El primer negocio de Arturo calle fue un local de ocho metros cuadrados en San Victorino. Le costó 17.000 pesos. | Foto: Daniel Reina

CRÓNICA

Un rey Arturo de la calle

Retrato de un empresario poco común, que en estos 30 años construyó un imperio sin pedir dinero prestado.

Roberto Palacio*
25 de agosto de 2012

Piso 11. Imagine una tienda de Arturo Calle pero sin ropa: rebosante de identidad corporativa, descomplicadamente elegante. Camino con una asistente a lo largo del corredor que lleva a la oficina de Presidencia; no hay lujos aparte del tamaño y algunos bronces que no alcancé a ver si eran imitaciones de las Bailarinas de Degas o las Bailarinas de Degas. Nos detenemos frente a una puerta que no lleva nombre y desde el fondo de una oficina enorme y meticulosamente ordenada, que da sobre los cerros de Suba, me observa por un instante un hombre impecablemente vestido de azul de unos 70 años. Me hace pasar sin dejar lo que está haciendo. Solo al sentarme me percato de una música diminuta y suave que sale de algún lado interrumpida ocasionalmente por 'noticias para ejecutivos'. En ese instante, frente a su creador, me alegré de haberme puesto mis pantaloncitos buenos Arturo Calle.

Una secretaria me trae un tinto mientras don Arturo se desocupa. Verlo trabajar por un rato fue una revelación. Si lo tuviera que describir en una sola frase, diría que Arturo Calle es un paisa dueño de almacén que se sienta en la trastienda con la puerta abierta y la radio prendida llevando minuciosamente la contabilidad. Con el mismo tono imperturbable y en un estado de concentración zen despacha todo tipo de cosas por igual: revisó una propuesta de cambio de precios, le pasaron una tarjeta para sentarse en un interminable congreso de responsabilidad social y aún así pidió que lo comunicaran de inmediato, y por último, para dejar las cuentas cuadradas hasta el dedillo, ordenó que le trajeran un recibo de agua de no sé qué local que era de setenta mil y pucho de pesos. Antes de poder musitar, otra empleada llegó con el recibo y don Arturo, en el colmo de la pericia, sin mirarlo, sumó los montos de agua, alcantarillado y aportes, y le dio la sorprendente suma de setenta mil y pucho de pesos. Sus dos asistentes se llevaron el papel para seguirlo estudiando.

Todo lo respondió con el mismo tesón. Si le hubieran llevado un cupón de hamburguesas hubiera sumado los precios de los combos. Esta pequeña anécdota tal vez revele el tamaño de su 'igualitarismo': por algún error del conmutador, en medio de la entrevista le pasaron la llamada de una señora que preguntaba por algún precio insulso -¿una camisa? ¿una falda? -, y don Arturo, como el contador de la trastienda que se para y atiende, la orientó sin decirle con quién estaba hablando. Fue como ver a Bill Gates cotizando un teclado.

Yo estaba decidido a no hacerle otra sonsa entrevista como para tabloide empresarial. Tocaba comenzar, sin embargo, por las de rigor, y sacar del paso el tema del dinero me pareció lo mejor. Pero demostró ser más interesante de lo que imaginaba: para Arturo Calle el dinero es como el vino añejo; su fórmula secreta es el tiempo y la paciencia. En nada hay atajos. Me hizo entender que lo que más perjudicó a Colombia en los ochenta fue que nunca antes había visto hacer dinero tan rápido; era un vino madurado a los balazos y así no vale. Cuando se explayó en la respuesta me suelta este lingote que da una idea de su responsabilidad: "Las utilidades fuera de lo normal no son transparentes, y donde 25 millones de personas son pobres, encarecer a punta de ambición no es justo. Hay que saber en qué país se vive".

Es un hombre que en su vida solo ha pedido prestados 4.000 pesos, que le faltaban para completar 17.000 y poder comprar su primer negocio: un local de ocho metros cuadrados en San Victorino. Si don Arturo supiera lo que a mí me ha tocado pedir prestado, pensé. Cuando demolieron ese local, al mejor estilo paisa se 'envalentonó' y compró un almacén más grande. Luego le puso su nombre a la empresa; hoy cuenta con 150.000 metros cuadrados para seguirse 'envalentonando'.

El pasado no fue necesariamente mejor: hace 54 años llegó a Bogotá, que era una ciudad más cortés, recuerda; pero hoy hay una explosión de marcas y de consumo inimaginables en ese entonces. Le pregunto cómo se sumó a ese crecimiento, y me contesta: "En arriendo, al debe, nadie se hace rico", dice con toda claridad. Aún así, no le pude sacar una sola palabra contra el sistema financiero. Me explicó su posición frente a los bancos con un estribillo de la fallecida abejita Conavi: "Arturo Calle quiere a los bancos, los bancos quieren a Arturo Calle". Pero si lo ponemos en estos términos la cosa es diáfana: prefiere toda la vida una compañía que haga computadores a un computador que haga compañías.

Me sorprendió que a alguien tan sencillo le gustara la ropa. Pero rápido me aclaró: le gusta la ropa, no las marcas. Cuando le recordé que para Giorgio Armani había sido una gran decisión ponerle su nombre a sus prendas, me dijo en antioqueño: "Ahhhh, yo no pensé tanto eso. Aproveché que tenía un nombre común: Arturo, como el rey Arturo… y Calle, ¿a quién se le olvida el nombre de uno pisando calle todo el día, pisando el apellido? Pensé en un rey Arturo en la calle".

De alguna manera que no puedo explicar, Arturo Calle es lo más noble que ha producido el colombiano de a pie. Y sí, caí en el cliché de pedirle que me dejara ver la marquilla de su saco. No solo me la mostró, en algún momento que no pude precisar -tiene un estado físico formidable- me estaba meneando uno de sus zapatos en la cara, y si no es porque volvió a entrar la asistente estaba decidido a mostrarme la marquilla de sus calzoncillos. No hace falta decirlo: es una afirmación de su empresa. El primero que debe defenderla en una justa es él, el rey Arturo.

Pero la marquilla siempre está escondida; le recordé que las finísimas camisas Borelli llevan la etiqueta dentro del cuello, oculta, y en voz baja me confesó todo lo que repudiaba la ropa llena de vallas publicitarias, que lo hace a uno verse como un corredor de Fórmula 1: "Unos animales enormes pegados en la solapa, unas letras que bajan por la manga… ¿Acaso les están pagando por llevar esa publicidad?". De hecho, todo lo que le regalan con marcas lo guarda y lo regala de nuevo. Lloró de la risa al recordar que un maletín de marca que le habían regalado lo guardó por un tiempo y lo volvió a regalar a la misma persona por error. Yo me reí y se me empañaron las gafas de pensar que ese maletín costosísimo debe seguir empacado.

Sin lugar a dudas, lo que más me impresionó de la hora que pasé con Arturo Calle es que le escuché una frase que solo se le había oído a un extranjero. A Luciano Pavarotti en 2010, cuando de algún medio le preguntaron si temía venir a Colombia. "¿Por qué?", preguntó, "si yo quiero a todos los colombianos". Y lo dijo de una manera en que no podía sino creérsele. Yo no pensé que un colombiano la pudiera decir, y menos un empresario. Pero don Arturo me la soltó tan clara como el día: "¿Cuántos colombianos son, 45 millones? Yo quiero a todos los colombianos". Y a diferencia de la declaración de la abejita Conavi, me la dijo de tal manera que no podía sino creérsele. La clave me la había dado él mismo y lo decía la leyenda: el rey Arturo y la tierra son uno.
 
* Escritor. Autor de los libros Sin pene no hay gloria y Pecar como Dios manda.

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