Columna de opinión de Julián de Zubiría. | Foto: Archivo Semana

OPINIÓN

¿Es posible una educación para la paz?

La educación durante un periodo de guerra debe cultivar en los estudiantes la tolerancia y la empatía. Los efectos de la guerra en Colombia no se resolverán creando de manera aislada y desarticulada la Cátedra de la Paz.

Julián de Zubiria*
6 de noviembre de 2015

Con un título análogo al de esta columna, Jean Piaget, uno de los más influyentes psicólogos del siglo XX, escribió en 1931 un ensayo sobre el papel que le correspondía a la educación frente a la compleja situación vivida entre las dos guerras mundiales. Su conclusión mantiene la sencillez que suele ser propia de las ideas profundas.

“Que cada uno, sin abandonar, su punto de vista, y sin tratar de suprimir sus creencias y sus sentimientos, que hacen de él un hombre de carne y hueso, apegado a una porción delimitada y viva del universo, aprenda a situarse en el conjunto de los otros hombres”, escribió Piaget. Es decir que la educación durante un periodo de guerra debe cultivar en los estudiantes la tolerancia y la empatía.
Sus ideas mantienen total vigencia. En especial para un país como Colombia, que por primera vez en décadas tiene la oportunidad de resolver políticamente el conflicto más largo y cruento del continente americano en el último siglo. Una guerra que ha generado la segunda tasa de desplazados más alta del mundo, sólo superada por Siria,  y un número de desaparecidos que duplica el de la dictadura de Pinochet en Chile.

Aun así, hay un daño más complejo y estructural. Precisamente, el más silencioso: una cultura proclive a resolver con patadas y tiros la diferencia de ideas, argumentos y posiciones ante los inevitables conflictos que cada día produce la vida. La principal causa de muerte en Colombia es la intolerancia, esa incapacidad de reconocer que existen puntos de vista e interpretaciones distintas a las nuestras. Es la incompetencia para aprehender de las diferencias porque olvidamos que la diversidad es la mayor riqueza de la vida.

Los países en guerra necesariamente conviven con la intolerancia. Esta enfermedad crece de manera exponencial si tres generaciones continuas no hemos tenido un solo día de paz. La intolerancia se vive cada mañana en el tráfico, en las discusiones familiares y políticas, en los estadios deportivos y hasta en las fiestas. El padre suele enviar a su hijo menor al colegio diciéndole que no se deje de los compañeros porque “el mundo es de los vivos” y hasta hemos convertido en mandamiento la frase de “no dar ni perder papaya”.

La inminencia de un acuerdo político con la guerrilla de las Farc nos obliga reconstruir el tejido social desecho por la guerra. Nos exige recuperar la confianza perdida en los otros, que es una condición sine qua non para la convivencia pacífica. Nos obliga a luchar contra  la cultura de que para lograr las metas todo vale en la vida.

Por ello, el verdadero proceso de paz no se realiza en La Habana sino en las aulas de clase y no se firmará el 26 de marzo del 2016, sino que durará décadas. El tiempo que nos tome generar el cambio cultural para el tránsito hacia una sociedad en paz.

Como diría Don Agustín Nieto Caballero, la educación colombiana se concentró en la instrucción y abandonó la formación. Una educación para la paz nos exige priorizar de ahora en adelante el desarrollo y la formación ética, así como las competencias ciudadanas de los jóvenes.

Para hacerle frente a este reto el gobierno del presidente Santos lanzó la Cátedra de la Paz, una iniciativa de corto vuelo, poco trabajo y poca reflexión e investigación. Como suele ser frecuente cuando la clase política intenta resolver aquello que no comprende. Precisamente por ello, duele que una propuesta así haya sido gestada en la Confederación Colombiana de Consumidores, sin la mínima participación de rectores, educadores, investigadores, pedagogos e intelectuales.

La verdadera tarea de la educación en el postconflicto será la que pensaba Piaget para la escuela ante el auge del autoritarismo. Lo que hoy en día implicaría desarrollar competencias ciudadanas que nos ayuden a formar niños y jóvenes capaces de convivir con sus semejantes sin recurrir a la zancadilla y al atropello.

Pero este propósito sólo es posible si todos los docentes de todos los cursos y áreas asumimos como prioridad la tarea de la formación. Niños y niñas en Colombia tendrán que conocerse y a comprenderse a sí mismos, a los otros y al contexto. Pero para ello necesitamos desescalar el lenguaje de la guerra y aprender a reconocer y valorar que las ideas diferentes son las que más enriquecen las propias.

*Fundador y director del Instituto Alberto Merani.