Pablo Escobar coronó la entrada de la Hacienda Nápoles con la avioneta en la que transportó su primer cargamento de coca a Estados Unidos.

NARCOTRÁFICO

Tiempos traquetos

El narcotráfico cambió para siempre la nación: intervino en la justicia, la economía, la política, la tenencia de la tierra y hasta en la naturaleza del país y la estética de los colombianos. Y ahí seguimos.

Enrique Santos Calderón
25 de agosto de 2012

Cuando sale en 1982 EL primer número de SEMANA, ya el narcotráfico lleva tiempo haciendo estragos en la sociedad colombiana. Ya, en ese mismo año, hay más de 20.000 hectáreas de coca sembradas en Guaviare y Vaupés, y se estima en 30.000 millones de dólares el valor de la cocaína que entrará a Estados Unidos.

Desde ese entonces ya se plantea, también, que la ‘guerra contra la droga’ solo serviría para encarecer el producto, volver más lucrativo el negocio ilegal y más poderosas a las mafias que lo controlaban. Así fue, y un país entre incauto y deslumbrado con aquellas fortunas emergentes no se dio cuenta de lo que le corría pierna arriba. Lo peor estaba por venir.

Dos años después, en abril de 1984, se produce un hecho que parte en dos la historia de Colombia y desencadena la ‘narcoguerra’: el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla ordenado por Pablo Escobar Gaviria, el tenebroso cerebro del Cartel de Medellín. El mismo cuya figura hoy encabeza los ratings en la televisión nacional y vende álbumes callejeros como pan caliente en su ciudad natal.

El joven ministro se había convertido en un crítico insobornable de los ‘dineros calientes’ y su asesinato es el más frontal desafío imaginable lanzado al Estado por una mafia narcotraficante. Pero fue apenas el primero de muchos magnicidios. Luego vendrían los de Guillermo Cano y Luis Carlos Galán, amén de exministros, magistrados, procuradores, generales, congresistas, periodistas, gobernadores y otros.

La arrogancia criminal y el poder corruptor de los carteles de la coca les hizo pensar que podían avasallar al Estado y doblegar a un país. Casi lo logran con su implacable fórmula de ‘plata o plomo’, repartida de manera generosa o implacable, como fuera, donde fuera y a quien fuera.

Fui en esos años editor dominical y columnista de El Tiempo y el recuerdo de aquella pesadilla de sangre, terror y muerte aún me produce escalofrío. No es fácil describir el clima de intimidación que creó la mafia con sus asesinatos selectivos y atentados dinamiteros. Informar o comentar el tema del narcotráfico era sentir la presencia, muy cercana, casi que respirando en la nuca, de un Pablo Escobar o de un Rodríguez Gacha, empeñados en imponer una dictadura de miedo y silencio sobre la sociedad y los medios. Tal era su delirio de poder.
 
De la ética a la estética

Los últimos 30 años de historia de Colombia están marcados por el sino fatal del narcotráfico. El más arrollador negocio ilegal del mundo contaminó todas las esferas de vida nacional. Afectó desde la ética hasta la estética de los colombianos. Para no hablar de la política, la economía y las instituciones. En el momento en que aparece SEMANA, este país ya era símbolo de mafia y droga, y comenzaba a ser sinónimo de ‘narcodemocracia’. Estigma duro de llevar y del cual, pese a todas las batallas y a todos los mártires, aún no logramos librarnos. Complicado, cuando se sabe que 11 de los últimos 12 presidentes del Congreso, pilar de la democracia, han sido investigados por parapolitica (cuatro condenados, siete en preliminares y uno absuelto).

En los años ochenta y noventa la reacción de la sociedad y del Estado contra el avance mafioso genera una guerra sucia que deja un largo reguero de cadáveres ilustres y miles de víctimas inocentes. Fumigación de bosques y selvas; extradición de capos de la droga; explosión de bombas en aviones, edificios y mercados; magnicidios y masacres son parte de la cuota de sacrificio de Colombia en la lucha contra un mal que -en parte como resultado de la misma- no tardó en trasladarse al resto del continente.

El fenómeno del narcotráfico tuvo en esas décadas dos puntos de quiebre. El primero fue el asesinato de Guillermo Cano en diciembre de 1987, que produjo un hecho histórico que parece olvidado: la primera reacción colectiva de la prensa, que decretó una ‘huelga de silencio’ de 24 horas. Colombia estuvo día y noche sin periódicos, sin radio y sin televisión. Era la forma de comunicarle a la sociedad lo que significaba que silenciaran a plomo las voces que la defendían. Este apagón informativo fue seguido por otra crucial decisión de los principales medios, entre ellos, cómo no, El Espectador: la divulgación simultánea, durante semanas, de investigaciones y denuncias conjuntas sobre los carteles de la coca. Fueron hechos sin precedentes en América Latina (y que yo sepa en el mundo), que constituyeron un claro mensaje a la mafia de que no amordazaría a la prensa.

El segundo quiebre lo produjo año y medio después –en agosto de 1989– otro magnicidio, aún más desafiante: el de Luis Carlos Galán, el más valioso líder político que tenía Colombia. La indignación nacional que desató este crimen alimentó los fenómenos que condujeron a la Constitución del 91, a la creación de entidades como la Fiscalía y a que el país se dotara mejor para enfrentar los estragos del crimen organizado.

Vinieron entonces la muerte de Escobar, la extradición de los Rodríguez Orejuela y el desmantelamiento de los dos grandes carteles. Pero no del narcotráfico como tal. Aunque sin la arrogancia de poder de antes, siguió boyante y por todos lados brotaron minicarteles. Sobraban candidatos para el negocio y a capo preso, extraditado o muerto, brincaban los remplazos: don diegos, don bernas o don marios; cuchillos o rastrojos, mellizos o urabeños. Caudillos de grotesco nombre o bandas criminales con ropajes políticos, todos caras de la misma moneda. Expresiones de la misma economía ilegal de la droga, que aquí ha tenido todos los rostros y mutaciones imaginables.

Con agravantes que no se dan en ningún otro país: guerrilla, paramilitarismo y un conflicto armado interno de medio siglo. El narcotráfico se volvió el combustible financiero de esta doble maquinaria de guerra y, a partir de mediados de los noventa, fue fundamental en la expansión de ‘paras’ y guerrillas. Determinante, además, para que experimentos de paz como los del Caguán o Ralito fueran insostenibles en el tiempo. Todo esto le da variables únicas al problema colombiano. La violencia que hoy vive México, por ejemplo, es más puramente mafiosa y de guerra entre carteles.

Tal vez el mérito de Colombia es que ha enfrentado su singular fenómeno de violencias cruzadas sin poner en jaque la institucionalidad, ni echar por la borda la democracia. Muchos extranjeros se asombran de que en medio del salvaje narcoterrorismo que padecía el país, los colombianos se dieran una Constitución tan garantista, en lugar de optar por salidas más autoritarias. El anhelo de paz de la gente, y el hecho de que se estuviera negociando al mismo tiempo la desmovilización del M-19, el EPL y otras guerrillas menores como el Quintín Lame o el PRT, explican esta aparente paradoja.

La guerra contra los carteles, la cuota de sangre derramada, la forma como el Estado ha enfrentado al crimen organizado suscitan hoy respeto y admiración internacionales. Pero eso no nos ha salvado de los devastadores impactos del narcotráfico sobre el tejido social y cultural de la nación.
 
Y lo dejaron solo

En un país desigual y jerarquizado, la dinámica del narcotráfico ofrece a los pobres del campo y la ciudad oportunidades que la economía formal no logra. Es factor de movilidad y democratización del ingreso, por incorrecto que suene.

Al mismo tiempo, produce un evidente trastrocamiento de valores: desprecio absoluto por la vida ajena, creciente culto del dinero fácil. ¿Qué tal la figura del ‘traqueto’ convertida en glamuroso prototipo de éxito social y tema cada vez más frecuente de novelas, películas y programas de entretenimiento masivo? No son casuales los altos ratings de series de televisión como El cartel de los sapos, La reina de la mafia, o del que hoy bate récord de sintonía sobre el más siniestro criminal de nuestra historia, cuyo nombre le resulta más familiar a los colombianos que el de Simón Bolívar o García Márquez.

La morbosa fascinación que ejerce la figura del gángster no es, por supuesto, exclusivamente colombiana: ¿cuántas películas no ha producido Hollywood sobre Capone, Dillinger, Luciano y demás delincuentes célebres made in USA? Pero otra cosa es la progresiva ‘traquetización’ de un país, que es lo que temo nos puede estar pasando. El despliegue mediático que generó el reciente caso de Fritanga, capturado en medio de su fastuosa boda, es apenas el último vistoso episodio de este fenómeno. Ese mismo día, 4 de julio, los medios divulgaron que se abría el caso formal contra el coronel Santoyo en Estados Unidos; que Chupeta entregó una extensa lista de altos sobornados civiles y militares; que el muy procesado senador Martínez Sinisterra manipuló la elección del gobernador del Valle; que miembros del Ejército cayeron con 600 kilos de cocaína que transportaban para los urabeños; que la Corte Suprema investigó a la expresidenta del Congreso Dilian Francisca Toro por presuntos narconegocios…

Todo eso, y algo más, fue registrado esa semana por semana.com en un artículo bien titulado como ‘Un día en la vida narco’. Imposible una radiografía más desoladora de lo que sigue pesando el narcotráfico en la vida colombiana a 30 años de fundada esta revista (para no hablar del número de portadas que en sus primeros números le dedicó a don Pablo Escobar).

Y si faltaran cifras actuales, ahí están las que soltó el 26 de julio la presidenta de Asobancaria, María Mercedes Cuéllar, sobre el flujo económico que genera en el país el solo tráfico de cocaína: 13,6 billones anuales, que equivalen al gasto público en policía y justicia. “Con esa plata se puede comprar a todos los policías y a todos los jueces, y todavía sobra”, fue el lúgubre comentario de la vocera de los bancos. Entidades que, dicho sea de paso, han sido instrumento predilecto para blanquear dineros. “No hay un solo banco en el mundo que no haya sido penetrado por dineros de la mafia”, le dijo hace un mes a The Financial Times el exdirector de la Oficina de la ONU Contra la Droga Antonio Costa.

Consuelo de tontos es que todo esto sea mal de muchos, o que en México o Centroamérica los estragos del narcotráfico sean hoy peores que acá. Flaco consuelo son también los periódicos anuncios de ‘nuevas estrategias’ en la guerra contra la droga. O los falsos partes de victoria que siempre acompañan a esta trágica batalla perdida. Uno de los más célebres es el que hace diez años soltó el entonces ministro del Interior del gobierno Uribe, cuando le comunicó el país que no quedaba una sola hoja de coca en el Putumayo.

Capítulo aparte merecería la devastación ecológica de Colombia, lo que ha significado el infernal ciclo de deforestación-siembra-fumigación-resiembra, que ha destruido más de 2 millones de hectáreas de bosque y selva virgen en los últimos 30 años, según Simci-ONU. Hay que preguntarse, pensando en los nietos, qué le espera a un país que sacrifica su naturaleza en aras de un objetivo irrealizable y en buena medida impuesto.

Y así podríamos seguir y seguir. Lo cierto es que hasta ahora, entre todos los mandatarios latinoamericanos que reconocen el fracaso, y hablan y hablan de encontrar otras salidas, el único que ha dado un paso en serio es el presidente de Uruguay, José Mujica. Este viejo exguerrillero convertido en sabio, sagaz y respetado gobernante lo dijo con toda claridad: “estamos perdiendo la batalla contra las drogas y el crimen, alguien tiene que dar el primer paso”. Él lo dio, al anunciar un proyecto para legalizar en su país el consumo y venta de marihuana. Y lo dejaron solo.
 
Las cifras del crimen
 
Los casos de homicidios cometidos por el narcotráfico alcanzaron picos impensables. En los años noventa se registraron cifras similares a las de un país en guerra.
 
» El Cartel de Medellín está vinculado con el asesinato de cerca de 10.000 personas.

» La cifra de policías asesinados se acercó a 1.000 cuando Pablo Escobar ofreció 2 millones de pesos por cada uniformado muerto.

» En 1991 la tasa de homicidios en Medellín fue de 381 casos por cada 100.000 habitantes.
 
» Hubo alrededor de 7.500 asesinatos, 500 de ellos fueron policías que mandó a matar directamente Pablo Escobar.

»En 1992 hubo más de 27.000 muertes violentas en Colombia.
 
*Excolumnista y exdirector del diario El Tiempo

Noticias Destacadas