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LO QUE VALE UN PEINE

A partir de esta edición SEMANA publicará simultáneamente con Cambio 16 un ensayo semanal de Antonio Caballero escrito desde España.

Antonio Caballero
4 de enero de 1988


Mientras en Nueva York, en Tokio, en Londres, las bolsas de valores se derrumban, exactamente en esas mismas plazas el mercado del arte alcanza niveles sin precedentes en la historia. Lo que sea, cuadros de Rauschemberg o biblias de Gutemberg, se vende a precios que hace solamente un par de años hubieran parecido delirantes. Pero no se trata de un retorno a la sensatez por parte de inversionistas escaldados por su excesiva confianza en los valores de papel, sino, por el contrario, de una huida hacia el mundo de lo imaginario.

Unos lirios azules pintados por Van Gogh valen, según vino a descubrirse en la subasta de la casa Sotheby's de Nueva York, 53 millones de dólares, que son unos 13.250 millones de pesos. Hace casi cien años, cuando los pintó Van Gogh en un asilo de Provenza, apenas se hubieran vendido --en el caso improbable de que se hubieran vendido--por la millonésima parte de ese precio.

El asunto se presta para fáciles ironías demagógicas. El pobre artista loco y miserable, que pasó la vida mendigándole préstamos a su paciente hermano, se ha convertido a un siglo de su muerte en el pintor más caro del mundo: qué vueltas da la vida, etcétera. Pero también en Sotheby's-- aunque esta vez en Londres-- los diarios del Che Guevara en Bolivia alcanzaron hace dos años la impresionante cifra de medio millón de libras, o un millón de dólares. Cuando 18 años antes el general René Barrientos no había ofrecido más que 50 mil pesos bolivianos (4.200 dólares en esa época) por la cabeza del Che. Lo cual significa que, en términos de economía de mercado, un Che Guevara vale mucho más muerto que vivo. Y si de guerrilleros hablamos, no sobra recordar que una de las cifras más vistosas de la guerra del Vietnam (que, entre otras cosas, fue una guerra de cifras) era la del millón de dólares que valía cada vietcong muerto. O, con mayor precisión: que matar a un vietcong le costaba al contribuyente norteamericano, todo sumado (insumos, mano de obra, gastos de publicidad y de asesoría de imagen), un millón de dólares. Tal como hubieran dicho los economistas de la escuela clásica, Adam Smith o Ricardo, para quienes el valor de algo era el reflejo directo de sus costos de producción: producir la muerte de un vietnamita (sin incluir los costos que eso pudiera tener para el Vietnam) salía en un millón de dólares.

Sí, pero entonces entra en juego el concepto de la utilidad marginal, que en teoría disminuye en la medida en que hay abundancia de oferta del producto. ¿Cuántos vietcongs muertos se necesitan para que la curva de los costos empiece a igualar a la de los beneficios? En teoría, un Van Gogh vale lo mismo que 53 Ches: ¿pero hay 53? Con lo cual desembocamos en el chiste del precio de los argentinos. Y sin embargo, no es un chiste: por Maradona pagó el Barca hace 5 años casi 1.600 millones de pesos, que, según la prensa de la época, equivalían a 8 veces su peso en oro; y al cabo de poco tiempo se lo revendió al Nápoles, ganándole varios millares de millones de liras. Con lo cual, del ámbito del arte y de la guerra pasamos al del deporte, donde se manejan cifras igualmente escalofriantes: en especial, y paradójicamente, en los deportes cuyo mercado aparente es más reducido. Porque Maradona sólo hay uno, y muy pocos jugadores de fútbol superan el precio de los 3 millones de dólares: pero, en cambio, en Abu Dabi un buen camello de carreras se cotiza fácilmente en 3 ó 4 millones entre los jeques del petróleo. Y en todo el mundo sólo ellos se interesan por las carreras de camellos.

De modo que un Van Gogh de la época del asilo vale 25 camellos. Pero por la rubia Bo Derek, no hace mucho, un jefe tuareg le ofreció a su marido todó un rebaño de camellas paridas y 140 cabras. ¿Vale entonces Bo Derek más que un Van Gogh? O, para volver a la línea de la indignación demagógica citada más arriba, ¿cuántas escuelas, cuántos hospitales se pueden construir y dotar por el precio de 2 ó 3 Bo Derek? Casi los mismos, sin duda, que por el de un portaaviones o el de un par de escuadrillas de aviones F-18 . Y si eso es así, ¿cuánto valen las bases norteamericanas en España? Hace 35 años Eisenhower sólo le dio por ellas una sonrisa a Franco, y no es fácil saber si fue un buen o un mal negocio, ni para quien .

No es fácil, se dirá, porque se están comparando cosas demasiado heterogéneas: cuadros, futbolistas, aviones. Pero toda esa heterogeneidad, en el mercado, acaba traducida en dinero. Así, la deuda externa de un país como el Perú, por ejemplo, podría perfectamente ser pagada con 200 Van Gogh, si los tuviera. No sería una operación diferente a la de empeñar las joyas de la familia para pagar el alquiler. El Perú no tiene Van Gogh, pero tiene, por ejemplo, esa irrepetible obra de arte que son las misteriosas líneas de Nazca, dibujos gigantescos de espirales y pájaros que parecen trazados con la punta del dedo de Dios. Si el Perú vendiera la llanura de Nazca, como hace 20 años Londres vendió su famoso puente de Londres a una pequeña ciudad norteamericana, a lo mejor podría pagar su deuda.

Sucede, sin embargo, que el precio de las cosas no depende de su fijación mecánica en el mercado, sino de quién sea comprador, y quién vendedor, en ese mercado. Las cosas valen o cuestan no en función de las leyes económicas, sino de acuerdo con la norma expresada en la amenaza: "¡ Ya verás tu lo que vale un peine!" Un peine no vale nada: unos pocos céntimos en el mercado. Pero eso depende. La deuda externa de los países del Tercer Mundo y la deuda externa de los Estados Unidos, por ejemplo, que pueden ser una y otra evaluadas en dólares y tienen dimensiones de magnitud comparable-- un billón, la una; un cuarto de billón, la otra--, no son homologables. Todo el mundo está de acuerdo en que hay que cobrar la deuda del Tercer Mundo-- que no puede pagarla--, y también en que sería un delirio intentar cobrar la de los Estados Unidos--que sí pueden.

Lo cual nos lleva de vuelta --en cierto modo--a las arideces de la teoría del valor en la ciencia económica y a la vieja querella entre objetivistas y subjetivistas. Los primeros sostienen que algo es deseado por que tiene valor. Los segundos, que algo tiene valor porque es deseado.

Pero sucede a veces que algo es excesivamente deseado, deseado por fuera de toda proporción. Los historiadores de la economía se inclinan todavía, absortos, sobre el misterio de la llamada "locura de los tulipanes", que en el siglo XVII arruinó de un golpe a las más poderosas casas mercantiles de Europa, dedicadas de pronto a comprar más y más tulipanes holandeses con el mismo frenesí con que se arrojan al mar los lemnings de Noruega cuando les llega la estación del suicidio. Estamos asistiendo ahora a una locura semejante, que en honor a los 13.250 millones de pesos del lienzo de Van Gogh podría llamarse la "locura de los lirios": es el desenfreno de la especulación, que cubre desde el mercado del arte hasta el de los camellos, pasando por el de los valores más prosaicos que se cotizan en bolsa. Todos los valores--exceptuando, por su puesto, los morales--están sobrevaluados; y sobrevaluados como consecuencia de una oleada especulativa que tiene mucho más que ver con el espejismo de los subjetivistas que con el cálculo de los objetivistas.

El caso de "Los lirios" de Van Gogh lo ilustra perfectamente. Los mercaderes del arte explican el boom de los precios con el argumento de que se trata de "inversiones a largo plazo". Pero no hay nada cuyos largos plazos sean más breves que los gustos artísticos. Si "Los lirios" se vendieron en 13.250 millones de pesos es sólo porque, en marzo pasado, hace apenas 8 meses, el cuadro "Los girasoles", del mismo Van Gogh, alcanzó en una subasta de la casa Christie's un precio--también récord en ese momento--de 10 mil millones, y eso obligó al propietario de "Los lirios", el coleccionista John Whitney Payson, a ponerlos en venta: el drástico reajuste de los precios de los seguros provocado por la venta de "Los girasoles" hizo que Whitney no pudiera seguir manteniendo "Los lirios" colgados en la pared de su casa. Y "Los girasoles", digámoslo de paso, fueron adquiridos por una empresa de seguros japonesa. La especulación es cosa que se muerde la cola.

Y está obligada a mantenérsela firmemente mordida, sin abrir la boca ni para respirar, porque está montada sobre una paradoja: la confianza en la mentira. Cuando ésta falla--en un acceso de lucidez--, el único camino que se abre es el del inversionista madrileño, que, arruinado en la Bolsa, jugó sus restos en la Loto: la rama de una encima en la Casa de Campo.--