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PERALONSO. (Del capítulo 2 de Edad de Sangre.)

21 de marzo de 2004

Al general Herrera se le veía molesto en su camilla bajo la mirada vigilante del médico José María Vesga y Avila que se había propuesto mantenerlo inmóvil después del entablillado de su muslo roto. Al mismo tiempo se le exteriorizaba al general la humillación de los que se sienten inútiles cuando se necesita la actividad de todos, y era evidente que lo angustiaba la situación que el general Uribe Uribe le describía después de la inspección de la mañana: desmoralización de los combatientes, escasez de alimentos y pertrechos y presión del enemigo en la vanguardia y en la retaguardia; condiciones que ponían al ejército liberal al borde de la derrota y en manos del gobierno conservador. Y como si esta situación abriera una reciente herida, ahí estaba Uribe Uribe recordando las pesadillas de El Papayo, Chumbamuy, Capitanejo y la más reciente de Bucaramanga. "No estoy dispuesto, le decía, a soportar la reputación de general derrotado y de mal augurio." Y puesto que cada hora que pasaba hacía más apremiante la necesidad de romper la tenaza de hierro y de fuego que el ejército conservador había tendido a su alrededor, el único recurso que quedaba en sus manos era abrirse paso hacia Cúcuta cruzando el puente. "Voy a pasar el puente a la cabeza de los que quieran acompañarme," anunció. En la habitación se hizo un repentino silencio de pasmo, como el que sucede en las mesas de juego ante el anuncio de "todo o nada." Era una propuesta suicida que a ninguno, en sus cabales, se le habría ocurrido. Cruzar aquellos 26 metros de puente era equivalente a pararse en un paredón de fusilamiento. Tendrían a su favor la sorpresa inicial, durante los diez primeros metros de recorrido por aquel puente de hamaca, con tablones amarrados con cables de acero; pero de ahí en adelante, al acortarse la distancia entre ellos y los tiradores que asomaban las bocas de sus fusiles por los agujeros que habían abierto en los machones del puente, aumentaría el riesgo hasta convertir aquella idea en una propuesta suicida. "General, ¿qué necesidad tiene de exponer su vida, que nos será tan útil en otros campos?" "Es una insensatez que debe ser impedida, así sea amarrándolo;" " es lo más trascendental de esta batalla, o el más grande cañazo de un antioqueño" dijo el general Durán como remate de aquella sucesión de alarmados comentarios.

El general Herrera fue quien con mayor lucidez entrevió la ceja de luz que abría la audaz propuesta de Uribe y, desde su camilla, dejando a un lado cualquier consideración, comenzó a planear minuciosamente el cruce del puente. Se determinó que la hora cero de la operación sería las cuatro de la tarde, que antes de esa hora el coronel Guerrero frente a la Amarilla, y el general Soler frente al puente del Caimito y los 800 hombres del general Casabianca, emprenderían una ofensiva tal que desviarían la atención que el enemigo pudiera tener puesta sobre el puente. A las cuatro cesaría el fuego y se iniciaría el recorrido de aquellos 26 metros mortales. Pero, ¿quién acompañaría al general Uribe?

Fue lo que se planteó minutos después cuando, con la aprobación de los generales Durán y Herrera, Uribe Uribe en la corraleja de piedra se dirigió a los jefes de batallón y a los dispersos de la Azulita para comunicarles: " a las cuatro cruzaré el puente. Necesito a 10 voluntarios que lo crucen, conmigo a la cabeza." Miró a su alrededor y los vió inmóviles, con los ojos sin expresión, como si nadie hubiera oído la propuesta. Dejó que los segundos pasaran, pesados de silencio, como orugas. Sólo se oían las contínuas descargas que se hacían desde las orillas y arriba, entre los cerros. Parecía que el incómodo silencio no fuera a terminar cuando se escucharon, el zapatazo del general y su voz colérica: " necesito diez hombres, los que sean." Y todavía pareció que la respuesta iba a ser un nuevo silencio de hombres que no lograban decidir entre el peligro y la gloria, cuando, desatados sus nudos interiores, dio un paso al frente Saul Zuleta, un negro alto y fornido al que el uniforme parecía quedarle corto y estrecho. Era sargento del Batallón Villar. Avanzó hasta ponerse al frente del general Uribe, como disculpándose por la tardanza para dar su respuesta.

No parecía mucho, pero era algo. Desde que había expuesto su plan ante el general Herrera, el generalizado rechazo, le había revelado que su idea de cruzar el puente ponía al desnudo, y por contraste, los secretos terrores de generales y oficiales. El silencio que el negro Zuleta acababa de romper estaba cuajado de miedos, posiblemente de cobardías, pudorosamente ocultadas. Por eso, como un obstinado zapador que castiga las bases de una muralla hasta derribarla, se oyó a sí mismo decir: "este es el sargento Saul Zuleta que va a pasar el puente conmigo. Por su hazaña lo asciendo a capitán, quede vivo o muerto. " El hombre que tenía delante aparecía inmóvil e impávido, con los labios entrecerrados de quien está perdiendo el aliento. Carlos Ordóñez, ayudante de campo, al ver la escena, pensó que era imposible que un negro feo pudiera hacer algo que él no fuera capaz de acometer, y dio un paso al frente. Con él lo hizo el coronel Neftalí Laucamundi...y tras ellos otros hasta completarse el número de diez, más otros cuatro que se les unieron en el último minuto.

Discretamente el general Uribe Uribe llamó aparte al general Leal y le entregó su cartera, con el encargo de hacerla llegar a su familia. Entre esos papeles, le dijo, estaba su testamento. Luego dio a sus hombres la consigna para los próximos movimientos. se trataba de llevar las armas listas de modo que, tras cruzar el puente en estampida, debían disparar introduciendo el cañón de sus armas en los agujeros por donde asomaban los fusiles enemigos y dar muerte a los tiradores. Culminada esa fase de la operación, todo el ejército liberal cruzaría el puente de la Laja en estampida.

Cuando en los relojes fueron las cuatro de la tarde, el tiempo y el viento parecieron detenerse un instante. Cesaron los disparos y por el puente, cuando nadie lo esperaba, resueltos y seguros, saltando sobre los huecos y las alambradas que estorbaban su paso, con las armas engatilladas, encabezados por el general Uribe, aparecieron los 14 combatientes liberales. Al lado del jefe, pegado a él como su sombra, iba el negro Zuleta.

Los hombres del Batallón Vencedores que, al otro lado, se resguardaban detrás de la tapia que se extendía a lo largo del camino, reaccionaron tardíamente y con sorpresa, cuando tuvieron delante de sí la escena inimaginable. Catorce hombres con su general en jefe a la cabeza, corriendo y saltando, se habían adentrado en esa tierra de nadie en que se había convertido el puente desde el comienzo de la larga batalla. Custodiado desde las dos orillas y desde los costados, aquel trayecto de 26 metros había quedado cerrado por dos barreras invisibles pero reales, como territorio dominado por la muerte. Y sin embargo, ahí estaban, desafiantes, los participantes de una acción que, hasta unos segundos antes, nadie hubiera podido imaginar. Los del Vencedores sólo alcanzaron a disparar una descarga cerrada contra el grupo, sin apuntar, en una reacción primera, impuesta por la sorpresa.

Aparte de la sensación, como de una quemadura en su costado izquierdo, el general Uribe no sintió más cuando sonaron los disparos que los envolvieron en la humareda acre de la pólvora, hacia la mitad del puente. Miró a los suyos y los encontró ilesos, rígidos los músculos de aquellos rostros decididos, con la certidumbre feliz de haber superado el miedo y el reto. Mientras tanto, a la sorpresa había sucedido la confusión; no hubo tiempo para una segunda descarga porque los catorce habían comenzado a disparar sus armas metiendo los cañones por entre las agujadas. Fue el comienzo de una batalla final.

Por el puente avanzaba ya, como una tempestad, el ejército liberal. Se levantaron por sobre los disparos y el rugido del río, los gritos agónicos de los primeros heridos, el relincho y manoteo de los caballos acosados por las espuelas, los gritos y las maldiciones de la lucha cuerpo a cuerpo, el choque de los machetes ensangrentados que restallaban en medio de jadeos e interjecciones rabiosas, mientras a través del puente seguían cruzando, como un río humano, los combatientes que, superado el desaliento y el pesimismo de unos minutos antes, lucían transfigurados por la repentina convicción de que la victoria estaba al alcance de sus manos.







La conversación entre el coronel Mateo Ramírez y el mayor Echeverri se interrumpió cuando los dos escucharon el estruendo de una carga cerrada. Entre el monótono ritmo de los disparos aislados de lado y lado, esta descarga de fusilería hizo el efecto de la entrada de toda la orquesta en la ejecución de un concierto. Los disparos desde las orillas se suspendieron, un silencio que duró varios largos segundos pareció detener el tiempo y luego, una intensificación de los disparos y una gritería que parecía avanzar hacia el sitio en donde los batallones Boyacá y Briceño hacían tareas de contención, redoblaron la alerta.

Resguardados detrás de los costales con que había levantado sus trincheras, Mateo y sus hombres vieron asombrados que, envueltos en una nube dorada de polvo, venían en retirada los hombres del Batallón Vencedores. No se había escuchado ningún toque de corneta que lo indicara; repentinamente los disparos desde la otra orilla habían cesado y tanto el Batallón Caucanos como el Herrán intentaban contener la estampida humana que venía del puente de La Laja. Al ver a través de su largavista la marea de banderas rojas que avanzaba; al acercarse los rostros desencajados por el pánico de los soldados del Vencedores, comprendieron que algo grave e inesperado acababa de suceder. El enemigo había entrado a la orilla en donde las fuerzas del gobierno habían dispersado todos sus batallones; inexplicablemente habían puesto en fuga a los defensores del puente y, como si se tratara de una vanguardia de desmoralización y de pánico, el Batallón Vencedores en fuga, contagió a los demás. El ejército liberal había arrasado las primeras defensas, se había apoderado de pertrechos y prisioneros y avanzaba vencedor por el camino hacia Cúcuta, casi sin encontrar resistencia. Al llegar a la curva en donde Mateo y el Briceño defendían la ambulancia, abandonaron el camino y se internaron hacia las colinas. Desde sus trincheras, Mateo Ramírez siguió un doble espectáculo: por el camino, casi sin dar batalla cruzaron en retirada, hacia Cornejo, las fuerzas conservadoras. Desmoralizados, humillados, llevando a rastras a sus heridos, los soldados de los distintos batallones dejaban al pasar, armas y pertrechos porque en su desespero no querían llevar consigo nada que les impidiera la huida. Y más allá, y fuera del camino, como una tempestad que se alejaba hacia la colina, el ejército liberal.

Sólo al anochecer cesó el ruido de los disparos y se pudieron oir, con toda su nitidez aterradora, los gritos de los heridos, sus lamentos y blasfemias junto con las voces coléricas y torpes de los que, para ahogar el miedo, el dolor o la cobardía, se habían embriagado hasta la inconsciencia. Con las corrientes de aire del río llegaban hasta el campamento de Mateo, en oleadas periódicas, el olor de la pólvora, de la carroña, de la leña quemada, junto con el de los nardos. Una extraña combinación parecida a la de la vida.