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Constituyente y Revolución

Inesperadamente, Colombia puede hacer una Revolución sin violencia.

ANTONIO CABALLERO
24 de diciembre de 1990

Hemos tenido en Colombia 40 años de violencia sin revolución: una violencia más larga que las más largas revoluciones violentas, incluida la mexicana. Ha sido una violencia de triple raíz. Violencia preventiva por un lado, destinada a impedir el estallido de una Revolución que no existía sino en el miedo de quienes pretendían evitarla. Violencia voluntarista por otro, dirigida a provocar el incendio de una Revolución que no existía sino en el deseo de quienes pretendían generarla. Y finalmente, violencia delegada, por procuración: los colombianos, como tantos pueblos del mundo, fuimos peones en el tablero de la Guerra Fría. Todo eso, en el vacío de la esterilidad. Pues la Revolución temida o anhelada o manipulada desde fuera no existía como posibilidad consciente y autónoma en un país de temperamento conservador y cauteloso, enemigo del cambio, de la novedad, de lo desconocido, encerrado en sí mismo y ciego al mundo. La violencia, las violencias, con sus ríos de muertos, han sido a la vez una larga tentativa de putsch revolucionario y una larga empresa de contra-revolución precautelativa, referidas las dos a una Revolución inexistente.
Inexistente, ante todo, por mal entendida: por entendida al margen del país real. El miedo a la Revolución ha sido un miedo a los modelos externos e históricos de las revoluciones, y no a una probabilidad conforme a nuestro confortable y cotidiano horror nacional. Por eso desde los años 40, y en defensa de una Colombia bucólica y católica tambien inexistente, Laureano Gómez se inventó el mito del Basilisco, ese animal de vasto cuerpo poderoso (el partido liberal) dirigido por la pequeña cabeza cruel del comunismo ateo; y todavía hoy contra toda evidencia (empezando por la evidencia sociológica de su popularidad entre las masas colombianas, conservadoras y enemigas de lo desconocido), Misael Pastrana y El Tiempo aseguran que el M-19 es comunista. En cuanto al ansia de la Revolución, en el campo opuesto, (y por sobre la masa del país, neutra, ajena, indiferente) también ha estado inspirada por un error del entendimienlo sobre la realidad local. Soviets rusos, Cien Flores chinas, barbudos cubanos. Régis Debray, autor de un librito fácil de leer y que hizo mucho daño ("Revolución en la Revolución"), dio la receta del equívoco al señalar que si la Revolución cubana triunfó fue por no haber copiado otras revoluciones, y al recomendar, en consecuencia, que se copiara la Revolución cubana.
Esos errores paralelos sobre la interpretación de la realidad colombiana (y de la realidad mundial, con los condicionamientos de la Guerra Fría) se tradujeron en la impotencia para hacer una cosa o la otra: o la Revolución política y social, o una Contra-Revolueión exitosa, de tipo franquista o pinochetiano. Vivimos asi 40 años en un círculo estéril de violencia sin salida, en el que los arriba citados ríos de muertos no servían para nada, salvo para renovar la violencia. Vivimos 40 años en un limbo de sangre. Y ahora, inesperadamente, sin buscarlo, nos hemos tropezado de narices con la posibilidad de tener una Revolución sin violencia. Esa Revolución imprevista se encarna en la Constituyente.
Parece una exageración delirante. ¿Revolución, esa palabra mitológica, para referirse a algo tan prosaico como 3.024 cuñas cantadas por la televisión? No puede ser. ¿Y cuándo se ha visto que una Revolución la hagan 70 personajes heteróclitos, un ex ministro y un indio paez, un guerrillero desmovilizado y un general en retiro, un sindicalista, un ingeniero de sistemas, una poetisa, un eterno candidato a la presidencia que dibuja caballos, un homónimo del doctor Carlos Lleras?
Pues la verdad es que se ha visto siempre. Siempre ha sido un cuerpo Constituyente el que consagra el vuelco revolucionario de una sociedad, y lo encauza en nuevas instituciones. Lo que hace difícil reconocer el carácler revolucionario de esta Constituyente con la que nos hemos topado por sorpresa es un simple error de óptica. Por una parte, la imaginería, la iconografía de las Revoluciones está fijada en las de la Francesa de 1789 y la Bolchevique de 1917; y hoy no vemos Bastillas incendiadas ni Palacios de Invierno tomados por las turbas, y ni siquiera el más tropical ejércitos de barbudos entrando a la capital. Es el mismo error de óptica que engañó al afrancesado general Miranda cuando vino a hacer la Revolución en Venezuela y acabó mascullando: "Bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche", sin darse cuenta de que ese bochinche era la Revolución (en Francia, el bochinche tiene la música de La Marsellesa). En el fondo, es el mismo error de óptica que nos ha impedido durante 40 años hacer la Revolución, o aplastarla: es que no la reconocemos.
No vemos la imaginería esperada: la ortodoxa. Pero por otra parte ni siquiera vemos el conflicto. Una Revolución es el resultado final de la vicloria de un bando, el revolucionario, en su enfrentamiento violento contra la reacción -y ese enfrentamiento no lo vemos. ¿Qué tiene de conflictiva, y en consecuencia de revolucionaria, la convocatoria pacífica, aunque improvisada y caótica, de una asamblea de 70 miembros mediante elecciones idénticas a las que durante 40 años han servido para mantener el statu quo, y no para cambiarlo? Lo que pasa es que no vemos ese enfrentamiento porque no lo tenemos delante, sino detrás. La fase violenla de la Revolución fue la que ya pasó: esa larga, sangrienta, desordenada guerra, hecha de escaramuzas sin concierto, sin frentes claros, sin contendores fijos, sin vencedores nítidos. Hecha posiblemente sólo de derrotas, pero que, mirada a posteriori, probablemente no fue del todo inútil. Porque al cabo de esa guerra confusa ha quedado entre los colombianos un generalizado sentimiento de fatiga de la inutilidad, y la convicción casi unánime de que para terminar con ella es necesario el cambio. Y el cambio está (o se espera que esté) en la Constituyente. Esta es la culminación de un proceso que conlleva un cambio de clase dirigente, de organización del Estado y de ideologías. ¿Y no es exactamente eso lo que caracteriza una Revolución? Eso, y no las normas ortodoxas de la violencia o de la imaginería, es lo propio de las Revoluciones politícas y sociales. Que estas sean "buenas"
o "malas", deseables o abominables, es otra historia -y una historia que nada tiene que ver con la Historia.
Decía que la Constituyente es la culminación de un proceso. Por una parte, un proceso de desprestigio y consiguiente deslegitimización del sistema a los ojos de las grandes masas, que ha terminado en una triple pérdida de legitimidad. Pérdida de legitimidad de la clase dirigente (política y económica, e incluso espiritual: la Iglesia no anda mejor parada que el Congreso o los bancos), debido principalmente a su desenfrenada corrupción. Pérdida de legitimidad de las instituciones (las del Frente Nacional), debido a su ineficacia y a su insuficiencia. Y pérdida de legitimidad de los métodos de Gobierno (la violencia y el fraude, los Estatutos dc Seguridad y la compra de votos), debido, más todavia que a su salvajismo, a su inoperancia. Porque se puede decir que el país está reprimido, pero no que está gobernado; y se puede decir que está asfixiado por las instituciones, pero no que está regido por ellas; y se puede decir que está dominado, pero no dirigido por una clase. En ciertos aspectos la situación de Colombia hoy es comparable a la de los países del campo comunista hace un año cuando reventaron las revoluciones "blandas" -y sin embargo revoluciones desencadenadas por la perestroika. Ante el pueblo, el sistema estaba deslegitimado por inútil. Y bastó con que dejara de ejercer la fuerza bruta para que se derrumbara solo, sin que lo empujara nadie.

También en Colombia la perestroika local recibió impulso desde arriba, como la del mundo comunista lo recibió de Gorbachov, y consistió en los mismo: en abrir la mano. El primero en hacerlo fue Belisario Betancur, con su política de paz. (Hubo en aquel entonces una crítica característica de la ceguera colombiana: (¿Cuál paz, si aquí no hay guerra?"). Esa política, pese a sus carencias y a sus tropiezos, a las reticencias mostradas desde el primer día por las Fuerzas Armadas y por los grupos guerrilleros, provocó un irreprimible fenómeno de legitimación de fuerzas políticas hasta entonces excluidas por el sistema; y esa legitimación vino de todos los sectores del mismo sistema: el Gobierno, el Congreso, la Iglesia, la prensa, e inclusive las propias Fuerzas Armadas y, por supuesto, de la opinión pública, que estalló en un delirio de palomas y se acostumbró a ver en la televisión, tan respetables como obispos, a los comandantes de la guerrilla. Betancur abrió de un golpe la realidad al reconocer que por fuera del sistema del Frente Nacional no sólo había bandoleros sino políticos. Aunque en el fondo, y a causa de los abusos a la buena fe cometidos de parte y parte, la política de Betancur dio carta de naturaleza más bien a la guerra que a la paz. Tenía alguna razón la ceguera del crítico: porque al hablar de paz, Betancur reveló la guerra; y al hacerlo, en cierto modo, la legitimó.
Sin embargo, pese a los fracasos de la paz, la noción de la necesidado de la inevitabilidad del cambio fue enraizando. Inclusive su tragedia más grande, que fue el espantoso episodio del Palacio de Justicia, sirvió paradójicamente para ayudar a que enraizara: mostró a la vez los límites de la violencia guerrillera (fue la más costosa derrota militar y el más grave retroceso político del M-19) y los excesos de la represión oficial (el país entero vio por televisión, y en el corazón de Bogotá, lo que siempre había sido rutina en el país rural y lejano de la guerra: tierra arrasada y desaparecidos). La toma y la contra-toma del Palacio pusieron al desnudo, volviéndolo intolerable, el horror de los métodos tradicionales de hacer política en Colombia.
Y ya no fue posible regresar a la situación anterior. No lo pudo conseguir el gobierno de Barco con su "esquema gobierno-oposición", que intentaba resucitar un juego político difunto, por insuficiente: la artificial separación entre liberales y conservadores no llegaba a encubrir el hecho evidente de que sólo existía un partido, el del Frente Nacional, que con todas sus "post-datas", y "puentes" y aparentes "desmontes" seguía intacto y en el que ambos representaban lo mismo. Ni lo pudo lograr tampoco con su tentativa de cerrar la paz: el "pulso firme", el desencadenamiento del paramilitarismo y de la guerra sucia, el exterminio de la UP, la ilusión (falaz) de sustituir la apertura política por la promesa de un desarrollo económico para las regiones de mayor conflicto.
Barco, pues, no pudo parar la dinámica del cambio, y se vio obligado a reiniciar el "diálogo", equivalente a la respetabilización del adversario, a raíz del secuestro de Alvaro Gómez, que acabaría conduciendo a la entrega de las armas por parte del M-19 y su incorporación a la política pacífica con los impresionantes resultados conocidos. De esta inatajable aclimatación del cambio es un ejemplo espectacular, aunque poco subrayado, el hecho de que entre los "notables" designados para tratar con los narcos figure Diego Montaña Cuéllar. Que un hombre cuya biografía política lo había relegado siempre a las tinieblas exteriores se convierta de repente en alguien tan "notable" como los cardenales y los ex presidentes es el más claro síntoma de que ha habido una transformación en Colombia.
Esa transformación, digo, fue aceptada, y en el caso de Betancur promovida, desde arriba. Desde el gobierno, los gremios económicos (otro "notable", el presidente de la Andi Fabio Echeverry, visitaba en el monte a las FARC), el Congreso y los medios de comunicación (muchas veces en contra del sentimiento de sus dueños). El paroxismo de violencia de las últimas elecciones presidenciales, con su reguero de candidatos muertos, llevó primero al terco Barco y después al pragmático Gaviria a aceptar la convocatoria de una Constituyente, con todas sus peripecias cómico-jurídicas de séptimas papeletas y consultas a la Registraduría y a la Corte. "La Constituyente es el camino" -inventó, finalmente, un publicitario (porque también sin darse cuenta Colombia ha pasado en estos 40 años de violencia de la era de las ideologías a la de la publicidad), y hasta los sectores más renuentes al cambio dentro del viejo establecimiento, los más suspicaces y miedosos, tuvieron que inclinarse, al tiempo que lo hacían también las franjas más duras de la izquierda militarista. Los unos se coagulan en torno a Alvaro Goméz y Carlos Lemos, para salvar los muebles; los otros negocian como el EPL y el Quintin Lame, su presencia en la Constituyente.
Sólo quedan, en los dos extremos del fundamentalismo ideológico, focos de resistencia. En la izquierda, el ELN mesiánico del cura Pérez, y (por el momento) las FARC sumidas en el desorden de la muerte de su estratega Jacobo Arenas, que (por el momento) deja, como todo desorden interno, la iniciativa a los más intransigentes. Y en la derecha, núcleos que no se atreven a decir su nombre y se disfrazan de lo que Barco llamaba "fuerzas oscuras": los sectores más reaccionarios del ejército y de la clase terrateniente. Unos y otros, los de la izquierda y los de la derecha, prefieren continuar con las viejas reglas de juego, que les garantizan, si no la victoria final (en la cual algunos aún creen), por lo menos la tranquilidad espiritual y la abulia intelectual. Y ambos son capaces, todavía, de acciones de violencia desestabilizadora: desestabilizadora no del statu quo, sino del cambio.
(Hay un tercer reducto de resistencia, pero éste no ideológico sino simplemente corporativo: la clase política tradicional de ambos partidos, superada por la velocidad de los acontecimientos, amoral, apolítica, corrupta, y amenazada en su existencia misma por la nueva legitimidad que encarnaría la Constituyente. Esa clase política se agita, gesticula, vocifera, protesta, y defiende su vida en peligro anunciando por la boca de su más característico representante, el senador Alberto Santofimio, que una Constituyente no podrá ser legítima si no resulta elegida por un número de votos superior a la suma de los votos comprados y amarrados de los congresistas. Desde el Congreso, desde la administración, desde la Registraduría, la clase política se esforzará por sabotear hasta donde pueda tanto las elecciones a la Constituyente como las deliberaciones mismas. En este sentido, no votar por la Constituyente equivale a votar por la supervivencia parasitaria de la actual clase politica).
Todo lo anterior se refiere a los actores ciegos de nuestra vida política: a esos que, decía al principio, viven sólo una realidad marginal con respecto a la realidad del país, los auto -designados agentes de la Revolución o de la Contra-Revolución que no han logrado hacer ni la una ni la otra.
Pero dentro del proceso de que hablaba más arriba falta mencionar el agente fundamental, que es el paso del tiempo y el crecimiento silencioso del país. Mientras ellos se mataban los unos a los otros -y mataban, de paso, aunque en mayor número, a los miembros de la masa neutra, lejana, indiferente- el país cambió y creció, demográfica, social y económicamente. Ya no cabe, no sólo dentro de las formas institucionales de la Constitución de hace cien años, sino ni siquiera dentro de las fuerzas reales de poder que fueron al menos parcialmente condicionadas por esas formas. No es sólo en el Frente Nacional donde no cabe Colombia, sino que tampoco cabe en el Frente Nacional y su oposición violenta, representada por la guerrilla. No cabe en la política esquemática de la confrontación. Las fuerzas que la conforman son hoy más, y son otras, y por añadidura son cambiantes al tiempo que algunas de las antiguas (la Iglesia, por ejemplo) han perdido peso hasta el punto de no representarse casi ni siquiera a sí mismas. Es por eso que resulta una falacia presentar el equilibrio futuro que podrá tener la Constituyente, a la luz de las encuestas, como un enfrentamiento M-19-Alvaro Gómez, digamos, o izquierda-derecha (o, para ser más exactos en este país conservador, centro extrema-derecha). El país real es más amplio y más variado que semejante esquema, casi tan anticuado como el que quiso en vano resucitar el gobierno de Barco. Entre las diversas contradicciones que deberán tener cabida, y ordenarse, en la Constituyente, figuran muchos mas: sociedad-Estado, poder civil-poder militar, nación-regiones...
Pero se trata de contradicciones y de fuerzas que ya existen en la realidad: no van a ser generadas por la Constituyente. Y es por eso -es decir, porque los cambios ya ocurrieron- que no va a pasar nada con ella. La Constituyente no hará la Revolución, sino que se limitará -como suelen hacer las Constituyentes- a consagrar la Revolución que ya esta hecha. No tiene porqué pasar nada más que lo que ya ha pasado -esos desgarros de parto del país nuevo, agravados por la insistencia del país viejo en mantenerse cinchado y con las piernas apretadas para que no se viera el embarazo y, por un milagro, se reabsorbiera el parto. El tigre ya esta muerto, y la Constituyente es sólo el cuero: no hay ninguna razón para tenerle miedo. No es un "salto al vacío", como se obstina en repetirlo el sector mas apocalíptico del establecimiento- ese sector que no dio el salto cuando lo dio el país y teme quedarse colgado del vacío. Es un salto a la verdadera realidad. Y en vez de obcecarse en impedirlo, el establecimiento debería entender con la lucidez del príncipe Salina de la novela de Lampedusa que es mejor "que todo cambie para que todo siga igual".

Post data sobre narcos
No se ha hablado en este artículo del protuberante tema de los narcotraficantes, pese a que condiciona no sólo todo lo relacionado con la Constituyente sino todo lo que sucede en el país. La razón es que, aunque el peso y la influencia de los narcos sean enormes, en todos los campos y en todos los sentidos, el origen de ese peso y esa influencia escapan a la esfera de acción de los colombianos, y en consecuencia de los constituyentes. Ese origen está en el mercado de la droga, que es un hecho de sociedad norteamericano; y en la prohibición de la droga, que es un hecho político norteamericano.