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MUNDO

Una noche negra, roja y amarilla

Y por fin apareció el titular histórico: 'Alemania Oriental abre sus puertas'. La caída del Muro en 1989 cambió el mundo. El desafío de unir a sus pueblos, sin embargo, permanece.

Heribert Prantl*
25 de agosto de 2012

El antiguo director de mi periódico siempre tuvo un buen olfato. Solo una noche lo defraudó. Y ello precisamente en la noche de todas las noches, en la histórica noche roja, amarilla y negra. Aquella noche nos encontrábamos todos en la redacción del periódico, en el quinto piso del antiguo edificio en el centro de Múnich, con nuestros ojos incrédulos y desconcertados puestos en la pantalla del televisor. Vimos cómo Günter Schabowski, miembro del Politburó de la República Democrática Alemana (RDA), revolvía torpemente en sus papeles, decía algunas palabras confusas sobre la apertura de la frontera, y cómo minutos más tarde los primeros hermanos y hermanas bailaban sobre el Muro de Berlín. Ningún soldado a la vista, ningún tanque. La gente cruzaba simplemente del Este al Oeste, reía y cantaba.

Un colega murmuró algo sobre “el fin de la RDA”. Pero fue rápidamente reprendido por el director, quien dijo que debíamos evitar cualquier “conclusión prematura por parte del periódico”, pues él conocía bien al SED (Partido Socialista Unificado de Alemania) y su “propaganda desmesurada”; al fin y al cabo había nacido en Berlín, con la zona soviética siempre a poca distancia. Lo cual quería decir que no todo lo que veíamos era real, ante todo cuando provenía del Este, de un país socialista-comunista.

A pesar de esta reconvención, la Süddeutsche Zeitung apareció el 10 de noviembre de 1989, tras consultarlo con el corresponsal en Berlín Oriental Albrecht Hinze, con el titular histórico: “La RDA abre las fronteras”. Era el inicio –pero no lo sabíamos aún­– de la Reunificación Alemana. Era el inicio del final –pero no lo sabíamos aún– de la división europea. Era el primer paso –pero no lo sabíamos aún– hacia la abolición de todas las fronteras dentro del continente europeo, el primer paso hacia una enorme Unión que hoy comprende 27 Estados y 500 millones de personas. Era la noche del renacimiento de Europa, la noche de la finalización definitiva de la Segunda Guerra Mundial y de la posguerra, era el ingreso al nuevo futuro de Europa, aunque con nuevas y muy diferentes dificultades. Actualmente Europa tiembla de nuevo, pero ya no por ser demasiado débil, sino porque sus países tienen fuerzas diferentes y porque aún no hemos alcanzado un buen equilibrio. Pero en aquel entonces este tipo de dificultades eran aún lejanas, inimaginables.

Hasta aquella noche la posguerra alemana había sido una nueva versión de la historia bíblica de Caín y Abel. Los hermanos enemigos del Este y el Oeste se acechaban mutuamente, envidiosos y desconfiados. Cada uno de los dos miraba con repugnancia al otro, cada uno contaba con una ofensa del otro. Uno consideraba que el otro había sido corrompido por el comunismo, éste pensaba que aquél había sido envenenado por la comodidad y el capitalismo. Uno observaba indignado cómo el otro, el comunista, instalaba puestos de frontera militares y suprimía libertades fundamentales. Los comunistas observaban indignados cómo antiguos nazis vivían tranquilos en el Oeste. Cada uno de los hermanos enemistados pensaba que era la mejor Alemania. Caín y Abel combatían entre sí con propaganda y espías. Se insultaban uno al otro llamándose policías, bien de la revolución soviética, bien del capitalismo estadounidense.

La separación y la enemistad terminaron por fin. La administración de la RDA había llevado al país a la quiebra, y la vida libre y mejor de la República Federal levantó un viento que resultó ser más fuerte que las fronteras militarizadas. Así, la versión alemana de la historia de Caín y Abel finalizó no con muerte, como en la Biblia, sino con gritos de júbilo, amistad y reunificación. Fue el inicio de la gran unificación europea, la salida de Europa de la tutela de la Unión Soviética y de Estados Unidos. Alemania era soberana otra vez, y Europa empezó de nuevo y lo sigue haciendo.

“Yo era la última oportunidad de Europa”, esto había dicho Adolfo Hitler antes de morir en su búnker. Era una ‘oportunidad’ demoníaca. Adolfo Hitler había destruido todo lo que quedaba de la antigua Europa después de la Primera Guerra Mundial, había destruido la posibilidad de que Europa tuviera un valor político y cultural mundial. No solo Alemania, Europa toda, se encontraba destrozada en 1945. Llamar un ‘milagro’ a lo que sucedió después en Europa es una descripción insuficiente. Los pequeños Estados europeos que Hitler había despreciado se pusieron juntos manos a la obra, superaron el nacionalismo y las eternas enemistades. La historia de la Unión Europea es la historia de la cuadratura del círculo destruido, el sentido final de una confusa historia europea.

El Estado europeo no surge de la nada, no es una creación exnihilo. “Si hiciéramos un recuento de nuestras posesiones espirituales, veríamos que la mayoría de ellas no provienen de nuestras respectivas patrias, sino de nuestro fondo común europeo”, así lo describió el filósofo español José Ortega y Gasset. Europa se halla en el camino de hacer del fondo un fundamento. Aún no es seguro que lo logre. Pero una cosa es clara: este experimento se inició en la gran noche de noviembre de 1989, cuando cayó el Muro.

* Codirector del diario alemán Süddeutsche Zeitung.

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