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EDUCACIÓN

Llegó la hora de dar papaya

La percepción que tienen los colombianos de sus conciudadanos no es buena y se hace evidente cómo los lugares comunes sobre comportamientos censurables son admitidos.

Julia Alegre Barrientos
31 de octubre de 2017

“¡No hay que dar papaya!”. Esa fue la recomendación que le hicieron a María la mayoría de colombianos con los que se reunió en España antes de emprender su viaje a Bogotá para realizar sus prácticas de la carrera de Relaciones Internacionales en un organismo con sede en Bogotá. Eso fue hace casi nueve años.

Las semanas previas a su travesía se dedicó a investigar sobre su nuevo país de acogida: el contexto, sus gentes, su historia. En todos los resultados que le devolvió Google había alguna referencia al conflicto armado, que, en ese momento, todavía amedrentaba a la población, especialmente en las zonas rurales apartadas de las grandes urbes.

El terror que habían generado entre la sociedad 50 años de guerra interna no solo se podía leer en internet. María también lo percibió en esas charlas que mantuvo con colombianos ya nacionalizados en España y que habían abandonado su país durante la década de los noventa huyendo de la violencia sistemática que impusieron las guerrillas primero y  los capos del narcotráfico después. “¡No hay que dar papaya!”, le repitieron entonces una y otra vez.

Esa frase tan interiorizada en la idiosincrasia colombiana se convirtió en su primer mandamiento una vez aterrizó en Bogotá. María cuenta que con el paso del tiempo logró desprenderse de su influencia y del recelo y psicosis que infunde a la hora de relacionarse con el resto de personas. Sin embargo, esta española radicada en Colombia asegura que, aun con la firma del acuerdo final entre el Gobierno y la guerrilla, ese lema sigue hoy tan vigente como entonces entre la población. “Ser precavido es su forma de vida, es parte de ellos, de su cultura. Todavía me encuentro con extranjeros que llegan aquí y me preguntan qué es eso de no dar papaya y por qué todo el mundo lo repite”, concluye.

Para Henry Murrain, director ejecutivo de Corpovisionarios, centro de pensamiento que investiga, asesora, diseña e implementa acciones para lograr cambios voluntarios de comportamientos colectivos, esas narrativas que abogan por la desconfianza y la sospecha tienen que ver con la percepción que tienen los colombianos del resto de conciudadanos. “La representación que solemos hacer aquí del pueblo en el que vivimos generalmente es peyorativa, despreciativa. La lógica es la siguiente: pensamos que la gente es más corrupta y ladrona, más hampona de lo que es y que yo soy el distinto.

Es un distanciamiento permanente de la comunidad de contexto, la cual, además, nos imaginamos muy nociva. Y es a partir de esas creencias que configuramos nuestro comportamiento”, explicó a Semana Educación.

El problema es que esa disonancia tiene efectos “dolorosos”, como él los define, en la convivencia. “Buena parte de la transgresión de normas, de corrupción y de violencia tiene que ver con estas representaciones asimétricas. Al imaginarnos a nuestros grupos de referencia muy distintos a nosotros mismos tendemos a actuar muchas veces de manera perversa”, argumentó.

Durante su conferencia en la Cumbre Líderes por la Educación 2017, Murrain contó que estas construcciones sociales no siempre se fundamentan en criterios lógicos, mucho menos demostrados, y pueden ser el producto de información falsa. “Hay dos elementos fundamentales en la creación de normas sociales: las expectativas empíricas, o lo que yo creo que hacen los demás, y las expectativas normativas; mi creencia de que si yo no me comporto así los demás me rechazarán. Las normas sociales están compuestas por puras expectativas de los otros, entonces no tienen nada que ver con lo bueno, lo correcto, lo justo, lo mejor. De hecho, nosotros no seguimos normas sociales como un ejercicio de juicio, de cálculo deliberado, sino que usted se lo imagina, y puede que no tengan ningún sustento”, manifestó.

¿De dónde viene tanta ‘colombianada’?

Un estudio realizado por Corpovisionarios en cinco universidades del país, repartidas entre Bogotá, Medellín y Cartagena reveló datos preocupantes sobre la realidad de la que habla Murrain y que incide directamente en el mantenimiento de la cultura de la desconfianza y el oportunismo entre la población. Ocho de cada diez encuestados, de una muestra de 2.749 estudiantes, dijeron creer que más de la mitad de sus compañeros había cometido fraude y mandado hacer tareas a terceros. El 85 por ciento consideró poco o nada grave copiar o descargar un libro completo de internet y uno de cada tres demostró la misma actitud frente al hecho de utilizar una idea, frase o párrafo ajeno sin citar. Cuando se les pidió que justificaran esto último, la mitad argumentó que la universidad promueve más la nota que el aprendizaje y que los demás también lo hacían. En otras palabras, “el vivo vive del bobo”.

En la última Encuesta de Cultura Ciudadana en Bogotá, realizada en noviembre de 2016, los resultados demostraron prácticamente lo mismo: casi el 60 por ciento de los encuestados creía que más de la mitad de los ciudadanos y funcionarios eran corruptos. Pero no ellos, ni sus familiares y amigos, con indicadores de confianza de algo más del 50 por ciento. Eso sí, el 40 por ciento aseguró que estaría dispuesto a violar la ley para defender a su familia. En Medellín, una encuesta similar de 2013 estableció esta última cifra en el 39 por ciento porque, como se dice en Colombia, “a papaya puesta, papaya partida”.

“Es lo que también se conoce como la cultura del atajo, que surge a partir de ese enfoque de ‘salga adelante, mijo, como sea. Si usted tiene que golpear, golpee, porque el mundo es de los vivos’. La guerra y la mafia gestaron esa cultura y desconfianza, porque la guerra es la expresión de lo peor del ser humano y una que dura 50 años, mucho más. En Colombia se convivió tanto con la guerra, que la población empezó a avalar comportamientos como colarse en la fila o evadir impuestos. Hemos incorporado la visión del mundo heredada de los narcos y el conflicto, su estructura ética y valorativa”, explica Julián de Zubiría, director del Instituto Merani y asesor de educación de Naciones Unidas. Ya se sabe: “El que peca y reza, empata”.

De la misma opinión es Paula Gaviria, consejera presidencial para los Derechos Humanos, para quien el conflicto armado gestó un contexto de desconfianza sistémica entre la población y frente a las instituciones del Estado. “Nos enseñaron a ser desconfiados y muchas veces, cuando se trató de confiar, tenemos más ejercicios de frustración que de buenas prácticas. Debemos generar las condiciones para la reconciliación, que al final no deja de ser la reconstrucción de confianzas para tener un futuro compartido y poder vivir en paz. Hay un tema muy fuerte de desconfianza y poca valoración de lo público, y eso hay que restaurarlo también, pero nos va a tomar un tiempo”.  

¿Cómo cambiar los imaginarios y narrativas?

Para Julián de Zubiría la respuesta es clara y parte de la idea de “empezar a dar papaya”. Es decir, fortalecer la confianza entre ciudadanos. Pero, para lograrlo, se requiere un cambio profundo en la educación, la informal (en el hogar, en el trabajo y a todos los niveles institucionales, culturales y sociales) y la formal (la que brindan las instituciones educativas). En relación con este último nivel, Zubiría defiende un cambio curricular drástico. “Desde el colegio y las universidades hay que mostrar que la diversidad es una fortuna de la vida. Que el que es homosexual, negro o tiene gafas o es uribista o del Polo Democrático no es alguien de menor nivel o que yo pueda descalificar de forma gratuita. Ahí es donde tenemos una tarea inmensa padres y educadores, porque hay que restablecer un tejido social destruido”.

Esto implica la formación en competencias como la empatía, la tolerancia y una mayor sensibilidad desde los primeros años, habilidades que quedaron opacadas por el sonido ensordecedor de los fusiles y que ahora deben ponerse en el centro de la enseñanza. “Los colombianos creen que los otros son malos, pero ellos no se consideran malos. En otras palabras, no hay autocrítica. La autocrítica es como el psicoanálisis de Freud: si no se enseña, no se aprende. Tenemos que crear asignaturas como Proyecto de vida, Comprensión del otro y  Cambio de roles. También hay que modificar los sistemas de formación de los docentes para que desarrollen competencias socioemocionales que hoy en día no tienen. Colombia tiene que hacer una apuesta a 30 años para lograr un cambio cultural y ético”.

La mayoría de expertos consultados coinciden en apuntar hacia las competencias socioemocionales y ciudadanas como la nueva panacea del cambio estructural y cultural que necesita el país para superar tanta intransigencia, desconfianza y problemas de convivencia. La chilena Delphine Grouès, directora de Estudios e Innovación Pedagógica del Instituto de Ciencias Políticas de París, considera que hay que agudizar el pensamiento crítico y sentido ético de los estudiantes para que, por un lado, aprendan a escuchar y ser tolerantes y, por el otro, se configuren como personas acordes a los valores de la sociedad en la que viven. En este sentido, asegura, las universidades tienen un rol fundamental.

Henry Murrain va más allá y defiende la construcción de un nuevo mito fundacional a partir de la igualdad. Según él, ese es el reto más importante de la educación. “Estamos hiperadiestrados en imaginar quién está por encima, quién por debajo. Somos una sociedad extremadamente jerarquizada. Necesitamos repensarnos, imaginarnos de nuevo y construir un imaginario sin discriminaciones y con estima de lo que significa ser colombiano. Finalmente, la construcción de identidad es un bello acto de imaginación que pasa por proyectarnos en lo mejor que podemos ser. De no hacerlo, muchos de los problemas que tenemos, como el fácil uso de la violencia, no se van a reducir”, concluyó.

Como escribió el gran escritor y pensador británico Tony Judt en el libro Algo va mal, el testamento político que dejó antes de morir por la esclerosis lateral amiotrófica que arrastraba desde hace años, “Toda empresa colectiva requiere confianza. Desde los juegos infantiles hasta las instituciones sociales complejas, los seres humanos no podemos trabajar juntos si no dejamos de lado nuestros recelos mutuos. Una persona agarra la cuerda, otra salta. Una persona sujeta la escalera, otra sube. ¿Por qué? En parte porque esperamos reciprocidad, pero en parte claramente también por una tendencia natural a trabajar en colaboración en beneficio de todos”. Ahí está la clave.