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OPINION DE UN "VIOLENTOLOGO" DE LA NUEVA GENERACION

Gonzalo Sánchez Gómez, historiador especializado en la Violencia hace su diagnóstico sobre la situación contemporánea

GONZALO SANCHEZ
30 de mayo de 1988

Colombia se ha visto sacudida en los últimos meses por una o ola de genocidios que recuerda los peores tiempos de la Violencia. Sin embargo, no basta con señalar tales antecedentes, sino que es necesario ofrecer contextos analíticos que no permitan comprender mejor su significación. Es lo que voy a intenta aquí, a partir de una relectura de los grandes hitos del conflicto armado en el país.
Hasta hace muy poco tiempo --unos cinco años, digamos-- no parecía aceptable una visión gradualista de nuestra civilización política según la cual, en el curso de nuestra vida republicana, habriamos transitado tres fases acumulativas de la confrontación armada, cuyo itinerario, en apretada síntesis, sería el siguiente: en un primer momento el de las guerras civiles anárquicas del siglo XIX, capas dirigentes de la sociedad comprometieron a los sectores populares en luchas encarnizadas cuyos objetivos estos últimos ignoraban, les eran ajenos o simplemente no entendían. En un segundo momento histórico, el del período clásico de la Violencia, los grupos armados, cuadrillas o guerrillas campesinas, habrían alcanzado una relativa independencia con respecto a los grandes propietarios, a los gamonales y, en general, a los distantes jefes políticos citadinos. Finalmente, en la época contemporánea, de los años sesenta para acá, se habría iniciado la fase de la guerrilla revolucionaria, con proyectos políticos alternativos, y con tácticas, estrategias y liderazgo totalmente autónomos.
En esa perspectiva, se insinuaba y se consideraba como probable una eventual "salvadorización" o "centroamericanización" de la política colombiana. De esta visión participaba tanto la izquierda insurreccional, que pronosticaba el inminente desencadenamiento del proceso revolucionario, como la extrema derecha que presentía el colapso total de "su" democracia y de su dominación.
Pero el pasado se reconstruye permanentemente a la luz de las preocupaciones y exigencias del presente.
En efecto, la dramática situación por la que atraviesa hoy el país esta dando pie a una lectura totalmente inversa del proceso antes descrito, otro esquema interpretativo que habría que superponer al primero. Según este nuevo esquema, más que una tendencial cualificación de la guerra, a lo que hemos asistido es; una degradación permanente de la confrontación social y política y particularmente de sus expresiones armadas. A pesar de los diferenciados objetivos que se puedan invocar, e hecho es que la criminalización de los mecanismos utilizados por los múltiples actores en pugna ha terminado por pervertir el carácter de la guerra. Este es el eje de la argumentación de estas notas, y por lo tanto requiere una mayor ilustración. Para ello, retomaremos los tres grandes períodos de la contienda armada ya mencionados.
Las guerras civiles, en la medida en que tenían el carácter de tales, se traducían en combates entre ejércitos regulares e irregulares, cuyos momentos de máxima tensión eran, en el lenguaje castrense, las batallas. La Humareda, Peralonso, Palonegro, Garrapatas, son hitos memorables en la cronológia militar del siglo XIX. Los muertos de estas guerras eran catalogados como "bajas" en las filas de los sectores contendientes, y no obstante lo sanguinarias que podían llegar a ser, estaban regidas por inviolables códigos de honor que imponían, por ejemplo, el respeto a la integridad física de mujeres y niños.
Muy diferente fue la dinámica de la Violencia y por eso resulta comprensible que se vacile tanto en definirla como una guerra. Las confrontaciones armadas de la década del cincuenta y primeros años de la del sesenta tenían una lógica peculiar. Salvo el caso de algunos núcleos guerrilleros, más o menos organizados, que sostenían enfrentamientos inevitables con las fuerzas gubernamentales, los grupos rivales se eludían sistemáticamente, y sus antagonismos irreconciliables se resolvían indirectamente a través de operaciones de exterminio contra la población inerme, en su mayoría campesina. No había en aquel entonces consideraciones especiales de edad o sexo, sino todo lo contrario: a mayor indefensión, mayor sevicia.
Los fúnebres escenarios de la Violencia no eran, pues, campos de batalla, y sus resultados no se nombraban en términos de "bajas" al enemigo, sino de masacres, de genocidios, de víctimas. La función de la "guerra" en este caso no era la de vencer o desarmar a un real o supuesto enemigo, sino la de producir el terror y la intimidación en regiones y comunidades enteras de una determinada composición partidista.
Es así como, para el período 1947-1957, Germán Guzmán pudo registrar 16 masacres de más de 20 personas, para un total de 826 víctimas, lo que equivale a un promedio superior a 51 por fecha.

Estas masacres, es obvio, dejaron huellas imborrables en la memoria de una generacón de niños y adolescentes campesinos, que presenciaron impotentes el incendio de sus casas y el asesinato de sus padres, hermanos y seres queridos en general, al cabo de indescriptibles rituales de terror. Desde entonces, "masacre" y "genocidio" fueron títulos y temas obligados de numerosos textos literarios y de la obra de pintores como Débora Arango y Alejandro Obregón.
Pero antes de que se cerrara el ciclo de la primera Violencia, muchos de los sobrevivientes de estas matanzas se refugiaron desesperadamente en el bandolerismo y se vengaron de su infancia atormentada haciendo ellos mismos de la masacre y el genocidio su sistema específico de acción, su modo de vida, y quizás también el único lenguaje asimilable por una sociedad que no sólo no los entendía, sino que no se transformaba por la renuencia de sus clases dirigentes a aceptar que había que hacerlo.
Con la misma lógica de años anteriores revivió la norma de un código no escrito que hacía imperativo el respeto mutuo de las bandas rivales. No se sabe de enfrentamientos directos entre un "Chispas" y un Efrain González, por ejemplo, cuando operaban ambos en el Quindío; tampoco entre un "Sangrenegra" y un "Pájaro Azul", a pesar de que deambulaban por las mismas rutas y veredas de la Cordillera Central. La carne de cañón, el blanco de su pequeñas guerras, serían otra vez los campesinos.
Dentro de este contexto, en el momento actual, además de muchos de los componentes de las fases anteriores, siempre presentes, lo característico parece ser que nos estamos acercando de manera suicida a la guerra total, pero en un sentido muy diferente al que le han dado los teóricos militares, desde Sun Tzu hasta Clausewitz. Los asesinatos y las masacres de hoy, en Colombia, ya no tienen como límite una frontera que defina el "más acá" y el "más allá" en el forcejeo de bandos opuestos por controles territoriales, ni siquiera la más imprecisa geografía de las afiliaciones partidistas, aunque éstas también cuentan. Las nuevas modalidades de la guerra apuntan a franjas mucho más amplias de la comunidad organizada. Se es vulnerable ahora por la simple pertenencia a un sector social, a una función profesional, a una opción de vida. Se mata a campesinos por ser campesinos, a obreros por ser obreros, a maestros por ser maestros, a jueces o periodistas por cumplir con su misión, a prostitutas mendigos y homosexuales porque resulta intolerable que lo sean, a soldados, policías o guerrilleros fuera de combate, porque parecerían no caber en el mismo tipo de sociedad, y así sucesivamente. Es una guerra de todos contra todos, en una sociedad con un altisimo porcentaje de su población armada o protegida por las armas. Es una guerra no sólo punitiva sino también preventiva contra quien se supone puede llegar a ser subversivo, traidor o simplemente contendor en el escenario más amplio de la política o en el más discreto de las relaciones interpersonales. Es una guerra que juega con los que no están en ella, es una guerra "sucia". Es una guerra en la cual, para ser potencialmente víctima, basta ser "el otro". No es sólo una guerra contra el Estado o del Estado contra la sociedad civil, es una guerra de la sociedad entera consigo misma. Es el suicidio colectivo.
Es impactante observar cómo al ordenamiento territorial del país se le va superponiendo una nueva geografía, la geografía de la violencia y las masacres: la masacre de Urabá, la masacre de Córdoba, la masacre del Caquetá, la del Meta, la de Arauca, la de Tacueyó en el Cauca, la del Palacio de Justicia en Bogotá, la de militantes políticos en Medellín, las matanzas nocturnas y anónimas de Cali. A un país insensibilizado frente a la noticia del asesinato selectivo y a cuentagotas del sicario se le desafía ahora, adicionalmente, con el genocidio y aún no reacciona.
Ante este sombrío panorama, que la guerrilla no se haga ilusiones con una inminente perspectiva revolucionaria; que los promotores de la "guerra sucia" renuncien a su pretendida función de guardianes del Establecimiento amenazado; que el gobierno no siga siendo testigo mudo del desangre. El peligro hoy, para los que tanto la temen, no en la revolución, ni quizás tampoco el fascismo, puro y simple, sino algo más grave para todos: la disolución misma de la sociedad. Como lo anotó en su momento la Comisión que elaboró el Informe "Colombia: Violencia y Democracia", "múltiples violencias se están retroalimentando y superponiendo en forma tal que su agudización se proyecta en la perspectiva, no de una eventual crisis insurreccional sino de una anarquización generalizada de la vida social y política del país". Es decir que, dE la exacerbación de estas múltiples violencias cruzadas, por más lógica que pueda adscribirseles, no puede haber sino perdedores.
Por todo lo anterior, no debería sorprender que tan sólo en el curso de una década los estudiosos de la realidad contemporánea de Colombia hayan modificado tan sustancialmente sus percepciones del escenario político nacional. De una marcada insistencia en la tradición y cultura democráticas del país, se pasó a un énfasis reiterado en la cultura de la violencia y más recientemente ha comenzado a hablarse de una cultura del terror (Michael Taussig) e incluso de una cultura de la muerte (Carlos Alberto Uribe T.).
Parecería como si la profecía de Gonzalo Arango ante la tumba de "Desquite", en los años sesenta, estuviera a punto de cumplirse: "Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña. No habrá manera de que Colombia en lugar de matar a sus hijos los haga dignos de vivir?
Si colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una tragedia: "Desquite" resucitará, y la tierra volverá a ser regada de sangre, sudor y lágrimas".
Ante los hechos recientes, podríamos preguntarnos igualmente:
¿Cuántos "Desquites" y "Sangrenegras" de entonces habrán resucitado hoy? Y al paso que vamos, ¿cuántos resucitarán mañana? ¿Será la resurrección de estos muertos la única posibilidad nuestra de vivir, de sobrevivir?--