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GARCIA MARQUEZ

"En dormitorios públicos, en bares y cantinas, Gabo se ha codeado con el mundo proletario de Barranquilla"

19 de noviembre de 1984

Toda la noche hemos rodado por una autopista de Alemania Oriental sin encontrar en medio de oscuros bosques de abetos ninguna señal de vida,
ninguna luz huérfana en medio de las tinieblas,
ningún restaurante, ni estación de gasolina, salvo, de trecho en trecho camiones militares con faros amarillos relumbrando en la lluvia. Siniestros, fantasmales, aquellos camiones rusos color de rata, con una estrella roja en la portezuela, dan la impresión de rodar solos, sin conductor,
María Celestes de muchas ruedas avanzando en una vasta tiniebla de abetos.
Cansado de manejar, he detenido el auto a orillas de la autopista. Muertos de frío, de sueño, de hambre, nos quedamos dormidos. Cuando despierto, está amaneciendo en la carretera. Mi hermana duerme aún en el asiento de al lado. Detrás, cubierto con una chompa roja, todo encogido Gabo duerme también.
Salgo a dar unos pasos para estirar las piernas. El aire huele a bosque húmedo. Desierta aún, la carretera se extiende hacia un horizonte de acero gris y glacial. Si no fuese por el trino de algún pájaro, uno diría que se encuentra en un planeta deshabitado.
De pronto, oigo pasos a mi espalda. Es Gabo. Trae una cara soñolienta y preocupada.
-Oiga maestro, hay que averiguar cómo es esta vaina.
-¿Qué vaina?
-El socialismo.
-¿Qué pasa con el socialismo?
-Soñé que no funcionaba
Si es una premonición (y siempre he creído en sus premoniciones), ella empieza a confirmarse media hora después, en el restaurante de una población vecina a la autopista donde entramos a desayunar.
¡Qué lugar tan triste! No sólo por el olor, un olor a ropas húmedas, a agua de fregadero; no sólo por los vidrios rotos de las ventanas que dejan pasar latigazos de frío, ni por la dureza del local, con su piso salpicado de barro y aserrín bajo una vencida luz de neón, sino ante todo por la gente: tristes obreros de ropas gastadas que van sentándose a las mesas, mesas de refectorio escolar sin hablarse entre sí,
torvos,
como abrumados por una tristeza inmemorial.
En dormitorios públicos, en bares y cantinas, Gabo se ha codeado con el mundo proletario de Barranquilla. Yo he frecuentado los restaurantes obreros de París. Los obreros, en París, no son ningunos potentados: viven mal, en suburbios de humo, de agua, de ventanas tristes. Sin duda, su condición es injusta. Pero su actitud es otra.
Bromean, beben vino, se lanzan el pan de una mesa a otra. En Barranquilla o en Billancourt, la vida es dura para el proletario. Pero los obreros que la soportan tienen, débil o no, una esperanza de cambio,
un sentimiento de solidaridad a través de su acción sindical y política.
En esa posibilidad de acción, en esa esperanza de cambio, en la libertad de protesta y de lucha, radica toda la diferencia.
Es evidente que esa posibilidad de participación, de afrontar el destino como algo susceptible de ser modificado y no como una piedra que se lleva a cuestas, no existe allí donde nos encontramos. Allí los obreros parecen haber regresado a los tiempos oscuros e irredentos pintados por Dickens o por Zola.
Beben en silencio su amargo café con sabor a achicoria. Los espera quizás una dura jornada frente a los tornos de una fábrica, una cantina sombría, recintos sindicales presididos siempre por las barbas sacralizadas de Marx, de Lenin o de Ulbritch,
donde todo está dispuesto de antemano desde arriba.
Los aguardan calles enfangadas, largas colas, apartamentos con color a repollos hervidos, y ninguna esperanza, pues
la revolución ya se hizo.
Nuestra entrada es como una piedra que se deja caer en el agua dormida: produce un ruido sordo, círculos concéntricos de interés que van extendiéndose hasta cubrir el ámbito del salón.
Caras lentas
se vuelven hacia nosotros,
un resplandor de curiosidad aviva las miradas, que van tomando nota de nuestra manera de hablar, de nuestra indumentaria, especialmente de la chompa de Gabo, un grito escarlata en el moribundo conjunto de grises mojados de lluvia que todo el mundo lleva encima.
Basta un cigarrillo que Gabo pone en su boca después de beber el café, mientras se palpa los bolsillos, para que instantáneamente tres rápidos fósforos se enciendan delante suyo.
No entendemos el alemán pero es obvio que los obreros aquellos de la mesa vecina quieren saber quiénes somos, de dónde venimos.
Sólo captan la palabra turista. Pero la palabra turista basta. La comprenden, los deslumbra como un diamante. La palabra turista relumbra de modo fascinante en su mundo de hornos, de chimeneas y fango.
Perseguidos por las impresiones de aquel primer encuentro, rodamos de nuevo por la autopista, considerando que una explicación se hace indispensable. ¿Por qué todo es tan sombrío? Luis Villar es el hombre indicado para dárnosla. Luis, condiscípulo mío en el liceo y de García Márquez en la universidad, está ahora en Leip zig, trescientos kilómetros más adelante, becado por el partido comunista. Tenemos cita con él.
Luis, hombre estudioso y objetivo, debe saber cómo y por qué la Alemania capitalista, que hemos visto en Heidelberg y en Frankfurt, parece reluciente como una moneda recién acuñada, con neones y vidrios y parques, cafés repletos de gente, música y muchachas radiantes por todos lados, mientras que la Alemania socialista, la nuestra, al fin y al cabo, parece negra y lúgubre como una cárcel.
Quizás Luis pueda darnos una explicación.
Nos hemos dado cita en una estación de tren, y allí aparece, vestido como un funcionario de las democracias populares, con unos horribles zapatos amarillos fabricados en Polonia y abrigo grande y sin forma, que tiene el olor y el color de un perro mojado.
(En todo caso, la piel que irrisoriamente luce en el cuello y las solapas debió efectivamente pertenecer a un perro).
"Es largo de explicar", dice muy serio, los ojos agudos brillándole tras de los lentes y los preámbulos cautelosos de un profesor, mientras camina con paso decidido por los sonoros pasillos de la estación del tren. Hay que hacer análisis de las condiciones en que quedó el país después de la guerra, hay que examinar ciertas circunstancias históricas, ver estadísticas estudiar muchas cosas, pero
(y aquí los ojos tienen la chispa traviesa que le conocimos cuando estudiante) para hacerles una síntesis puramente enunciativa de lo que voy a explicarles largamente, esto, compañeros, (hace una pausa)
es una mierda".
Lo era, en efecto. Con arañas de cristal, cortinajes color púrpura y enérgicos porteros uniformados de gris, nuestro hotel parecía una mala copia de un hotel capitalista de los años veinte.
En los sillones del vestíbulo, a veces delante de una botella de champaña, se aburrían lúgubres burócratas de las democracias populares. La comida, abundante en repollos, acompañada por refrescos tibios con aroma de loción capilar y servida por camareros con manchados trajes de etiqueta, parecía la de una cantina escolar.
Fuera de aquel islote de lujo, hecho para la clase dirigente, todo lo que se extendía alrededor era un desierto de calles sombrías.
El cabaret llamado "Femina" donde a falta de otro lugar más animado acabamos metiéndonos Gabo, mi hermana y yo aquella noche, parecía salido de una mala película empeñada en demostrar, con efectos subrayados, una atmósfera de desesperación y decadencia.
Allí, con un fondo taciturno de violines, en una penumbra de luces verdes, hombres solitarios daban la impresión de estar bebiendo amargamente la última copa de su vida.
Uno de ellos, todavía joven, fino y demacrado y profundamente abatido como si acabase de perder en la ruleta toda su fortuna, quebró una copa con la mano. La mano se le manchó de sangre. El camarero, sin una palabra, le puso sobre la barra otra cosa y el hombre siguió bebiendo sombnamente, la mano húmeda de sangre, los ojos fijos en el vacío.

-Mierda, exclamó Gabo, parece que los fueran a fusilar mañana.
-Creo que estarían más contentos si de verdad los fueran a fusilar -dijo Luis.
Herr Holtz nos diría lo mismo.
Herr Holtz, un alemán que conocimos aquella noche, nos revelaría de manera simple, inocente y demoledora la realidad que hasta entonces sólo llegábamos a intuir.
Estaba en la mesa de al lado, bebiendo cerveza con su mujer y dos muchachas: un hombre pequeño y exuberante, a quien las cervezas bebidas, nuestra pinta de extranjeros y el Renault con placas francesas en la puerta, acabaron por disipar sus últimos escrúpulos
y desatarle la lengua.
Con mil preocupaciones, nos llevó a la casa que compartía con su esposa y con las dos muchachas, que eran estudiantes de la universidad. Allí nos habló.
Hasta el amanecer.
Pequeño funcionario, participaba en las organizaciones del partido, votaba dócilmente por sus listas en las elecciones, estaba suscrito a sus periódicos y, si era necesario, desfilaba en las conmemoraciones
con otros millones de Herr Holtz ante las tribunas presididas por hieráticos e idénticos jerarcas comunistas.
Todo lo que se permitía Herr Holtz, como expresión de independencia personal, era beberse unas cuantas cervezas los sábados, acompañado por su esposa, y cultivar algunas coles en un pañuelo de tierra que tenía detrás de su casa.
Pero tras la fachada dócil y gris de aquella personalidad disciplinada por el sistema, había una sorprendente carga de frustración y amargura.
Herr Holtz nos hizo oír los gruñidos que en el radio interferían las emisoras occidentales, nos enseñó el diario del partido que echaba a la cesta sin abrir, y sirviéndose de Luis como intérprete y con todo el silencio de la madrugada de Leipzig en torno nuestro
y la impunidad de hablarle a turistas, los primeros que había visto en su vida venidos del otro lado,
nos descubrió el mundo opresivo en que vivía, mientras su esposa y las dos muchachas aprobaban silenciosamente con la cabeza clavando en nosotros sus graves ojos azules.
En nada creía Herr Holtz, salvo en las coles de su huerto.
Pronto se habrán cumplido treinta años desde aquella noche, pero yo no he olvidado nuestro regreso al hotel en el lúgubre amanecer de Leipzig, de calles iguales iluminadas por agónicas luces amarillas, llevando ya por dentro la semilla de una sospecha irremediable sobre la realidad del mundo comunista.
La sospecha aquella no me impidió, es cierto, contarme entre los fervorosos partidarios de la revolución cubana de los primeros tiempos, hacer causa común con los comunistas en algunas oportunidades, protestar contra los bombardeos norteamericanos durante la guerra del Vietnam,
pero lo sucedido desde aquel remoto amanecer de Leipzig no ha hecho sino convertir aquella semilla de desconfianza en inquieta certeza.
De algún modo estaba inscrita allí la primavera de Praga, en 1968, aquella flor de esperanza aplastada por los tanques rusos; allí, el "boat people" de Vietnam y Cuba; allí Cambodia y Afganistán, y el ejército sometiendo por la fuerza a los obreros de "Solidaridad" en Polonia.
Ahora creo que fatalmente, cualquiera que haya sido su base popular de origen, un régimen comunista tiene un mismo código genético y acaba estableciendo no sólo formas absolutas de opresión política, sino lo que es más grave, formas absolutas de opresión de clase:
una burocracia dirigente, una nomenklatura, apoyándose en las fuerzar armadas y en los organismos de seguridad, y sirviéndose de la antigua ideología revolucionaria como instrumento de enajenación y manipulación de las masas, oprime al resto de la nación y en primer término
a la clase obrera que dice representar.
He pasado años escuchando a antiguos y desalienados comunistas como el venezolano Teodoro Petkoff, los españoles Jorge Semprún y Fernando Claudín o el cubano Carlos Franqui, que buscan explicarse este fenómeno histórico, con miras a encontrar otras opciones humanas y democráticas, del socialismo.
¿Fue de Stalin la culpa? ¿Fue de Stalin, el rústico, frío, siniestro hijo de las tinieblas religiosas y feudales de su Georgia natal, la culpa de que un valioso instrumento de análisis de la historia como era el marxismo se haya convertido en un dogma litúrgico?
O, yendo más atrás aún, ¿fue el propio Lenin, que en el apremio de una revolución amenazada por la intervención extranjera, dejó el esquema monolítico de la nueva sociedad a través de su famoso centralismo democrático?
O acaso todo se deba al hecho de que el socialismo llegó a países que no habían cumplido la etapa de la acumulación capitalista, de suerte que le correspondió al estado cumplir el papel del capitalista privado de manera aún más primaria salvaje, coercitiva.
Quizás el socialismo, el de verdad, surja de la lucha de las clases populares contra la burocracia de los países que hoy, sin razón, se llaman socialistas: quizás la semilla de ese socialismo germine en los sindicatos obreros clandestinos, en todos los Walesas que habrán de surgir.
Todo ello es posible, pero la realidad del mundo comunista es hoy la misma, inexorablemente.
Desde luego es lo que pienso yo: no García Márquez. El, hoy en día, pone a Cuba fuera de la cesta. Y tal vez Angola o el Vietnam. Yo no. Para mí, el sistema es el mismo
en todas partes.
* * * * *
En América latina, vale la pena recordarlo hoy, ninguna revolución ha sido realizada por el partido comunista.
Fuerza reducida en casi todas partes, nunca el comunismo ha sido una alternativa confiable para las masas.
Extraña paradoja en un continente de vistosas desigualdades, donde se cumple a veces de manera bastante aproximada el análisis hecho por Marx de la sociedad capitalista de su tiempo: el enriquecimiento de la burguesía, la pauperización del proletariado obrero y rural.
Las masas han favorecido movimientos caudillistas, populistas, liberales, radicales, social demócratas, demócratas cristianos: han sido gaitanistas, lopistas, rojistas, belisaristas en Colombia; apristas en el Perú; peronistas en Argentina; adecas o copeyanas en Venezuela; socialistas o demócratas cristianos en Chile, pero no comunistas.
Surgidos y formados en la época en que el stalinismo irradiaba sobre el movimiento comunista internacional sus prácticas, sus dogmas, su liturgia, los partidos comunistas latinoamericanos padecen casi todos los mismos males:
una pesada estructura burocrática con dirigentes máximos envejecidos, inamovibles; un lenguaje importado, codificado, acribillado de estereotipos; una concepción mecánica de las etapas históricas del desarrollo económico y social;
una concepción rígidamente obrerista según la cual nuestras vastas clases marginales y medias sólo pueden verse como simples aliados, instrumentos ocasionales de una idealizaday brumosa vanguardia obrera.
Incapaces de una lectura fresca de la compleja realidad latinoamericana empeñados en reducir y esquematiza esta realidad de modo de hacerla caber en sus hormas ideológicas, si mayor arraigo en el tejido social de una nación latinoamericana, los partidos comunistas son más sectas de iniciados que partidos de masas.
Desde luego, el partido comunista cubano no era una excepción a esta realidad. Al contrario, con el colombiano, era de una pobre ortodoxia, atento siempre a la línea trazada por Moscú.
Bastaba oír en los foros internacionales a Blas Roca y a Marinelo, sus rituales letanías contra el imperialismo yanqui y sus no menos rituales apologías de la Unión Soviética, para comprender que la revolución cubana, tal como logró imponerse, nada pero
absolutamente nada
tuvo que ver con aquel par de apoltronados abuelos.
La revolución se hizo fuera de ellos, contra las concepciones de ellos y, desde luego, no para ellos.
La revolución cubana tuvo esencialmente un carácter libertario, sin rótulos marxistas previos. Fue la movilización de todo un país, incluyendo a buena parte de la propia burguesía cubana, contra Batista, con el movimiento 26 de julio como principal organismo catalizador. Política y socialmente fue una revolución plural.
Por ello, entre otras cosas, fue posible.
Veinte años más tarde, el mismo proceso se cumpliría en Nicaragua cuando toda la nación, desde los burgueses hasta el último campesino, desde los conservadores hasta los marxistas leninistas, se unirían para derrocar a Somoza.
En ambos casos, los comunistas, con tácticas de infiltración, acabaron controlando los centros vitales del estado y los medios de comunicación.
Sectarios, dogmáticos, minúsculos, con mala imagen de marca en los sectores mayoritarios de sus países, los partidos comunistas no son aptos para traducir, organizar y vertebrar dentro de un proceso político, electoral o insurreccional, las aspiraciones populares.
Esa tarea debe dejársela a otros, no salidos de sus filas, más carismáticos.
La revolución no es, pues, su negocio. Su negocio es administrarla, controlarla, una vez que otros la han hecho.
Para esa tarea, su disciplina, su sigilosa vertebración de secta, resulta muy eficaz. Nada más fácil, cuando se dispone de una rígida, vertical estructura burocrática, que infiltran las porosas organizaciones populares surgidas en el ímpetu, la generosidad, la pasión, la verdad, la heroicidad de una sublevación contra el tirano.
Nada más fácil que apoderarse de un 26 de julio o de un movimiento sandinista. Y luego del Estado.
Claro que en Cuba las cosas no ocurrieron de una manera tan esquemática y simple. En Cuba había un factor excepcional, fuera de serie, llamado Fidel.
Fidel Castro resultó más astuto que los comunistas cubanos. Los comunistas quisieron utilizarlo y en última instancia fue Fidel el que acabó utilizándolos. Hasta cierto punto, claro.
Fidel es esencialmente el caudillo.
* * *
El caudillo es lo único que políticamente hemos inventado los latinoamericanos a lo largo de nuestra revuelta historia.
Sin verdaderas estructuras de poder, sin un concepto realmente orgánico del Estado, sin clases dirigentes lo suficientemente lúcidas y poderosas para asumir la dirección de la nación entera y ofrecerle alternativas movilizadoras, la inconformidad,
la orfandad producida por este vacío, nos ha llevado siempre, en momentos difíciles, a buscar al padre que todo lo puede, o que dice poderlo todo: el caudillo.
El caudillo une, aglutina, dispone por nosotros, nos releva de la angustia de asumir por nuestra cuenta, sin instituciones apropiadas, nuestro destino histórico o los retos de un conflictivo desarrollo.
Ni siquiera el más europeo de nuestros países, la Argentina, escapó a este reflejo del inconsciente colectivo latinoamericano. Apenas las tensiones surgidas de la sociedad urbana e industrial desbordaron las posibilidades de manejo de la tradicional oligarquía, la Argentina se encontró a Perón en su camino.
Fidel surgió en Cuba a merced de la misma orfandad, cuando los viejos partidos políticos erosionados por la corrupción y el oportunismo, y el cuartelario militar que los desalojó del poder, dejaron a la isla sin más alternativas.
Pese a las organizaciones que en ella participaron --el 26 de julio, el Directorio Revolucionario-- y a las grandes figuras que en ella surgieron, la revolución cubana tuvo un inevitable cariz caudillista.
Fidel fue su centro de gravedad.
Pero por la naturaleza misma de su vocación, de su estructura psicológica particular y por la propia dinámica del triunfo, al caudillo no le gusta compartir el poder. Su lema: un sólo jefe es mejor que muchos.
Triunfante la revolución, Fidel Castro en vez de estructurar las organizaciones revolucionarias como partidos que sirvieran de conductos de expansión y participación democrática de las masas, acabó liquidándolas. No podían representar un contrapeso a su poder personal.
El partido comunista cubano era un caso aparte.
No siendo, como las otras, una organización relativamente reciente, plural, porosa, sino un cuerpo monolítico y jerárquico, actuando por completo dentro de su lógica, su mística de secta y su propia visión política, era difícil absorberlo, diluírlo o liquidarlo.
Aun refundiéndolo dentro de una organización más amplia, como llegó a intentarlo Fidel, el partido comunista seguía actuando dentro de ella como un cuerpo aparte.
Además, el partido no había roto su cordón umbilical con la Unión Soviética, país del cual Cuba dependía económicamente, por culpa, en buena parte, de la torpe política norteamericana.
Algún día, supongo se escribira la historia de esta lucha secreta y florentina entre el caudillo y la burocracia, entre dos formas de poder por naturaleza antagónicas: la una personalista, muy nuestra, de alto colorido temperamental; la otra gris, tentacular, amorfa.
El primer tramo de esta pugna secreta fue ganado, no hay duda, por la burocracia comunista --y Masetti, Garcia Márquez y yo, para no hablar de centenares de miles de cubanos obligados al exilio, fuimos las víctimas. En aquella etapa el partido se infiltró en todos los centros vitales del Estado.
El segundo tramo de la lucha correspondió al caudillo, mediante una asombrosa maniobra: colocando en la cabeza de Aníbal Escalante (para el caso un chivo expiatorio ideal) pecados de sectarismo comunes a todos los dirigentes comunistas cubanos, enjuiciándolo severa, implacablemente conforme a las propias prácticas comunistas (sin defensa ni apelación),
introduciendo en los comunistas el reverencial miedo a la expulsión y la purga, esas tinieblas que gravitan en el fondo de su memoria histórica, el caudillo logró introducirse con sus comandantes en el recinto sagrado del partido
y ponerse a la cabeza de él.
Así se produce la extraña cohabitación actual de caudillo y burocracia, que permite al primero un amplio margen de maniobra en las altas esferas del poder y mínima en las latitudes inferiores, especialmente en los organismos de seguridad y control policial, donde la burocracia tiene ya una profunda implantación.
La burocracia comunista ha institucionalizado ya en esta isla de gente alegre, díscola, libre, profundamente caribe, su abrumadora liturgia del Este, sus gigantescos estrados poblados de idénticas figuras, sus informes soporíferos, su lenguaje petrificado, sus aplausos rituales, sus protocolos, sus grados, sus uniformes constelados de medallas, sus consignas reiterativas,
sus religiosas autocríticas.
Nada falta ya.
A la larga, no hay duda, la burocracia resultará triunfante.
El caudillo es sólo un hombre: mortal. La burocracia, en cambio, en medio de intrigas palaciegas y casi de manera dinástica, sobrevive, se eterniza, gris y férrea.
En Cuba, libre ya de la interferencia personalista, caprichosa, voluntariosa y díscola del caudillo, libre de sus barbas, sus cigarros, sus apóstrofes, su insolente individualismo, la burocracia seguirá engordando y envejeciendo en los estrados del poder absoluto, apoyada en el miedo
y no en el amor de nadie,
y ya nada, nada se moverá en la isla sin su permiso, salvo las palmeras cuando sopla el viento.
Obviamente las simpatías de García Márquez van actualmente hacia el caudillo y no a la burocracia.
Quienes critican sus opciones políticas, viendo la realidad cubana fundida en un sólo bloque, suelen ignorar estas dos realidades secreta, sutilmente enfrentadas, y no entienden por qué García Márquez apoya al régimen cubano pero se siente distante, para nada concernido, por el régimen polaco o soviético.
A él, lo sé, la burocracia no le dice nada. Ella choca con su temperamento de hombre caribe, ajeno a la rigidez y a la uniformidad religiosa del comunismo.
El caudillo, en cambio, forma parte de su paisaje geográfico e histórico, subleva los mitos de su infancia, habita recuerdos ancestrales, está latente en todos sus libros.
Con él, con el caudillo, con su aventura de soledad y poder, con su destino inmenso y triste de dispensador de dichas e infortunios, (tan parecido a Dios),
es solidario.
En esa perspectiva debe situarse su adhesión a Fidel. Fidel se parece a sus más constantes criaturas literarias, a los fantasmas en los que él se proyecta, con los cuales identifica su destino de modesto hijo de telegrafista llegado a las cumbres escarpadas de la gloria;
Fidel es un mito de los confines de su infancia recobrado, una nueva representación de Aureliano Buendía.
Si alguien busca una clave de su fervor castrista, ahí tiene una de dieciocho kilates.
Acuérdate, Pat, de aquellos tres días pasados en Dourdan, castos al fin y al cabo, pese a que navegábamos en la misma bañera y compartíamos la misma cama en una habitación que el verano y el vecino jardín de una abadía medieval llenaban de trinos de pájaros, en las mañanas.
Acuérdate que llorabas por Fernando corazón de piedra, que mojaste repetidamente la almohada con tus lagrimas y lo que es peor, los croissants de desayuno; acuérdate que bebíamos desde temprano ginebra con mucho hielo, limón y agua tónica, oyendo afuera, en la claridad vibrante de calor, zumbidos de abejas y campanas remotas dando la hora
y tú no hacías sino preguntarme por qué, pero dime por qué.
Fernando era así.
-Por comelón- decía yo bebiendo mi ginebra.
Y tú, de pronto, saliendo a tientas de tus sufridos monólogos, volvias a mirarme con ojos llenos de lágrimas y tu leve acento bogotano contenía de pronto una nota de sorpresa.
-¿Por qué?
-Por comelón- volvía a repetir yo, rencorosamente, por decir cualquíer cosa, incapaz de explicarte en aquellas circunstancias la dura dialéctica asumida por Fernando no sólo a propósito del amor
sino de toda su vida,
que consiste en elegir para siempre entre estar en el bando de los perdedores o de los ganadores, ser lobo o cordero, golpear o ser golpeado, sufrir desdenes o infligirlos,
oh tangos, oh corridos, oh América Latina.
Una dialéctica de relaciones de fuerza que busca instintiva, fría, defensivamente la primera opción, porque la segunda se ha padecido en otros años, con todo su impuesto de heridas y desdenes.
Dentro de esa filosofía que roza el misterio insondable del poder, cuenta sólo la fuerza y el triunfo, conseguir a cualquier precio lo que uno se propone, afilando las hojas aceradas de la inteligencia, el esfuerzo y la voluntad, aunque en estas rejas deje uno el alma.
El sufrido de otros tiempos cree saber ahora cómo es la cosa;
también entre los sexos hay una cruda lucha, el que se entrega inerme a un sentimiento corre el riesgo de ser manipulado sin remedio.
Al instinto femenino que busca afirmar su poder sobre el primario ego masculino con eternas estrategias de seducción, hay que oponerle desconfianza y cálculo encubiertas de simpática galantería; lo episódico debe primar sobre lo definitivo, lo plural sobre lo exclusivo.
Despojadas las relaciones con el otro sexo de un sentimiento de mayor calado que la simpatía o la momentánea atracción física, la tensión de la pasión amorosa clásica es sustituida por el juego insaciable de la conquista, que sólo presenta interés en la medida en que sea perpetuamente renovado,
conforme al modelo esculpido para siempre por don Juan Tenorio.
Nicolás, ya comiste ya te vas, dicen en la costa colombiana.
Por eso, Pat, te hablaba yo de un Fernando comelón, y tú, sin entender lo que esto quería significar, seguías mojando almohadas y croissants, y hasta el agua dulce de la bañera
con tus lágrimas de estupor y de sal,
mientras yo contemplaba, con la distancia admirativa con que se observa a un Boticelli en el ámbito solemne de un museo, tus senos húmedos, espléndidos, pensando, caramba, caramba, las vainas que me ocurren a mí.
Aquello no era nada, mirado en la perspectiva del tiempo, al lado de lo que iría a ocurrir dos años después, cuando el fauno fijara sus ojos de coleccionista voraz en una bella mujer fuera de concurso, en nada parecida a las ninfas ligeras de entonces,
de la que yo estaba enamorado.
* * * *
La veíamos moverse con fácil elegancia entre sus invitados. Yo recordaba haber visto fotografías suyas, cuando era una joven belleza con todos los atractivos banales de la juventud.
Ahora, los años habían puesto en ella un esplendor más seguro, algo que ardía serenamente como una flor abierta en la luz del verano. Su encanto actual reposaba aún en la esbelta geometría de los huesos y en un ímpetu del pelo y de la risa que era todavía Joven,
pero en sus facciones dibujadas con trazos sensibles y ligeramente tocadas por el tiempo, en su manera de moverse, de mirar, de cruzar las piernas, de vestirse, con gusto y discreta coquetería, había una calidad que sólo da la madurez.
Después de haber dado gusto a mi Démon de midi con toda clase de ninfas traviesas, que resolvían el problema de su indumentaria con un pullover y un par de blujines,
y hacían el amor con la tranquilidad de quien se come una naranja.
yo descubría al fin la seducción más profunda y secreta de la femme de quarante ans.
Había en este hallazgo algo que iba más allá de la atracción física. Había una dimensión social, perturbadora para un hombre de izquierda, que por primera vez debía reconocer en la burguesía ciertos fueros de estilo y refinamiento muy seductores cuando se asumen con toda naturalidad.
Había también una dimensión humana nueva.
Una mujer de cuarenta años como aquélla, recién llegada a París, su destino quebrado de pronto por una crisis conyugal, obligada a asumirse y a poner en tela de juicio toda su vida anterior, sola y sin dinero a pesar de su elegancia, hacia brotar en uno, sin saber a qué horas, un asombroso pétalo de ternura.
Ella resumía opuestos fantasmas,
era a la vez la mujer plena y sensual, con buitres codiciosos siempre rondando en torno suyo,
que uno recordaba en el fondo de su memoria cinematográfica, y también la bella, la frágil y desamparada mujer que en aquellos dulces sueños del celuloide aguardaba al hombre capaz de descubrir en ella, lo que otros, tomándola apenas como una hermosa muñeca de lujo, no veían.
Observando aquella noche la fácil elegancia con que se movía entre sus invitados, vestida con un rumoroso traje de coctel color Parma, muy de moda entonces, yo asumía el papel noble y sentimental del reparto,
(era más corazón que líbido, como todos los Gary Grant de mis recuerdos)
en tanto que Fernando, a mi lado, agitando su vaso de whisky, sin quitarle los ojos de encima, asumía el otro, el de mundano rapaz.
Seguía a Irene (llamémosla con ese nombre suave, Irene) por el salón con un resplandor codicioso en las pupilas, apreciando bajo las sedas del traje, volúmenes y formas: la espalda, a veces los senos, el talle, las caderas, las piernas bellísimas discretamente exaltadas por unas medias de una vaga tonalidad lila, también de moda entonces, que tenían su inocente perfidia.
En su taller, cincelando una escultura, barbas y cejas salpicadas de yeso, Botero tenía la misma expresión exultante de ahora.
-¡Qué buena está! -murmuró de pronto, agitando su vaso de whisky y volviéndose hacia mí -Oiga, maestro, invite a alguna amiga de ella y cuando termine esta cosa nos vamos todos a Castel.
Así había ocurrido otras veces. Todo entraba alegremente en el juego.
Pero esta vez era distinto y me pareció que debia decírselo.
-El problema es que esta dama me interesa muy en serio -le dije.
Los ojos le resplandecieron de curiosidad.
-¿Así es la cosa?
-Así es.
-Caramba, nunca me lo habría imaginado.
Su interés se convertiría en curiosidad, su curiosidad en intranquilo desasosiego, a medida que Irene, en el curso de aquella misma noche, se definía como un fruto prohibido.
Los hombres que había tenido hasta entonces podían contarse con los dedos de una mano; ninguna de aquellas historias había sido banal una travesura mu