Entrevista con Juan Gabriel Vásquez

“El escritor debe ser un agua fiestas”

Su más reciente novela, Historia secreta de Costaguana, ha conseguido el favor de la crítica española. No cree en los manifiestos generacionales ni en las declaraciones de moda. ¿Quién es el autor más celebrado de este año en la literatura nacional?

Gabriela Wiener
18 de abril de 2007

Una parte de los escritores colombianos de su generación lo detesta y lo acusa de ser un narrador inflado. Sin embargo, luego del éxito de crítica que tuvo Los informantes, y como para seguir aguándoles la fiesta a sus detractores, la nueva novela de Juan Gabriel Vásquez, Historia secreta de Costaguana (Alfaguara, 2007), solo ha recibido elogios, calificativos nada mesurados como “espléndida”, “titánica”, “poderosa”, y el respaldo de autores tan imprescindibles como Juan Marsé o Vila Matas.

En el puerto de la Barceloneta, muy cerca de la casa donde vivió Cervantes, Vásquez se detiene frente a un barco. Está rodeado de mar, como los personajes de su libro, aunque este es el apacible Mediterráneo y no el mar revuelto y sangriento que baña las costas de su rico imaginario literario. ¿Qué pasaría si Costaguana, el país sudamericano que se inventó Joseph Conrad en su libro Nostromo, fuera nada menos que la convulsa Colombia del siglo xix? ¿Y si la del escritor polaco fuera una historia robada a un pueblo, a un hombre, por qué no dejar hablar a los verdaderos protagonistas? Este es el simulacro –entre la historia desgarrada, la tradición literaria y la novela de aventuras– sobre el que navega la ficción de Vásquez.

¿Cómo se convierte el proyecto de una biografía de Conrad en una novela sobre la Colombia secreta?

En el fondo, supongo que la idea estaba en mi banco de datos desde antes de escribir esa biografía. La posibilidad de que Conrad haya pisado tierra colombiana, y de que haya usado la historia colombiana para escribir una de sus novelas, me tenía que interesar, pero no tenía por qué volverse novela. Pero hay un momento que siempre es misteriosísimo en que una idea interesante se convierte en una novela, y eso me pasó mientras escribía la biografía. El resto fue encontrar la respuesta para la pregunta más importante que se hace un escritor: ¿quién cuenta la historia? Y así llegué a José Altamirano, este hombre sarcástico que dice haber sido traicionado por Conrad y que escribe este libro para vengarse y confesarse: vengarse de Conrad y confesar las traiciones que cometió contra su país y su familia. Luego me di cuenta de que uno de los grandes temas de la novela era la manera en que la historia y la política contaminan la vida privada de la gente común y corriente. Entonces escribí la palabra contaminación en un papel y lo pegué al escritorio, para que me sirviera de brújula, y empecé a escribir.
Su narrador dice: “Este no es uno de esos libros donde los muertos hablan, ni las mujeres hermosas suben al cielo, ni los curas se levantan del suelo…” ¿Alguna otra cosa de la que quiera olvidarse?

Quiero olvidarme de toda esa retórica aburridísima de América Latina como continente mágico o maravilloso. En mi novela hay una realidad desmesurada, pero lo que es desmesurado en ella es la violencia y la crueldad de nuestra historia y de nuestra política. Déjeme que aclare algo con respecto a esa cita, que por supuesto se refiere, en tono de sarcasmo cariñoso, a Cien años de soledad. Yo crecí con esta novela, y puedo decir que la lectura de Cien años… en mi adolescencia puede haber contribuido mucho a mi vocación, pero creo que todo el lado del realismo mágico es de lejos lo menos interesante que tiene esa novela. Yo propongo leer Cien años como una versión distorsionada de la historia colombiana. Ahí está lo interesante: en lo que hace Cien años… con la masacre de las Bananeras o con las guerras civiles del siglo xix, no en las mariposas amarillas ni en las colas de cerdo. Como todas las novelas que son grandes de verdad, Cien años de soledad exige de los lectores que la reinventemos. Yo creo que esa reinvención hay que hacerla olvidándonos del realismo mágico. Y lo que he tratado de hacer en mi novela es contar el siglo xix colombiano en una clave radicalmente distinta y me temo que opuesta a lo que los colombianos han podido leer hasta ahora.
Aunque su material es la historia, esta no es una novela histórica tal como la conocemos. ¿Qué quiere decir cuando habla de “distorsión histórica” y por qué esta haría posible un nuevo tipo de novela?

Lo que quiero decir es que las novelas que son una simple ilustración de un momento histórico me aburren mucho, básicamente porque cometen el peor pecado que puede cometer una novela: ser redundante. Uno las termina de leer y piensa: “Pero esto yo ya lo sabía”. Yo quiero que una novela me cuente cosas que no sabía, no necesariamente por medio de temas novedosos, pero sí por medio de tratamientos novedosos, asociaciones imprevisibles, sugerencias que nunca antes se habían hecho. En las novelas históricas que me interesan, el novelista se toma libertades deliberadas con la historia conocida, rompiendo las cronologías, llenando vacíos sobre los que no hay pruebas, fingiendo que ocurrió lo que nunca ha ocurrido, etc. Todo esto lo hace buscando una verdad humana más profunda que la que puede dar la historia, y además tratando de evitar la redundancia, y por eso se justifica esa distorsión. Es lo que hacen Salman Rushdie con la historia india o Peter Carey con la historia australiana u Orhan Pamuk con la historia turca. Si todavía leemos novelas es porque las novelas nos dicen algo que no nos dicen otras narraciones, se trate del periodismo o de la historia o del cine. Yo quiero seguir dándoles a los lectores razones para leer novelas.
Robo una pregunta sin respuesta que el crítico catalán Jorge Carrión se hace en un texto sobre su novela. “¿Hacia dónde tiende el proyecto de Vásquez, Europa o América Latina, Piglia-Borges o Gabo- Vargas Llosa? ¿Es posible un lugar equidistante en medio del Atlántico?”.

Por supuesto que es posible. La mejor literatura siempre ha nacido de juntar en un mismo libro dos o más tradiciones que parecían lejanas o incluso opuestas. Pero no se trata solo de eso: me gustan los novelistas camaleónicos, los que cambian con cada libro, los que quieren descubrir nuevos territorios con cada libro, en vez de apoltronarse en los logros anteriores. En Historia secreta de Costaguana quise romper con lo que había hecho en Los informantes, y en mi próxima novela romperé con lo que he hecho en esta. Así que no creo mucho en la noción de proyecto. Si hace tres años alguien me hubiera dicho que escribiría una novela de aventuras que al mismo tiempo es una novela política que al mismo tiempo es una novela familiar sobre padres e hijos, me habría parecido absurdo. Pero he acabado haciéndolo porque como novelista me he dedicado a mezclar influencias, y así cojo de Borges lo que me sirve, de Vargas Llosa lo que me sirve, de Philip Roth lo que me sirve, y un largo etcétera.

Cuando las nuevas generaciones de escritores latinoamericanos dicen negarse a seguir el camino de la “novela total” que enarbolaron los del boom, usted parece querer reescribir la historia colombiana del siglo xix. ¿Ganas de dar la contra o vuelta de tuerca?
Ganas de ser fiel a mi idea de lo que debe hacer una de mis novelas, nada más. En este momento, la novela es para mí la herramienta mejor dotada para iluminar los rincones oscuros de nuestra historia, y así tratar de decir algo importante sobre lo que somos y cómo hemos llegado a ser así. Y eso es lo que he tratado de hacer con Historia secreta de Costaguana. Solo en una novela se puede hablar de nuestra historia violenta y al mismo tiempo de la relación entre un hombre y su hija, de un fenómeno público como el imperialismo y al mismo tiempo de uno tan privado como la culpa y el arrepentimiento. Así que no me preocupo mucho si esto va en contravía de lo que proponen mis contemporáneos. No me interesan las declaraciones de moda ni los manifiestos generacionales, ni ninguna de esas bobadas. La literatura no es una actividad sindical.
Tanto en Los informantes como en Historia secreta…, la historia de un padre y un hijo corre en paralelo a la historia de un país. A la patria se le suele identificar con la madre, en su caso parece ser el padre. Usted, que vive fuera de Colombia hace más de una década, ¿qué relación guarda con este padre-país? ¿Se considera un hijo un poco bastardo y desterrado, como su Altamirano?

Pues en parte sí, para qué negarlo. Mi relación con Colombia es muy ambigua, y todavía no logro entenderla muy bien. Es más: a veces se me ocurre que escribo novelas para tratar de entenderla. Pero no hay que hacer grandes teorías, porque la cosa puede ser muy simple, una simple cuestión de temperamento. En los últimos diez años he vivido en cuatro países, y por alguna razón eso me gusta, me gusta la extrañeza. Me siento más cómodo viviendo fuera que viviendo en Colombia, y sin embargo Colombia, hoy por hoy, es lo único que me interesa como novelista. Sí, se puede decir que en este momento Colombia es una obsesión.

Otro viajero escritor, William Burroughs, deslizó
con muy mala leche en sus Cartas de la ayahuasca, escritas a Ginsberg, que a diferencia de otros suramericanos que aceptan odiarse un poco a sí mismos, “en Colombia nadie admite que le pase nada a su maldito país”. Leyendo su libro uno puede detectar que usted no comparte esa supuesta tradición.
Yo creo que un cierto espíritu de autocrítica es una manera de sobrevivir en un país como el nuestro, donde un optimista es simplemente un pesimista mal informado. Siempre he creído en el escritor como aguafiestas, como inconforme permanente, y nunca ha dejado de sorprenderme que para la mayoría de los colombianos sea tan detestable que alguien señale los defectos o los problemas del país. Fíjese que lo primero que hace un gobierno de corte autoritario es chantajear o desanimar a los escépticos: “El que no está conmigo está contra mí”. Ahora bien, tampoco hay que confundir las opiniones de mi narrador con las mías. José Altamirano está un poco mal de la cabeza y le han pasado cosas muy graves. Hay que perdonarlo, pobrecito.
¿En el marco de una reflexión sobre el poscolonialismo, si José Altamirano es el personaje borrado de la historia, qué papel representa Conrad, en tanto fabulador europeo?

Conrad tiene un papel ambiguo: el novelista europeo que, desde Londres y en inglés, escribe la historia del Tercer Mundo. A muchos lectores políticamente correctos les parece que no tenía autoridad suficiente. Pero Conrad no era cualquier novelista europeo: era polaco, y había sido testigo de la forma en que Polonia era víctima del imperialismo ruso y luego de las presiones políticas europeas. Por eso la separación de Panamá le tenía que interesar.

¿Qué lugar y qué momento elegiría usted para un encuentro ficticio entre García Márquez, Conrad y Juan Gabriel Vásquez? ¿Qué cree que se dirían?
Tres escritores reunidos en un mismo lugar… No, demasiado peligroso. Prefiero admirar de lejos.