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LOS HOMBRES DEL "ANGEL AZUL"

Marlene Dietrich escribe sus memorias y recuerda a los hombres que fueron parte de su vida

2 de julio de 1984

En alguna oportunidad dijo durante una entrevista: "El pasado no me importa". Sin embargo, esa mujer que durante más de 60 años fue la estrella más deslumbrante del firmamento del séptimo arte, Marlene Dietrich, finalmente no pudo evitar echar una mirada hacia atrás. El resultado: un relato autobiográfico, sus memorias, que ella ha titulado "Marlene D." y que acaban de publicarse en Francia. En una vida como la suya y que, según ella, apenas si comenzó a los 20 años, no podía haber hombres poco interesantes. Para la muestra, botones como Jean Gabin, Giacometti, Hemingway, Erich Maria Remarque... La revista francesa París Match publica en exclusiva en una de sus ediciones recientes, apartes de las memorias de "el ángel azul"-hoy 83 años-, en los cuales el lector redescubre esos personajes bajo el prisma de la propia experiencia de la Dietrich. SEMANA presenta una versión resumida de esos apartes.

COMO UN HUERFANO
Encontré a Jean Gabin cuando llegó a Hollywood. Huía de la Francia ocupada. Fui comisionada para recibirlo. Mi papel consistia en hablarle francés, traducirle, y conseguirle café y pan francés. Mi desafío era enseñarle inglés. Me tenía tanto miedo como profesora que cuando llegaba a su casa a dictarle clase, se escondía tras los arbustos del jardín. Finalmente, llegó a filmar una película ridícula, cuyo título no recuerdo, pero que realizó con un excelente inglés que yo supervisaba tras las cámaras.
Me había convertido en Hollywood en la anfitriona ideal de todos los franceses desarraigados, entre otras cosas, porque les preparaba platos de su tierra. La primera vez que Gabin comió en mi casa, sintió tanto placer como yo. Desorientado, Gabin se colgaba de mí como un huérfano de su madre adoptiva y yo me sentía orgullosa de hacer mi papel de madre día y noche. Me ocupaba de sus contratos y de su casa. Su aventura hollywoodense estuvo lejos de satisfacerlo, pero debió pasar por ella, pues su único medio de subsistencia era el cine.
Después de filmar algunas películas y de obtener buen dinero, Gabin se alistó en las fuerzas francesas de liberación. Cuando me dijo que quería irse, comprendí perfectamente su deseo. Yo era su amiga, su hermana y mucho más. Lo acompañé en un discreto puerto cerca de Nueva York, donde debía embarcarse a bordo de un destructor que lo llevaría a Marruecos; yo me vi entonces sola sobre el muelle, como una pobre pequeña niña abandonada. Su destructor fue hundido y no volví a tener noticias de él. Había sido el hombre más sensible que yo había conocido: un pequeño bebé muriendo de deseo de anidar en el regazo de su madre, de ser amado, de ser mecido, mimado. Esa es la imagen que conservo de él.
Gabin era el hombre -el superhombre-, el hombre de una vida, era el ideal que todas las mujeres buscan. Nada era falso en él. Todo era claro y transparente. Era bueno y sobrepasaba a aquellos que trataban vanamente de imitarlo. Pero también era un testarudo, un ser extremadamente posesivo y celoso. Todas sus cualidades me gustaban y no nos peleamos nunca seriamente.
Nos volvimos a encontrar en 1944 en el frente francés y allí supe que había sobrevivido al naufragio. Yo cantaba para la Armada americana y él combatía con las fuerzas de liberación. Un día supe que su división no estaba lejos de donde yo estaba y le rogué a un sargento que me procurara un jeep para ir a verlo. El sol caía sobre los cañones y las tiendas de campaña. Al llegar al lugar corrí entre los soldados buscando su pelo gris. De pronto, lo ví de espaldas. Grité su nombre y él se dio vuelta y dijo: "¡Mierda!". Eso fue todo. Apenas había recuperado el aliento, cuando lo llamaron a filas y todos partieron dejando una nube de polvo. Nos volvimos a encontrar después de la guerra. El no ténía trabajo. Yo tampoco. Sólo en 1946 filmamos juntos "Martin Roumagnac" que no fue una buena película, pese a que el guión nos había gustado. Fue un fracaso. Los nombres de Jean Gabin y Marlene Dietrich no fueron suficientes para atraer a los espectadores. Me derrumbé, mientras Gabin se mantenía sereno.
Debí regresar a Hollywood para filmar otra mala película por la que me pagaron menos de la mitad de lo que ganaba antes de la guerra. Cuando uno necesita dinero está dispuesto a todo.
Nuevamente en Francia, perdí a Gabin como se pierden todos los ideales. Mi amor por él fue siempre fuerte e indefectible. Nunca me pidió que le diera la prueba. Gabin era asi.

EL JEFE DE MI IGLESIA PRIVADA
La amistad que me ligó a Ernest Hemingway generó montañas de chismes. Creo que se ha llegado la hora de restablecer la verdad. Me encontraba a bordo de un barco entre Europa y América. ¿Cuándo? Lo olvidé. En todo caso, estoy segura de que fue después de la Guerra Civil española. Ann Warner, la esposa del todopoderoso Jack Warner, había organizado una velada a la cual fui invitada. Cuando llegué, me dí cuenta de que ya eran doce los invitados sentados a la mesa. Quedé consternada. "Excúsenme, dije, pero no puedo sentarme. Seríamos trece y soy supersticiosa" (yo lo era entonces). Nadie hizo ademán de levantarse y me quedé de pie. Bruscamente, un gigante se acerco a mí. "Siéntese usted, me dijo, yo seré el número catorcé ". Lo miré a la cara, reconoci a Hemingway y le pregunté: "¿Quién es usted?". Esto prueba hasta qué punto estaba aturdida.
Pero todo volvió a su lugar cuando fuimos catorce en la mesa en ese barco bogando hacia Nueva York. La comida estilo Maxim's comenzó. Mi vecino gigante me tomaba del codo cada vez que esto era necesario. Finalmente, me acompañó hasta la puerta de mi camarote.
Lo amé inmediatamente.
Lo amé y aún no he dejado de amarlo.
Lo quise platónicamente.
Digo esto, porque el amor que Hemingway y yo vivimos fue excepcional en el mundo que conocimos y fue puro y absoluto. El era mi ancla, era el sabio, el mejor de los consejeros, era el jefe de mi iglesia privada. ¿Cómo sobreviví a su desaparición? No puedo contestar esa pregunta. Todo aquél que haya perdido un padre, un hermano, me comprenderá. Uno niega totalmente el hecho hasta que este horrible dolor abandona el corazón. Luego se continúa viviendo como si se pudiera volver a encontrar a aquél que ya no está. Uno se habitúa a todo, aun al sufrimiento.
El me enseñó a escribir. Gracias a él me deshice de la manía de abusar de los adjetivos. Escribi entonces artículos para Lady's Home Journal y él me telefoneaba dos veces al día para decirme: "Harías mejor en encontrar otra cosa a qué dedicarte".
Me hace una falta terrible. Si hubiera una vida después de la muerte, él me hablaría durante las largas noches en que me desvelo. Pero no hay vida después de la muerte. El se fue para siempre. Ningún dolor podrá traerlo de nuevo y mi deseo quedará por siempre insatisfecho.

UN ALMA SUTIL
Erich Maria Remarque, célebre por su libro "Sin novedad en el frente", era un hombre sensible, un alma sutil con un talento delicado del cual dudaba sin cesar. En nosotros existía una cualidad afectiva bastante particular. Primera; porque los dos éramos alemanes, luego, porque hablábamos la misma lengua y porque la amábamos. Era el lazo que nos unía.
Lo conoci en el Lido de Venecia. Había ido a visitar a Joseph von Sternberg. Remarque se acercó a nuestra mesa y se presentó. Estuve a punto de desmayarme. Esto me sucede aún hoy, cuando conozco a alguien famoso. Nunca me acostumbraré a verlos en carne y hueso. Al día siguiente en la playa lo volví a encontrar. Tenía en mis manos un libro de Reiner Maria Rilke y buscaba un sitio para leer. Remarque se lanzó sobre mi y al ver el título del libro, me dijo con algo de sarcasmo: "Veo que lee usted buenos autores". Para contrarrestar la ironía de sus palabras, contesté: "¿Quiere usted que le recite alguno de estos poemas?". Sus ojos escépticos siempre, se posaron sobre mi. No me creía, ¿una actriz de cine que leía? Se quedó estupefacto: "Vamos a hablar a otro lugar", me dijo, y lo seguí hasta París. Desde entonces, fui yo quien lo escuchó. Todo esto sucedió antes de la guerra y la vida parecía maravillosa.
Remarque tenía grandes dificultades para escribir. Era un trabajador dedicado que pasaba varias horas construyendo una frase. Toda su vida estuvo marcada por el éxito de su primer libro, "Sin novedad en el frente". Estuvo siempre convencido de que no podía repetir ese milagro jamás y de que ni siquiera podría igualarlo. Era de una melancolía y de una vulnerabilidad enfermizas. Era éste un aspecto de su personalidad que me impresionaba mucho. Nuestras relaciones privilegiadas me permitieron con gran frecuencia constatar su desespero.
Cuando estalló la guerra en el verano de 1939, nos encontramos reunidos mi marido mi hija y él en Antibes. Debo hablar también de la pasión de Remarque por los carros deportivos. Poseía un Lancia que amaba locamente y en el cual llevó a mi hija a París durante la guerra, semanas antes de que los alemanes llegaran a París. Mi marido, por su parte, regresó a París en su Packard llevando a la capital pasajeros de ultima hora, sobre todo americanos. Para aquel entonces yo ya había viajado a Hollywood para filmar una pelicula.
Remarque y mi esposo se embarcaron desde Francia en el Queen Mary, el último barco que zarpó de un puerto francés. No existió contacto alguno de radio durante la travesía y mi angustia fue grande durante varios días. Finalmente, una llamada telefónica interrumpió la filmación de mi película. Era una buena noticia. Los dos se encontraban en Nueva York.
A Remarque, los nazis le habían quemado sus libros y sus documentos. Pero su suerte le permitió conseguir un pasaporte panameño. Mi marido, en cambio, conservaba su pasaporte alemán cuando llegó a Nueva York.
Cuando América entró en la guerra, mi esposo se convirtió en "un enemigo" y Remarque, establecido en California, fue internado durante las hostilidades. Se le asignó una residencia en su hotel entre las 6 de la tarde y las 6 de la mañana. En Nueva York, donde vivía mi esposo, los reglamentos eran menos draconianos.
El no podía trabajar, porque poseía el carnet rosado, pero al menos era libre de circular fuera de su hotel. La desgracia estaba en todo. Yo lamentaba la situación con todo mi corazón.
Entre tanto, en Hollywood, Remarque se convertía en uno de los primeros beneficiarios de mi protección. Logré encontrar una casa para él, pese a que amaba mucho su hotel. La paradoja de su situación me exasperaba: Hitler había quemado sus libros y América lo internaba.
Al terminar la guerra, herido en sus sentimientos después de esos terribles años que habían sumergido al mundo entero en el caos, Remarque dejó los Estados Unidos. Se sentía arrepentido. Creía que no había luchado lo suficiente contra el nazismo y se sentía en cierto modo responsable de lo que había pasado en Alemania. Había repetido demasiado la frase: "Es tan fácil hablar como difícil actuar". Antes de su muerte, me entrevisté con él en compañia de mi hija, a quien años antes él había bautizado como "la gata". Un amigo me dijo que él tenía miedo de morir y lo comprendo muy bien. El miedo a la muerte exige mucho a la imaginación y la imaginación era su fuerte.

UN HOMBRE TRISTE
Tengo también deseo de hablar de un escultor: Alberto Giacometti. Un dia esculpió un perro que vi expuesto en el Museo de Arte Moderno. Quedé enamorada de ese perro, pese a que generalmente poco amo a esos animales.
Un día me encontraba en París y Alex Liberman, uno de mis amigos, arregló una cita entre Giacometti y yo. Ninguno de los dos perseguía publicitarse con ello. Nos encontramos en un bistrot, lejos de la mirada de los detestados fotógrafos. Siguiendo mi buena costumbre no pude abrir la boca, me quedé sentada muda. Giacometti tomó mi cara entre sus manos y me dijo: "¿No tienes nada de hambre, cierto?. Vamos a hablar en mi estudio".
Trabajaba él entonces en unas estatuas de mujer tan grandes, que debía subirse en una escalera para alcanza la parte más alta. El estudio era frío desnudo. Lo recuerdo ahí, montado sobre su escalera, y yo a sus pies esperando que bajara o que dijera una sola palabra. Finalmente habló, pero lo que me dijo fue tan triste que yo hubiera llorado si hubiese sabido llorar en el momento adecuado. Cuando descendió, nos estrechamos fuertemente.
Me regaló una magnífica estatua de "niña". Así la bautizó. La envolvió en periódico y me dijo: "Llévala a América y regálala a tu hija". Seguí sus órdenes al pie de la letra. Transportando la estatua sobre mis rodillas a través del Atlántico, supe que no volvería a ver a Giacometti. Murió de una afección estúpida demasiado pronto.
Como todos los grandes artistas, era un hombre triste. Pese a toda la buena voluntad que empeñé en ello, no pude nunca contrarrestar la tragedia que lo arrastraba.

UN PAJARO FRAGIL
¿Edith Piaf entre mis grandes hombres? ¿Por qué no?. Horrorizada de ver cómo jugaba con candela, de verla acostarse con tres amantes a la vez, me sentía ante mi amiga Edith como la primita que acaba de llegar de provincia. Ella no se daba cuenta. Vivía eternamente preocupada de sus emociones, de su profesión y de la creencia en toda suerte de extravagancias, de su pasión por el universo en general y por ciertos seres en particular.
A mis ojos, ella era realmente un pájaro frágil y también la Jezabel, cuya sed insaciable de amor debía compensar un sentimiento de insatisfacción, que ella bautizó como su feura. Era una seductora que prometía todas las delicias del mundo con la intensidad que sólo ella conocía. Con gran vértigo, yo me encargaba de conducirle a todos sus amantes a escondidas a sus habitaciones.
Yo le presté los servicios que ella exigió de mi. Y lo hice bien sin comprender jamás su terrible necesidad de amor. Ella me apreciaba; tal vez me amaba. Sin embargo, creo que no podía amar sino a los hombres, porque aquel sentimiento lo reservaba para ellos. Nunca tuvo tiempo de consagrarse exclusivamente a la amistad y en cierto modo tenía razón, ya que sus reservas eran inagotables. Fui su ayuda de cámara en el night club "Versalles" de Nueva York, donde ella cantaba. Cuando la tragedia la estremeció brutalmente, tomé en mis manos los problemas de su vida. Debíamos ir a buscar a Marcel Cerdan al aeropuerto; ella dormía cuando me enteré de que su avión se había estrellado en Las Azores. Tuve que despertarla a la hora prevista y darle la mala noticia. Luego todo fue médicos y medicinas. Estaba convencida de que anularía su espectáculo de esa noche en el "Versalles", pero en la tarde, cuando discutimos el asunto me reveló que se sentía comprometida a cumplir con su contrato. Debí obedecerla, pero juzgué absolutamente necesario pedir al director de la orquesta que suprimiera del espectáculo la canción "El himno al amor". Cuando volvi a ver a Edith en el camerino, se encontraba tranquila y había tomado una decisión: por encima de todo cantaria "El himno al amor".
Durante las noches siguientes, solíamos quedarnos sentadas en una habitación de hotel sumida en la oscuridad. Se encontraba desesperada. Solía exclamar de pronto, refiriéndose a Cerdan: "¿El está aquí, no escuchaste su vóz?" Yo la llevaba a la cama, sabiendo que esa locura del desespero terminaría por pasar, y en efecto pasó.
Mucho después, cuando comenzó a drogarse, dejé de serle fiel. Era lo único que no podia soportar. Yo conocia mis limites, pese a que comprendia su necesidad de drogarse. Comprender no es siempre estar de acuerdo. Abandoné a Edith Piaf y se quedó como una niña perdida, ésa que uno siempre echará de menos, que uno siempre llorará y que llevare siempre en lo profundo de mi corazón.