sí ha cambiado.

Alejandro Santos Rubino*
25 de agosto de 2012

En 1982, cuando nació la revista SEMANA, era difícil imaginar cuánto cambiaría el mundo, el país y la sociedad en estas tres décadas.

El premio Nobel de Literatura otorgado a Gabriel García Márquez puso a brillar a Colombia en el escenario internacional como una nación orgullosa de sí misma, de sus historias, de su cultura. Las calles estaban tapizadas de palomas de paz. El país parecía ponerle freno a un desangre inminente, con la premisa de negociar la paz antes que profundizar la guerra. La violencia política parecía cosa del pasado, cicatrizada por el Frente Nacional, y los males de la exclusión política curados a su vez por la recién estrenada elección popular de alcaldes y gobernadores.

En sus primeras ediciones, SEMANA, que había nacido en el seno de las corrientes modernizadoras, registraba no sólo esa nación esperanzada, sino que, cumpliendo con el papel ingrato pero –siempre necesario– que tiene el periodismo de ser un ‘aguafiestas’, advertía sobre las crecientes mareas subterráneas que amenazaban con desbordarse: escándalos de corrupción en el Estado y el sector privado; graves violaciones de derechos humanos, y la irrupción del narcotráfico, con toda su carga de violencia y compra de conciencias.

Desde muy temprano entonces quedó claro que SEMANA tendría que ser parte de la conciencia crítica en un país imperfecto, que buscaba a veces con éxito, a veces fracasando, el camino hacia la modernización y la convivencia.

Por lo menos tres generaciones de periodistas han tenido que buscar la verdad en medio de una dialéctica compleja que va de la esperanza al derrotismo. Han tenido que mantener el equilibrio, la profundidad y la capacidad de interpretar situaciones tan complejas como el narcoterrorismo que puso en jaque al Estado y al país a finales de los ochenta. Darle la justa medida a eventos que cambiaron toda la arquitectura del Estado como la Asamblea Nacional Constituyente, o ser testigos objetivos de los avatares de procesos de paz como los del Caguán y Ralito; de episodios de guerra tan brutales como la Toma del Palacio de Justicia, o del imperio de la barbarie que se vivió con la escalada de masacres de las AUC o los secuestros cometidos por las Farc.

En muchas ocasiones la revista ha sentido cómo los gobiernos se incomodan al extremo con sus investigaciones sobre episodios tan traumáticos y aleccionadores para el país como el proceso 8.000 o las chuzadas del DAS, o el escándalo de la parapolítica que muestra hasta dónde podían llegar los tentáculos del paramilitarismo.

Hacer un recorrido por las páginas de SEMANA, de sus 1.581 ediciones, es acceder al testimonio de primera mano de un país que ha luchado por modernizarse y que a pesar de todos sus problemas y de los flagelos que aún subsisten, lo ha logrado.
Colombia ya no es el país de 1982, que se hacía ilusiones fáciles con la paz. El país, y por supuesto el periodismo, han aprendido a conocer las dinámicas de la guerra, y a diferenciar retórica de estrategia. Tenemos una sociedad más educada, más deliberante, una sociedad civil organizada en miles de ONG, en partidos y movimientos que no se deja silenciar y que se manifiesta tanto en las elecciones como en las calles, o en los tribunales, y que ha hecho una enorme contribución a la defensa de los derechos y libertades.

También ha habido signos de movilidad social y política. Hoy las mujeres son más protagónicas, sectores independientes como los que representan por ejemplo Antanas Mockus o Sergio Fajardo han gobernado importantes ciudades y regiones, y juegan en las grandes ligas por la presidencia. Algo impensable hace 30 años. Y la izquierda, a pesar de su mal momento y de la maldición que ha significado la sombra de las guerrillas en su ejercicio político en estas décadas, ha logrado conquistar un espacio como tercera y en ocasiones segunda fuerza con opción de poder.

La sociedad secular y laica ha ganado batallas nada fáciles como la del aborto y los derechos a la diversidad sexual. Un país en el que a pesar del conflicto armado, los indígenas son protagonistas de su historia; en el que las regiones lograron autonomía, y en el que la libertad de expresión sigue siendo un valor apreciado por las mayorías.

Todo este proceso de modernización ha sido traumático. En Colombia, contrario a lo que se dice, no es que la modernización haya sido violenta; sino que la violencia ha sido la gran talanquera para la modernización. Siguen vigentes los lastres que ya eran visibles en 1982: las mafias que se reproducen como la mala hierba en las regiones; el conflicto armado que se ha degradado tanto que ponerle punto final es una tarea mil veces más difícil que hace 30 años; la corrupción se hizo endémica en todos los niveles del Estado, incluida la Justicia; y la desigualdad y la pobreza siguen siendo la gran vergüenza que arrastra Colombia.

En 1982 el mundo también era mucho más previsible. Llevaba décadas dividido en dos grandes campos, el socialista y el capitalista. Se extinguían las guerras de liberación nacional, cuya estela revolucionaria había llegado a Centroamérica. En todo caso, Estados Unidos se alzaba con la hegemonía en el continente. En pocos años el socialismo se había derrumbado, llevándose consigo unos cuantos países; las guerras étnicas, que se creían cosa del pasado, resurgieron con nuevos genocidios; el mundo árabe ha emergido como un nuevo escenario de conflictos; y más sorprendente aún, Europa, Estados Unidos y el propio capitalismo están viendo temblar los cimientos de su sistema.

Pero si algo ha cambiado en estas tres décadas ha sido la sociedad. En las fotos que se observan de aquellos tiempos, pueden verse a los periodistas escribiendo sus reportajes en lustrosas máquinas de escribir cuyo tecleo, y olor a tinta, eran parte del oficio, tanto como el papel, los libros, y el voceador. Ni en los más audaces pronósticos del mundo periodístico estaba que antes de ver morir el siglo XX ya habría muerto todo aquello. Los computadores, el internet, y las redes sociales hicieron que el periodismo no pusiera a temblar a todo el mundo, sino que temblara él mismo.

SEMANA ha sabido entender que la tecnología es un soporte necesario. Por eso sus mayores esfuerzos hoy están invertidos en los contenidos de nuevas plataformas como internet, tabletas, móviles y redes sociales, que vuelve a unir contenido con forma y que hace de la lectura una nueva experiencia.

Pero SEMANA también ha entendido que la única columna vertebral que sostiene al periodismo sea cual sea la época, y sea cual sea la tecnología, sea cual sea la generación de reporteros, es su aporte a la verdad. Informar con profundidad, desde una ética de lo público y que antepone al ciudadano y la democracia como valores supremos. Y por supuesto, desde un pensamiento crítico e independiente. Un periodismo con carácter, como corresponde a una publicación de 30 años, que ha sido testigo de un mundo, un país y una sociedad dura, sufrida, pero al mismo tiempo talentosa, luchadora y entusiasta.

Interpretar, analizar, comprender y narrar con criterio y sensibilidad esa realidad cambiante, incluso cuando otros no la ven cambiar, ha sido nuestra tarea en estos años, y lo será mientras vivamos.
 
*Director revista SEMANA

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