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OCHO DIAS EN LA HABANA

Marìa Isabel Rueda cuenta en dos artìculos sus impresiones, encuentros y desencuentros en el ùnico régimen comunista que sobrevive en el hemisferio occidental.

21 de agosto de 1995

LO UNICO QUE QUIZAS NO ESPERABA ENCONtrar en La Habana era a una de las ciudades más hermosas que he visto en mi vida. Son las 10 de la noche y la oscuridad apenas comienza a tomarse la ciudad. A través de los velos de gasa que bate la brisa que se cuela por la ventana del Hotel Nacional de La Habana, un edificio que deja sin respiración a los románticos, observo a los jóvenes cubanos haciendo su vida de todos los días en el malecón: hablando, cantando, mirando el horizonte, besándose, e incluso haciendo el amor. Lo mismo el lunes que el martes, el viernes que el sábado. Y después el domingo, igual a todos los anteriores, sólo que es domingo pero a nadie le importa. Un policía negro acecha desde un poste con mirada de pocos amigos. Tres cubanas jóvenes se empujan contra una bicicleta que pasa. Dos niños arrastran de una cuerda un bloque de icopor, con el que han jugado todo el día. En un corrillo de adolescentes se toca una guitarra. Y se toca bien, porque en Cuba nadie canta mal. En el fondo se escucha la música de un quiosco de la U Jota Cé (la juventud comunista), que inunda la ciudad desde que el régimen resolvió inventarles algo que hacer a los jóvenes, aunque fuera ponerlos a oír música moderna a punta de cucuruchos de agua. Al frente de la calle, desde las viejas casas de La Habana vieja que algún día tuvieron color y fuerzas para mantenerse en pie, asoman las cabezas irreales de los habitantes de los inquilinatos que observan, resignados, pasar el tiempo de la calle.
Pero el tiempo corre despacio. Casi que en cámara lenta. Esa es la primera impresión que se lleva el visitante mirando la gigantesca avenida de doble vía y cuatro carriles amplios que transcurre paralela al malecón, por la que se deslizan perezosamente miles de bicicletas que desafían a pedal la escasez de gasolina, y que mantienen, con la visión de su espectáculo, suspendida en el tiempo a una ciudad que no sabe muy bien cuál es la época a la que pertenece. La caída del comunismo obligó a los cubanos a pasar del Lada soviético a la bicicleta china, como la única alternativa viable de transporte individual en una ciudad en la que perfectamente puede hacerse una cola de tres horas esperando una guagua o autobús. Y me dicen que han mejorado, porque antes, hace dos años, la espera podía ser de un día. Ahora por lo menos, ruedan por ahí unos buses morados donados por Finlandia, que no tienen ventanas y en los que se asfixian a diario los habaneros. Pero no importa, como me dijo un taxista: "A caballo regalado... vamos p'al monte".
En las bicicletas, o 'chivas', como extrañamente las denominan los cubanos, transcurre la vida de la revoluciòn. Ninguna tiene luces, muy pocas repuestos, pero casi todas llevan portapaquetes, donde igualmente se acomoda una amiga, un perro o una nevera, como pude constatar con mis propios ojos en una proeza que desafía todas las leyes de la gravedad.
A veces los jóvenes juegan a hacerle el quite a uno de los escasos automóviles, o a hacer maromas en contravía, a dejarse arrastrar por los camiones, o a tomarse las aceras. El resultado no es bajo en accidentes causados por bicicletas, lo que resulta irónico, si se tiene en cuenta que uno de los 10 puntos del programa revolucionario de Fidel Castro en 1959, al lado de la reforma agraria y de la rebaja de los sueldos de los ministros, era un plan con el que prometía reducir los accidentes de tráfico en la capital.
En cualquier esquina de la ciudad es posible observar vallas o graffitis que aluden a la machera de Fidel, a la resistencia de Cuba, a las bondades de la revolución y al desafío contra Estados Unidos. Peró eso sí que es irónico: los yanquis, los peóres enemigos de la isla, se sorprenderían al encontrar que la economía cubana funciona con base en el dólar, que el capitolio de La Habana es copiado a imagen y semejanza del capitolio de Washington, que La Habana también tiene una Quinta Avenida donde están situadas las casas más hermosas de la isla y que los cubanos tienen acceso a las películas norteamericanas, siempre y cuando cumplan con el requisito de denigrar contra la CIA, contra el gobierno gringo o contra la sociedad de dicho país.

LA PUERTA DE VARADERO
Pero mi primer contacto con la revolución había sido dos días antes, a través de las playas de Varadero, donde se vive una Cuba distinta, más madura, más parecida al resto del mundo, más preparada para enfrentar los retos del siglo XXI. En Varadero existe un gigantesco complejo de hoteles manejados por españoles. El negocio es bueno para ambas partes: la inversión extranjera y el capital cubano van juntos, 50 por ciento y 50 por ciento, en la construcción del hotel, pero los españoles lo operan y el gobierno cubano pone los trabajadores.
Las instalaciones no tienen nada que envidiarle al mejor hotel de veraneo del mundo capitalista. La comida es buena, pero el servicio no tanto, porque a los meseros se les nota que trabajan para la revolución. No importa si lo hacen lentamente o con eficacia, porque el empleo de todas maneras se mantiene, y al fin y al cabo las propinas se reparten a través de un fondo común.
Las playas son limpias, descongestionadas, el mar cálido y transparente, la arena suave y el sol picante. Las turistas, la mayoría alemanas, danesas, suecas, se pasean top-less, como si se tratara de una cosmopolita playa europea.
Todo este asunto del turismo se facilitó desde que el 26 de julio de 1993 Castro legalizó el uso del dólar, frente a la realidad de cerca de 200 millones de dólares que circulaban en la clandestinidad. La verdad era que desde hacía muchos años el dólar dominaba el comportamiento de los cubanos, influía sobre las decisiones del poder, condicionaba las ambiciones y metas individuales, y era el rey del mercado negro, hasta que el régimen tuyo que ceder ante los dictámenes espontáneos de la economía.
Siempre en posición de reto con Estados Unidos, el país emisor de mayor cantidad de turistas en el Caribe, Cuba recibió, en 1994, 650.000 turistas extranjeros no norteamericanos. Se calcula que esta cifra subirá a 800.000 en 1995 y a un millòn en 1996.

LA RECUPERACION
Actualmente la isla registra 1.500 millones de dólares en inversión extranjera. Hay convenios de telefonìa con los mexicanos, de níquel con los canadienses, de petróleo con mexicanos y franceses, de turismo con españoles, de cemento con mexicanos, de cítricos con chilenos e israelíes y de comercio y turismo con Colombia.
Frente al déficit de 11.000 millones de pesos alcanzado en 1993, el régimen tuvo que ponerse las pilas,y tomar la decisión de ajustar el romanticismo de la revolución a la realidad de la economía. Se suprimieron los almuerzos en las fábricas, se incrementaron las tarifas de los servicios públicos, en algunos casos en un 100 por ciento, y se crearon tres impuestos, a los cigarrillos, al ron y a la cerveza. En dos años el déficit se ha reducido en un 50 por ciento, lo que ha valorizado el peso cubano. Y continúan tomándose medidas de puro corte capitalista, como la reducción de los subsidios, que incidieron en buena medida en la caída de Carlos Andrés Pérez en Venezuela.
La economía cubana ha comenzado a registrar señales muy leves, pero señales al fin y al cabo, de una leve recuperación. Además de la reducción del déficit, las exportaciones crecieron entre 1993 y 1994 de 1.700 a 1.900 millones de dólares, y la economía registró un crecimiento del 7,7 por ciento.
Simultáneamente, se ha vuelto a autorizar la venta libre de los excedentes agrícolas en los mercados, lo que indudablemente ha incentivado la agricultura, y se permite el ejercicio libre de ciertos oficios, como la plomería, la carpintería y la venta de artesanías y productos manufacturados. Las famosas diplotiendas,donde hasta hace unos meses no podían comprar sino los extranjeros, se han abierto al cubano, aunque la verdad que pudimos constatar es que el cubano sigue siendo discriminado, se le atiende de último o no se le atiende cuando la tienda está muy llena, así como se le discrimina en los hoteles, donde es común que no se le permita ni siquiera la entrada.

LA TERQUEDAD DE LA LIBRETA
Es una constante: el cubano sobrevive con la libreta pero la detesta, porque en ella están plasmadas todas las carencias y los racionamientos de la economía. Todas las semanas pelea contra este rectángulo de cartón, de menos de 30 páginas, cosido con ganchos, que es el símbolo del ascetismo cubano. Es la garantía de que todos reciben, pero no de cuánto ni de qué. Es un mínimo vital que a veces, por lo general, no se cumple. Fernando, chofer de un carro diplomático en La Habana, dice que es un privilegiado puesto que, al tener acceso a los dólares, no depende de la libreta para vivir. "Hace dos meses no llega azúcar", cuenta. "Imaginese la ironía de que no haya azúcar en Cuba... Y hace cuatro que tampoco llega jabón del cuerpo ni de ropa". Carne no hay casi nunca, distinto de algo que llaman 'pasta cárnica', una mezcla de soya con picadillo y pasta de oca. Para los menores de dos años no falla el litro de leche. Las frutas son escasas. Las verduras son elementos exóticos de estación. Harina no hay. Aceite tampoco, pero manteca sí. En contraste, no falta la manera de celebrarle el cumpleaños a un niño. Pocos días antes de la fecha hay que acercarse con la libreta a una determinada pastelería, donde el día señalado podrá recogerse un gigantesco ponqué. El régimen también suple los refrescos y caramelos.
Para los mayores un cumpleaños es más parecido a un día común y corriente, en el que la dieta es igual a todos los días pero se toma un poco más de ron.

LA GENTE
No se ve, en La Habana, ningún odio o resentimiento contra el turista, contra su manera de vestir o contra sus posibilidades económicas. A veces los automóviles reciben una sorpresiva pedrada en el vidrio delantero, pero no está claro que sea por odio contra el automovilista más que por una pesada pilatuna producto, menos de la maldad que del aburrimiento. La gente es amable, servicial, responde más allá de lo que se le pregunta, orienta con gusto y opina -así me pareció a mí- con gran franqueza sobre las cosas que le pasan.
A nadie se le ocurre que el futuro pueda estar por fuera de la revolución, pero en cuanto al gobierno, existen variados matices, que van desde la admiración ciega e incondicional por Castro, hasta la idea de que puede estar envejeciendo y que no es el líder para las épocas que se viven.
Me impresionó que casi todo el mundo opina y se siente con derecho a opinar. Sobre las equivocaciones del gobierno, sobre los mejores ministros del régimen, sobre economía, sobre historia, sobre música o sobre las mejores maneras de salir del atolladero. Es cierto que todo el mundo lee, aun cuando no haya mucho que leer. Hay acceso gratuito a conciertos, a la yida cultural en general, pero también es cierto que la gente vive desinformada, con base en un periódico oficial cada vez más pequeño, con cada vez menos noticias, que está tan al servicio de la propaganda del régimen como la radio y la televisión.
En la radio abundan los programas culturales y musicales, pero al servicio de la propaganda de la revolución, de una manera insistente y desesperante. De la TV ni hablar. El Noticiero de Televisión, como se llama el noticiero local, es presentado por unos 'anchors' feos, malos, pasados de moda, que presentan las noticias como los meseros de Varadero sirven la comida: sin mística propia.
Vi cómo transmitía la TV el cubrimiento de las elecciones locales, y pensé que ni siquiera el compromiso discutible de proteger el régimen a través del mecanismo de ensalzarlo justifica hacer una transmisión más aburrida que la que vi. Insistentemente se martilló sobre la realidad de que la votación había alcanzado el 97 por ciento en casi todas las localidades del país. Más tarde supe que era verdad, y que el voto de protesta, manifestado a través de los votos en blanco o de los votos con comentarios escritos de desaprobación, había alcanzado el 17 por ciento, lo cual sería un hit en una democracia como la colombiana, pero en un sistema como el cubano constituye motivo de cuchicheos y de preocupación.

EL ABURRIMIENTO
Distinto de los quioscos de la U. Jota Cé, de los conciertos rock de julio y de agosto en el malecón, de la posibilidad de chapotear en el mar y de observar el horizonte, de cantar en gallada, un joven cubano se muere de aburrición en La Habana.
Cuando le pregunté a un conocedor por las posibilidades de diversión de los jóvenes, distintas de las anteriormente descritas, me contestó con franqueza: "Hacer el amor". Y cuando le pregunté dónde, me dijo: "En todos lados. Hasta detrás del morro".
La verdad es que el amor no es ni de lejos un tema tabú en Cuba. La gente se casa y se descasa con facilidad y el Poder Popular se encarga de organizar las casas de encuentros para las parejas. El régimen tolera los abortos y existe una campaña franca y exhaustiva en relación con el uso del condón.
Es en el contexto del aburrimiento, más que en el económico, en el que debe situarse uno de los problemas más candentes de la revolución cubana: el de la prostitución. Es fácil para un turista opinar sobre el tema e igual de fácil equivocarse en su diagnóstico. Ver a las jóvenes cubanas ofreciéndose a los turistas en las calles, pues las ve cualquiera. Lo que no es tan fácil de ver son las motivaciones de estas niñas, muchas de ellas profesionales de la medicina, de la literatura, o estudiantes universitarias, que igual se ofrecen por unos tenis, por 50 dólares, o sencillamente por una noche en un cabaret al compás de una buena orquesta y de un trago de ron. A veces sencillamente se ofrecen por nada.
La prostitución en Cuba va más allá de un problema económico. Es un resultado en el que se dan cita las reducidas posibilidades de formar una familia, el no esperar nada distinto de la mañana siguiente, la fórmula de escape que ofrece una fantasía amorosa, y la desesperanza que produce el aburrimiento.
Es una prostitución distinta, bastante más compleja que la que preocupaba al Congreso Cubano de Mujeres de 1937, cuando por primera vez en Cuba se trató públicamente y con franqueza el fenómeno de las mujeres que se ofrecen. La diferencia está en que en esa época podía pensarse que el problema radicaba en la pobreza, mientras que ahora, para una mujer cubana, la prostitución es antes que nada un asunto de libre determinación de su cuerpo, en medio de una batalla en la que se pelean codo a codo el romanticismo y la desesperación.

EL RACISMO
Con todo y la complejidad de su definición, y lo simplista que sería decir que la revolución cubana ha fracasado porque hay una gran prostitución en La Habana, no puede desconocerse que el tema es altamente preocupante para el régimen y que constituye una pésima vitrina para una revolución que se propuso impedir que la isla continuara siendo el prostíbulo marítimo más grande el mundo.
Pero existe otro fenómeno que realmente me sorprendió en una sociedad que a simple vista parece ser el paraíso de los logros multirraciales, y que constituye un desafío para las metas igualitarias de la revolución, en proporciones aun mayores que el fenómeno de la prostitución: se trata del racismo.
Me interesó el tema desde que un taxista rubio, de ojos verdes, se refirió a sus compatriotas negros como unos seres "incapaces de jugar fútbol, porque para eso se necesita pensar".
A su llegada al poder en 1959 Fidel Castro se propuso acabar con el racismo, entendido como la discriminación practicada en los lugares de trabajo y de cultura y diversión. Y la verdad es que en Cuba a nadie se le cierra una posibilidad en virtud del color de la piel. Es decir, Castro intentó solucionar el racismo con la igualdad económica más estricta, como si el conflicto racial tuviera como única causa un conflicto de clases. Pero en Cuba, es la verdad, los negros todavía no logran ser iguales a los blancos, porque los blancos, a pesar de los propósitos igualitarios de la revolución, continúan sintiéndose "de mejor familia" que los negros.
El propio Fidel reconoce el problema y se duele de su existencia: "Quizás el más difìcil de todos los problemas que tenemos delante, quizás la más difícil de todas las injusticias que hayan existido en nuestro medio ambiente sea el problema que implica poner fin a la discriminación racial, aunque parezca increìble".

LA REVOLUCION
Hay fórmulas simplistas y populares para salir del tema de Cuba, e indudablemente la más simplista y la más popular es concluir que la revolución fracasó. Es como casi todo el mundo juzga el experimento de Castro, desde lejos, a partir de lo que oye decir, o desde cerca, una semana después de haber estado en Varadero o paseado por La Habana. Es fácil decirlo porque la gente se queja, porque la ciudad se cae, porque no hay transporte, porque escasean los alimentos, porque los servicios son deficientes, porque Fidel Castro se comporta como un emperador, porque la burocracia es lenta y abundante, porque hay prostitución, racismo, desesperanza y porque mucha gente se quiere ir.
Hay otra fórmula menos simplista, y menos popular, que surge al colocar una distancia entre nuestros propios parámetros y un experimento que en gran parte de sus aspectos no comprendemos. La de reconocer que la revolución cubana, que se siente y se palpa, a pesar del derrumbe socialista y de la profundización del bloqueo, no ha fracasado, no está agotada, ni Fidel ni los suyos están vencidos. La revolución cubana se está reacomodando, y tendremos que lidiar con ella, gústenos o no, de la forma más civilizada posible.