El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez

Carta a una señora en Mompós

Durante el recorrido, por un río asfaltado en medio del polvo, vi mujeres barriendo el patio o el frente de sus casas. Mujeres hermosas barriendo polvo sobre polvo.

Rolf Abderhalden*
19 de octubre de 2006

Querida doña Aminta:
No podría decirle, con exactitud, desde qué
lugar de la tierra o del cielo, ni a qué hora del día o de la noche, le escribo esta carta. Estoy en un avión, suspendido en el espacio y en el tiempo, volando sobre algún punto del océano Atlántico, de regreso a Bogotá.

Mi viaje termina con la lectura del libro que llevé a Mompós y que leí con usted, en voz alta, en la Casa del Recuerdo. Como verá, desde entonces ha pasado un buen mes. Empecé a leer El amor en los tiempos del cólera, que yo tampoco había leído nunca, al subirme al avión en Bogotá. Lo había comprado en alguna librería del aeropuerto, justo antes de abordar el vuelo para Cartagena de Indias y a las 11:40 de la mañana, cuando el avión despegó, leí la primera frase: “Para Mercedes, por supuesto”. Tal vez olvidé decírselo cuando nos vimos: esa mujer es su mujer. ¿A quién más, sino a su diosa coronada, podría dedicarle alguien una historia de amor así? A todas las viudas de nuestro país, como usted, y del mundo, quizás. Mientras leía las primeras páginas, me asomé por la ventanilla buscando el río de esta historia, que es el suyo y que fue el río de nuestros abuelos: el Río Grande de la Magdalena. Cuando se ve, desde arriba, parece un corte largo hecho con un cuchillo usado muchas veces sobre un inmenso lomo por el que corre sangre vieja. A lo largo de este río con nombre de mujer, de mujer adúltera, como lo describen algunos, por el que transcurre la historia ensangrentada de nuestro país, transcurre también parte de la historia de la novela, que se desarrolla entre finales del siglo xix y comienzos del siglo xx. Como usted seguramente recuerda, porque su memoria me impresionó desde que la conocí, ésta es una historia de amor increíble entre un hombre y una mujer. Aunque primero hubiera asegurado que se trataba de la historia de amor de un hombre por una mujer.

Pero como el amor, a pesar de todo lo que se quiera, no conoce el singular, la historia termina siendo la historia, en plural, de los amores de sus protagonistas y de las muchas formas, insospechadas casi siempre, que adopta el amor. Florentino Ariza se enamorará desde el primer momento en que la ve y hasta el final de su vida de Fermina Daza. La joven, perturbada por ese amor obstinado, terminará por convencerse de que es con otro hombre con quien compartirá su vida: el doctor Juvenal Urbino. Con él vivirá felizmente hasta que éste muere: un largo, intenso y estable amor conyugal. Conseguirá hacer caso omiso de la sombra de ese otro amor que la persigue toda la vida hasta que, ya viuda y a las puertas de la muerte, encontrará en los brazos de Florentino Ariza una segunda oportunidad sobre la Tierra. Sospecho que esa frase no es mía, pero hay frases que le quedan a uno así, grabadas para siempre, y uno termina utilizándolas como si fueran suyas. Pero además, me dirá usted, ¿de quién son las palabras?

Antes de aterrizar, mientras el avión sobrevolaba “la muy antigua y heroica ciudad de Cartagena, la más bella del mundo”, según el narrador, quise ubicar el barrio de Manga, donde vivieron felices con sus criados y su loro Fermina Daza y su esposo el doctor Juvenal Urbino. Pero entre las pocas casas que sobreviven allí, no pude reconocer la suya; desde arriba, vi las quintas de Manga convertidas en rascacielos. “Es una ciudad maquillada”, me dijo, con cierto resentimiento, la señora que estaba sentada a mi lado. “Un centro comercial bonito pero caro”. Como mi rostro no expresaba quizá lo que ella esperaba no tardó un segundo en bajarme de la nube: “Es una ciudad hipócrita”. Logró lo que se propuso porque abrí los ojos y empujándome el codo del brazo del asiento remató: “Es que ¿cómo puede valer una camisa, sin nada, de Sylvia Tcherassi, doscientos cincuenta mil pesos?” La señora me clavó las uñas y no añadió nada más que un hondo suspiro al sentir súbitamente el coletazo del avión sobre la pista de La Heroica.

Bastó con abrir la escotilla del avión para que entrara una bocanada de aire caliente y salado y yo experimentara, al mismo tiempo, dos sensaciones opuestas: la ligereza y la densidad de esa diosa del Caribe. Al recorrerla, la ciudad colonial de la novela parecía subsistir a pesar del cólera, de todas las pestes y de los golpes de los hombres. En el antiguo barrio de los esclavos, la primera viuda de esta historia dice, tras la muerte que se causó el hombre de su vida, que a pesar de todo “seguiría viviendo como siempre y sin quejarse de nada en este moridero de pobres donde había sido feliz”. No muy lejos de allí, estaba la otra ciudad de la novela, la ciudad del doctor Juvenal Urbino, “la suya, seguía siendo igual al margen del tiempo: la misma ciudad ardiente y árida de sus terrores nocturnos y los placeres solitarios de la pubertad, donde se oxidaban las flores y se corrompía la sal, y a la cual no le había ocurrido nada en cuatro siglos, salvo el envejecer despacio entre laureles marchitos y ciénagas podridas”. Caminando por este exquisito vividero de ricos que es hoy la ciudad antigua escuché las campanas de la Catedral, donde un día Florentino Ariza vio a Fermina Daza “encinta de seis meses y con pleno dominio de su nueva condición de mujer de mundo y tomó la determinación feroz de ganar nombre y fortuna para merecerla”. Al entrar, quedé hipnotizado por el siguiente cartel: “Evitar: entrar con la gorra puesta, escupir en el suelo, charlar con el vecino, tirar al suelo papeles o envases vacíos, sentarse en la banca a dormir, entrar con vestidos muy cortos y/o demasiado escotados, acercarse a la comunión con el ombligo a la vista”. A usted ¿no le sorprende que entrar con armas no haga parte de esta lista? O ¿hablar con Dios por teléfono celular? ¿O tantas otras prácticas de la barbarie contemporánea? Permanecí en el umbral, observando a un grupo de turistas que ingresaba a la casa de Dios, evitando a los pestíferos que venían detrás. Luego seguí mi lectura frente al estruendo del mar. Usted lo conoce mejor que yo, el mar de nuestra historia: parece haber estado allí siempre pero no es así. A la mañana siguiente, antes de que saliera el sol, salí para Magangué. Durante el recorrido, de unas cinco horas, por un río asfaltado en medio del polvo, vi muchas mujeres barriendo el patio o el frente de sus casas. Mujeres hermosas barriendo polvo sobre polvo. O regando algunas flores, sembradas allí mismo, separadas del resto por piedras casi siempre pintadas de blanco. Llegué al muelle a eso de las once. Entre la muchedumbre y la algarabía, me llamó la atención una niña, paradita al borde del río como un “ídolo fluvial”. Podía ser la pequeña Fermina Daza contemplando inmóvil su destino en las aguas vertiginosas del río. Pero no leí nunca que tuviera ese par de botas de peluche que le llegaban hasta las rodillas.

Esperé que una chalupa me llevara hasta Santa Cruz de Mompós pero no sé si fue más grande el desconcierto de quien escuchó mi petición o la mía al escuchar la respuesta: “Pero ¡si hace años que no hay chalupas para allá!” Así que tomé la chalupa para Bodegas, como todo el mundo, y luego un taxi colectivo para Mompós. El pedacito de río que pude navegar me estremeció hasta la médula, porque el río era el libro hoy: un libro cuyas páginas habían sido mojadas o borradas por sus aguas, sus muertos y sus lluvias y apenas si se podía leer una frase aquí, una imagen allá. Creo que fue allí que tomé la decisión de visitarlos y de leer con ustedes la novela. Al llegar fui a visitar el muelle, el de la historia y el que yo también había conocido un día. Las escalinatas estaban llenas de mierda y de basura. Un niño me llevó al “asilo” cuando le pregunté que dónde podía encontrar a los ancianos del pueblo. Me pareció una palabra infame. Al llegar pregunté cómo se llamaba el lugar y don Nelson contestó: Casa del Recuerdo. Eso confirmó la certeza de mi intuición. Usted fue la primera en aceptar mi ofrecimiento y estoy seguro de que su entusiasmo contagió a los demás: a medida que yo leía el libro en voz alta me daba cuenta de su extrema concentración y de su interés por conocer todos los detalles de la historia. A sus 91 años, usted recordaba con precisión los nombres de los barcos que habían pasado por allí: el Manzanares, el Salcedo, el Tequendama, el Jesusita, el Cristóbal Colón, que tenía cuatro pisos y entraba por el brazo de la Loba… y cada vez que interrumpíamos para comentar algo, usted sabía mejor que yo en qué punto habíamos quedado. “Éstos ya no son los tiempos del cólera sino del pánico”, dijo usted, como uno de esos pensadores de la era del terrorismo y luego se puso a cantar: “Lo cierto es que un viejo amor nunca se olvida”. Es doloroso amar pero ¿no lo es más envejecer?

Quería expresarle mi admiración porque usted parece tener esa misma vitalidad y sabiduría que tuvo Fermina Daza al aceptar la vida.
Las nubes se vuelven cada vez más espesas y lo cubren todo por completo. Ya estoy de vuelta. Antes de salir del aeropuerto, mientras camino por el pasillo, decido hacer, por primera vez, un pequeño ritual que me enseñó una gran lectora al terminar de leer un libro. Me dirijo al baño y me despido del libro: lo dejo sobre el mesón de los lavamanos. Espero que alguien lo recoja y lo lea o lo regale para que otro lo lea y éste continúe, por el tiempo y el espacio, su viaje por la vida. Porque “es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”.
Con todo mi afecto por usted, R.