La pareja en sus años de juventud. El filósofo y periodista austriaco André Gorz y su esposa, Dorine, en un momento de felicidad. FOTO: CORTESÍA LE NOUVEL OBSERVATEUR.

reportaje

Amor constante más allá de la muerte

El filósofo y periodista austriaco André Gorz y su esposa, Dorine, de origen inglés, consumaron su deseo de morir juntos tras cincuenta y ocho años de vida en pareja. Texto de ARCADIA

Hernán A. Melo Velásquez
22 de octubre de 2007

Un año antes del suicidio de André Gorz y de su esposa, Dorine, se había publicado Carta a D. Historia de amor. Se trata de una expiación de un hombre invadido por la exigencia de intelectualizarlo todo, de un hombre que, en el pasado, había deleznado –y este fue el fantasma que lo persiguió hasta el final– el lugar del amor en su obra. Para Gorz, la mayor dificultad radicaba en la imposibilidad de explicar filosóficamente por qué uno ama y espera ser amado por una persona. Hoy, cuando los dos se han ido, la lectura del libro revela un contenido premonitorio al esbozar cómo se preparó este último viaje. Un viaje premeditado que emprendieron un sábado, para que nadie pudiera auxiliarlos. Uno para el que ingirieron una mezcla fatal de medicamentos. Cuando encontraron sus cuerpos yacían uno al lado del otro, siempre inseparables, como lo fueron en vida desde que se conocieron en 1947.

Gorz se la cruzó por vez primera cuando Dorine jugaba al póker, asediada por tres hombres que intentaban llamar su atención. “Tenías una abundante cabellera caoba, la piel nacarada y la voz altiva de los ingleses”, escribe. Un tiempo después, el azar los reunió de nuevo mientras ella recorría una calle con su “caminar de bailarina”. Él corrió entonces para alcanzarla mientras ella “marchaba velozmente bajo la nieve y la llovizna ensortijaba sus cabellos”. Y luego, sin mucho optimismo, le propuso que fueran a bailar: “Y tú dijiste, sí, why not. Fue el 23 de octubre de 1947”.

En Carta a D., cuando ya habían transcurrido más de cincuenta años desde aquel encuentro, Gorz escribió: “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Perdiste seis centímetros, no pesas más de cuarenta y cinco kilos, pero aún eres bella, graciosa y atractiva. Ya hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos y, sin embargo, hoy te amo más que nunca. Hace poco me enamoré una vez más de ti, siento de nuevo en mi pecho ese vacío devorador que solo se colma por tu cuerpo ceñido contra el mío”.

Sin un lugar en el mundo

André Gorz, cuyo nombre de pila era Gérard Horst, nació y creció en Viena en el seno de una familia antisemita. En 1939, con dieciséis años, su madre lo envió a Lausana, Suiza, para evitar que lo enlistaran en el ejército alemán. Gorz creció con la sensación de no pertenecer a ninguna parte. Sensación que se repetiría al llegar a Francia. Cuando se inició en el periodismo en Paris Presse, el director lo previno de firmar las notas con su apellido alemán, “pues los franceses odian a los Boches”. Así surgió Michel Bosquet, su otro seudónimo, traducción en francés de Horst, pequeño bosque.

Para Bosquet, de todos modos, era impensable firmar sus ensayos con un seudónimo de prensa. Así que se hizo a una tercera identidad, y se convirtió en el notable y conocido filósofo André Gorz. “Mis triples o cuádruples identidades tienen razones históricas y mi intención es negar una identidad segura. No había ninguna posibilidad de identificarme con mi padre que era judío, ni con mi madre que era antisemita, ni con Austria, donde nací, ni con Suiza, país donde me refugié, porque uno nunca llega a ser suizo: allí siempre serás extranjero”.

Por su lado, Dorine vivió en una familia que se deshizo cuando su padre debió enlistarse en la guerra de 1914. Cuando tenía cuatro años, su madre se enamoró de un aventurero y en el momento de la ruptura, dos años después, fue él quien se encargó finalmente de ella.

Tal vez por todo esto Gorz sentenció: “Éramos tú y yo hijos de la precariedad y del conflicto. Estábamos hechos para protegernos el uno al otro. Necesitábamos crear juntos, el uno para el otro, un lugar en el mundo que nos había sido originalmente negado. Pero, para ello, era necesario que nuestro amor fuera también un pacto para toda la vida”. Y unidos enfrentarían entonces al mundo: “Nos dijimos con frecuencia que si fuera posible y tuviéramos una segunda vida, querríamos pasarla juntos”. Para comprender este amor a ultranza, resulta imperioso evocar esa parte del camino que los reunió porque, entre otras semejanzas, André y Dorine compartían la misma cicatriz de una infancia dolorosa.

El peso del amor en un filósofo

Las lecturas de Marx y el encuentro con Herbert Marcuse, William Klein y, sobre todo, Jean-Paul Sartre e Ivan Illich, convirtieron a André Gorz en un teórico radical y pragmático de la crisis del capitalismo y la alienación del individuo. Ya hacia el final de su vida Gorz sentó además los fundamentos de una ecología política, multiplicando igualmente sus combates ideológicos en la prensa.

Su faceta periodística se afianzó como redactor económico y gran reportero en el periódico L’Express, de donde se marchó junto a otros reporteros –como Jean Daniel y Serge Lafaurie– para fundar el semanario de izquierda Le Nouvel Observateur. Durante este periodo, que les permitió a los dos vivir al fin con ciertas comodidades, escribió El traidor, publicado en 1958, acompañado de una introducción de Sartre. Allí, en un capítulo titulado “Tú”, pretendió explicar de qué manera su amor por Dorine lo hacía existir. Sin embargo, Gorz pensó, releyéndolo años más tarde, que mostraba una imagen caricaturesca de su mujer –desvalida y dependiente de él-, y se avergonzó de no reconocer el verdadero papel de ella en su vida y obra. “Estar enamorado con pasión por primera vez, y ser amado de vuelta, era en apariencia muy banal, muy privado, muy común: no era la materia adecuada para permitirme acceder a lo universal. Un amor que naufraga, que es imposible, pertenece a la noble literatura. Yo estoy más cómodo en la estética del fracaso, de la destrucción, y no en el terreno del éxito y de la afirmación”.

Este es el origen de Carta a D., su extensa misiva de amor inquebrantable. Porque ¿cómo no amar hasta la muerte a la mujer que le hizo “descubrir la riqueza de la vida, amándola a través de ella”? A aquella joven dulce a quien “las soluciones le parecían evidentes frente a los problemas complejos”; la misma que le hizo olvidar que “no podía pasar más de dos horas con una muchacha sin aburrirse y hacérselo sentir”: Dorine, una mujer que lo “hacía sentirse en otro mundo”, pero que por encima de todo le permitió “asumir su propia existencia”.

Gorz también rememoraba una de sus lecciones de amor, una sentencia inquietante en respuesta a sus dudas: “Si te unes con alguien para toda la vida, pones en común tus vidas y omites hacer todo aquello que pueda dividir o contrariar esa unión. La construcción de la pareja es nuestro proyecto conjunto, sin dejar nunca de confirmarlo, de adaptarlo, de reorientarlo en función de las contextos que cambian. Seremos lo que haremos juntos”.

Un viaje juntos

En 1973 Dorine enfermó. Comenzó a sufrir inexplicables dolores de cabeza. Más tarde, en una radiografía, apareció el mal: una serie de bolas de productos de contraste, diseminados en el canal raquídeo, desde la zona lumbar hasta la cabeza. El producto le había sido inyectado ocho años antes cuando la operaron de una hernia discal paralizante. “Escuché que el radiólogo te decía que eliminarías el producto al cabo de diez días. Ocho años después, una parte del líquido subió hasta las fosas craneanas, y otra parte se enquistó a la altura de las cervicales. Tu tenías una enfermedad evolutiva para la cual no existe tratamiento”. Gorz entonces decidió jubilarse con anticipación. Dejó sus funciones en Le Nouvel Observateur, se fue de París y decidió ocuparse por completo de Dorine y sus batallas cotidianas contra la enfermedad.

Jean Daniel, cofundador de Le Nouvel Observateur, define a Gorz como uno de los personajes más secretos, enigmáticos, tercos y eruditos de su época. Serge Lafaurie, otro fundador del semanario, veía a Dorine como su cable a tierra, su pararrayos, su anclaje al mundo real: “Dorine era su contacto con lo que era la vida, la naturaleza. Una vida distinta a las ideas”. Lafaurie recuerda que cuando ella no podía viajar con él, prefería quedarse a su lado y cancelar sus compromisos. “Yo le decía que Dorine no moriría si él se ausentaba por dos días y él respondía que justamente sí, en efecto, ella podría morir”. Y recuerda que los visitó la primavera pasada: “Ella seguía vivaz, alegre y hermosa. Estaba frágil, pero conservaba su carácter e inteligencia. Era una pareja feliz”.

Cuando se retiraron a la casa de la localidad de Vosnon, donde consumaron su promesa de morir juntos, una de sus primeras obras fue plantar doscientos árboles y formar un pequeño bosque, en honor a su apellido germano Horz, o Bosquet, su seudónimo de periodista. Luego del suicidio, alrededor de cincuenta personas cercanas –entre ellos Daniel y Lafaurie– recibieron un último correo, a modo de epílogo, enviado por Gorz y Dorine que decía: “Ellos se unieron en la muerte como se habían unido en la vida”. Un amor, sin duda, constante más allá de la muerte.