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TRUMAN DIJO SI

40 años después, el mundo entero sigue preguntándose por qué el presidente norteamericano decidió arrojar la bomba atómica.

9 de septiembre de 1985

"El cielo azul de agosto brillaba sin una nube. A extraordinaria altitud, un bombardero B29 apareció brillante, como de plata. Parecía volar lentamente hacía Hiroshima. Debe ser un avión de reconocimiento habitual, pensé yo, mientras expulsaba el aire de la jeringa sin ponerle mayor atención al avión. Me disponía a hundir la aguja en el brazo de la enferma. En ese instante, un resplandor me golpeó la cara y me encadiló los ojos. Un violento calor se abatió sobre mi cara y brazos. En un instante, me encontré en el suelo, con las manos en el rostro tratando instintivamente de salir a la calle". Así describe el doctor Shuntaro Hida, un testigo presencial del holocausto nuclear de Hiroshima, los primeros segundos de ese evento terrible.
En un pequeño libro que registra sus recuerdos, Hida -quien era un joven médico militar en ese momento- cuenta que jamás pudo olvidar lo que vio y sintió en esos instantes: "sobre Hiroshima se formó un gran círculo de fuego que flotó en el cielo".
De él emergió una gigantesca nube en forma de hongo. Segundos más tarde, se desató un tremendo ciclón que arrastró los tejados de paja de Hesaka, al doctor Hida y a su pequeña paciente. "Yo volé por los aires casi 10 metros a través de dos habitaciones y finalmente fui a estrellarme contra un altar de Buda que se hallaba al fondo de la casa. El enorme techo y buena cantidad de maderos cayeron sobre mí con estrépilo ensordecedor. Todo mi cuerpo quedó lastimado."

TODOS EVAPORADOS
La distancia a que se hallaba este medico del impacto atómico lo salvó. Hiroshima, puerto en la costa sur japonesa, tenía ese 6 de agosto de 1945 casi 343 mil habitantes. En unos segundos, 70 mil civiles indefensos fueron borrados de la faz de la tierra. El resplandor que vio Hida y que es elemento infaltable en las memorias de los que pasaron esa prueba, lo produjo el engendro que acababa de ser soltado desde el bombardero norteamericano Enola Gay: una bomba atómica de cuatro toneladas de peso lanzada en paracaídas que estalló a 600 metros de altitud. El único kilo de uranio 235 que llevaba dentro, generó una temperatura de 300 mil grados que al llegar al suelo se redujo a 7 mil, calor suficiente para evaporar, volatilizar y destruir todo lo que encontró a su paso en un radio de dos kilómetros: seres humanos, animales, edificios.
Hoy se conserva en el Museo de la Paz de Hiroshima una curiosa, si no espantosa, muestra de lo que ese artilugio nuclear hizo aquel día a las 8 y 15 de la mañana: las figuras de cera de una mujer y dos niños derritiéndose dentro de sus ropas al unisono, cientos de fotografías de personas deformadas por la lluvia de rayos gamma y neutrones, una maqueta y decenas de fotos de cómo quedó la ciudad atacada. Y finalmente, los peldaños resquebrajados de las escaleras en granito del Banco Sumimito, donde quedó impresa la sombra de una mujer que se hallaba en ellas sentada esa mañana y cuyo cuerpo fue volatilizado por la radiación.
"Los que murieron en ese instante fueron los más afortunados", es otra frase que se hizo famosa después. Pero no fueron los únicos. Miles de quemados y agonizantes quedaron allí tendidos. Ellos hicieron que la cifra de muertos ascendiera a 136.989 tres meses después. En Nagasaki, donde los norteamericanos lanzaron una segunda bomba setenta y cinco horas después de la primera, el 9 de agosto a las 11 de la mañana, hubo entre 60 mil y 70 mil muertos, para un total de 200 mil. Cuando el año de 1950 terminaba, las cifras de las víctimas de esos bombardeos se habían doblado, llegando al medio millón.
Cuarenta años después de esa catástrofe que para algunos puso fin a la Segunda Guerra Mundial y que ciertamente cambió el curso de la historia de la humanidad al abrirle la puerta a la era atómica, los arsenales nucleares que acumulan las grandes, medianas y pequeñas potencias, reúnen un poder destructivo que es un millón 600 mil veces más grande que la bomba de 12.5 kilotones que acabó con Hiroshima.
Sin embargo, los gobiernos del mundo -conscientes en lo más íntimo de que lo ocurrido el 6 y 9 de agosto de 1945 fue una atrocidad que no encontró con el correr de los años disculpa ni justificación moral alguna- se han abstenido de volver a emplear en guerra o conflicto alguno esa arma. Estados Unidos y la Unión Soviética respecto de sus poderes atómicos, constituyen, por otra parte, el mayor elemento de disuasión para el empleo de esos arsenales.

UN PROYECTO SECRETO
Arma política por excelencia, un proyecto secreto, mero instrumento de presión en las contiendas internacionales, el artilugio nuclear de hoy en día ya no puede, como en 1945, ganar por sí solo una guerra. A lo sumo puede emprender una contienda cuyo resultado sea el fin de todas las guerras, pues sería la liquidación de las especies que pueblan la tierra.
La bomba de 1945 fue el producto de acelerados trabajos iniciados tres años antes por el gobierno estadounidense bajo el nombre de "Proyecto Manhattan". Cerca de 100 mil sabios, ingenieros y técnicos de diversas nacionalidades, con un presupuesto enorme para la época de 2 mil millones de dólares, fueron reunidos en un lugar conocido con el sobrenombre de "Campo de Concentración de los Premios Nobel", cerca a la localidad de Los Alamos, Nuevo México. El jefe de equipo, Robert Oppenheimer, considerado como el "padre" de la bomba atómica, informó al recién posesionado presidente Harry Truman (Roosevelt había muerto hace poco en abril de 1945), que la bomba estaba lista. Los norteamericanos habían trabajado duro, acicateados por un informe de 1943 según el cual los científicos de Hitler estaban forjando una arma secreta en base a uranio. El primer ensayo de los norteamericanos tuvo lugar el 15 de julio, veinte días antes de lo de Hiroshima, en el desierto de Alamogordo, no lejos de los laboratorios secretos.
El imperio japonés también trabajaba en la producción de un aparato semejante pero no invirtieron tanto dinero ni trabajaron tan aceleradamente como los norteamericanos. ¿Los japoneses hubieran arrojado la bomba atómica antes que sus enemigos, si ganan la carrera científica? Hoy nadie debate ese punto. Lo que se discute es si la decisión de Truman -el único ser humano que ha dado la orden de destruir con una bomba atómica dos poblaciones civiles indefensas, de un país a punto de ser derrotado por medios militares convencionales- se justilicaba o no.

¿TRUMAN TENIA LA RAZON?
Quienes apoyan la medida de Truman coinciden en argumentar dos cosas: que arrojar tal artilugio era necesario para terminar la guerra. Y que el holocausto de Hiroshima y Nagasaki salvó, en ultimas, muchas vidas humanas de ambos lados. Crueles hasta consigo mismos, los japoneses eran adversarios irreductibles de los norteamericanos, de tal suerte que una invasión norteamericana a la isla de Japón habría causado un millón de bajas a los norteamericanos, dicen quienes sostienen esa teoría. Además, el gobierno japonés, dominado por los sectores más militaristas, no iba a rendirse a ningún precio para hacer honor a tradiciones patrióticas que incluyen el suicidio para defender sus intereses. Washington ante ese panorama decidió lanzar no una, ni dos, sino nueve bombas atómicas sobre Japón, según documentos oficiales revelados sólo hasta ahora por el diario Washington Post. ¿Por qué los duros japoneses no se habrían rendido con dos?, es la pregunta.
Pero es ahí donde queda expuesto el carácter frágil de esa postura, y es ahí donde empieza la teoría alternativa, la de quienes piensan que Truman pudo haber escogido otra salida.
Los japones aterrorizados con los devastadores efectos de la nueva arma norteamericana, se rindieron incondicionalmente antes de lo calculado por Washington. En la madrugada del 10 de agosto el emperador decidió capitular. Una tercera bomba iba a ser arrojada sobre Kokura, el 14 de agosto.
Hoy hay abundantes pruebas históricas de que Harry Truman era el primero en saber que la Segunda Guerra Mundial podía terminar sin el empleo de la bomba atómica. Gar Alperovitz, un historiador norteamericano autor de un libro sobre esa coyuntura, dice que el mandatario norteamericano estaba plenamente enterado de que la declaratoria de guerra de la Unión Soviética al Japón, prevista para los primeros días de agosto, sería un golpe devastador para los militares japoneses, quienes desesperadamente anhelaban que el Ejército Rojo siguiera manteniéndose neutral. El general George C. Marshall, empapado de esa circunstancia, explicó a Truman que la eventual declaración soviética conduciría a corto plazo, a una capitulación de los japoneses. Al fin y al cabo, el emperador japonés había hecho señales de que buscaba rendirse honorablemente. Otro protagonista de esa guerra, el general Dwight D. Eisenhower, pidió a Truman no arrojar la bomba, pues para él era claro que Japón estaba dispuesto a rendirse. ¿Por qué, entonces, el empeño del Presidente norteamericano de utilizar la bomba atómica? Truman, un anticomunista vehemente, no podía aceptar que el final de la guerra fuera atribuido a una movida militar de la Unión Soviética sobre el Japón. El estaba convencido que, en cambio, un golpe brutal norteamericano sobre Hiroshima y otras ciudades japonesas serviría a propósitos geopolíticos globales de largo alcance: mostraría a los Estados Unidos como el único poder con tal capacidad de destrucción y "haría más manejable a Rusia", según palabras del secretario de Estado de ese entonces, un tal señor Byrnes.
Un diario de Truman, publicado recientemente, revela que el mandatario sabía que el imperio japonés desde junio había decidido abrir negociaciones de rendición a través de Moscú. Además, la inteligencia norteamericana sabía que la fecha fijada por la URSS para entrar en guerra con Japón era el 8 de agosto precisamente. Pues bien, dos días antes del suceso, Hiroshima era bombardeada. "El uso de estas bárbaras armas sobre Hiroshima y Nagasaki no fue una ayuda material en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y a punto de rendirse". Quien sacó esa conclusión fue un alto militar norteamericano de esa época, el almirante William D. Leahy, jefe del Estado Mayor de las fuerzas estadounidenses.
¿Ha dejado ese episodio alguna huella en el inconsciente colectivo de los norteamericanos? Cuarenta años después un profesor de psiquiatría de la Universidad de Nueva York, Robert Lifton, cree que sí: "existe en primer lugar el malestar por haber sido los únicos en haber recurrido a la bomba. Es una maldita responsabilidad que el género humano comparte. Pero desde el comienzo hemos sido nosotros los que la hemos llevado sobre nuestros hombros".