El redescubrimiento editorial del año

El fenómeno Némirovsky

La aparición hace dos años en Francia de la novela Suite francesa causó desde el primer momento un verdadero revuelo editorial. Siguiendo los pasos del sorprendente éxito de Sándor Márai, el fenómeno Némirovsky arrasa en las librerías españolas y ahora llega a Colombia.

Conrado Zuluaga*
19 de octubre de 2006

Suite francesa fue pensada por su autora como una sinfonía en cinco partes de las cuales alcanzó a concluir las dos primeras: “Tempestad en junio” y “Dolce”; en su cuaderno de notas escribió: “Hay que hacer algo grande y dejar de preguntarse para qué”. Irène Némirovsky no pudo terminar su vasto proyecto. El 13 de julio de 1942 fue detenida por las fuerzas de ocupación alemanas en el pueblo de Issy-l’Évêque donde se había refugiado con su marido y sus hijas, Denise y Elisabeth, de trece y cinco años. Cuatro días después de su detención fue internada en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau y el 17 de agosto fue asesinada. Su marido correría la misma suerte tres meses más tarde. Las dos niñas, en manos de su institutriz, sobrevivieron a los horrores de la guerra refugiadas en conventos o escondidas en casas de campesinos y guardaron celosamente durante más de medio siglo el cuaderno marrón de su madre. Sólo en la década de los años setenta, cuando se sintieron capaces de soportar la pesadilla del pasado, leyeron el cuaderno ayudadas por una lupa y descubrieron que no se trataba de unas notas dispersas o los apuntes de un diario –como ellas creían–, sino de una novela inacabada.

Es posible que la vida de Irène se asemeje a otras con variantes más o menos trágicas, acaecidas en diversas latitudes, a lo largo de ese siglo xx cuya principal impronta son los cien millones de muertos que sólo en el continente europeo causaron los conflictos generados por los hombres. Irène Némirovsky (Kiev, 1903-Auschwitz, 1942), nació en el seno de una acaudalada familia de origen judío cuyos padres no sentían el más mínimo interés por su hogar. Su padre, quien fue en sus comienzos un comerciante de granos, con el correr de los años se convirtió en uno de los banqueros más ricos de Rusia; su madre, por su parte, que borró su nombre judío y se hizo llamar Fanny, siempre vio en la hija el espejo que le mostraba el paso de los años sin poder impedirlo y, por ello, cada cumpleaños de la niña lo consideraba una afrenta que se reflejaba, a pesar de los afeites, en su propio cuerpo. Irène creció en manos de su institutriz y su niñez fue desdichada y solitaria. Desde muy pequeña, entonces, Irène se refugió en la lectura y a la muerte de su institutriz empezó a escribir. Lo hizo siempre en francés. Ésa fue su lengua literaria.
Al momento del estallido de la Revolución de Octubre, los Némirovsky vivían en San Petersburgo. El padre, que con frecuencia tenía que viajar a Moscú, pensó que allí estaría a salvo su familia, pero ocurrió todo lo contrario. En Moscú la revuelta fue más violenta y pronto el nuevo régimen puso precio a la cabeza del banquero; disfrazados de campesinos huyeron hacia Finlandia y permanecieron casi un año en una insignificante aldea, después, se trasladaron a Estocolmo, en donde estuvieron tres meses a la espera de un buque que los llevara a Francia. Era julio de 1919.

A mediados de los años veinte, Némirovsky inició la publicación de sus primeros escritos. Pero fue en 1929, con la aparición de David Golder que la atención de los lectores y el mundo intelectual francés se volcó sobre esta joven de aspecto simple que vivía en París desde hacía apenas diez años. El manuscrito había llegado a la editorial Grasset en forma anónima y fue necesario publicar un aviso en la prensa reclamando la presencia del autor, para que Irène se hiciera presente en la editorial. La primera reacción de Bernard Grasset, el mítico editor francés, fue de incredulidad. ¡Esa jovencita no podía haber escrito un libro tan lúcido y maduro!

Un episodio que tuvo lugar al comienzo de su carrera literaria retrata a la perfección su carácter. A raíz del exitoso debut de David Golder, que ella calificaba –según Myriam Anissomov, prologuista de la edición de Suite francesa– de una novelita, le escribe a una amiga el 22 de enero de 1930: “¿Cómo se le ocurre suponer que pueda olvidarme de mis viejas amigas a causa de un libro del que se hablará durante quince días y que será olvidado con la misma rapidez, como se olvida todo en París?”

Así se inició esa carrera literaria que se interrumpió abruptamente en 1942 para reanudarse 62 años más tarde, porque si hay algo en verdad que no tiene fecha de vencimiento, ahora que está tan de moda la expresión, es la buena literatura.
Los acontecimientos que precipitaron la Segunda Guerra Mundial –la ocupación de Renania por parte de Alemania en el 36, la anexión de Austria dos años más tarde y la invasión a Polonia en el 39– eran signos evidentes de los tiempos aciagos que se avecinaban. Sólo unos pocos tuvieron la clarividencia suficiente para comprender la catástrofe que se cernía sobre el mundo. Irène Némirovsky no. Creyó siempre que veinte años residiendo en Francia eran suficiente protección. Hasta que los hechos le demostraron lo contrario: “¡Dios mío!”, escribe en su cuaderno marrón. “¿Qué me hace este país? Ya que me rechaza, considerémoslo fríamente, observémoslo mientras pierde el honor y la vida”. Aquí nace Suite francesa.

A pesar de su condición de obra inconclusa, Suite francesa atrapa al lector. La atmósfera de desasosiego que se apodera de todos los personajes, los sentimientos encontrados que afloran, las actitudes mezquinas que buscan salvar unas cuantas chucherías, le imprimen un carácter violento a esta novela de cuatrocientas páginas sin que el interés disminuya en ningún momento. Irène Némirovsky genera adicción.

Su método de trabajo revela su pasión por el oficio: empezaba por un resumen del relato, así como de las reflexiones que le inspiraba. A continuación, redactaba amplias notas sobre todos sus personajes, incluso de los más secundarios. Llenaba cuadernos enteros para describir su fisonomía, su carácter, su educación, su infancia y las etapas de su vida. Después, subrayaba los rasgos esenciales que debían conservar. Luego iniciaba la composición de la novela, la corregía y acto seguido redactaba la versión definitiva.
A lo anterior hay que añadir sus apreciaciones generales de tono, de ritmo, de presentación: “Unificar”, dice en sus notas, “simplificar constantemente el libro (en su totalidad) debe dar como resultado una lucha entre el destino individual y el destino común. No hay que tomar partido”. “Nada de cursilerías”, dice en otro aparte. “Contar lo que le pasa a la gente y ya está”…

Esta distancia establecida entre el narrador y el relato, presente en Némirovsky, parece ser el común denominador de otros dos títulos que por estos días se encuentran en las librerías colombianas. Una mujer en Berlín (Anagrama) narra las humillaciones y penurias que debe soportar una mujer que decide permanecer en el anonimato, frente al avasallamiento que significa el ingreso de las tropas soviéticas en el Berlín agónico de los últimos días de la guerra. El humo de Birkenau (El Acantilado), de Liana Millu, relata con una distancia que a primera vista parece una mirada ajena, las desventuras en el campo de exterminio respirando –como dice Primo Levi en la introducción– “el humo sacrílego” de los hornos crematorios. Dos libros que se emparentan con Suite francesa por la ausencia de patetismo, de rebeldía y odio, porque para estas cuatro mujeres, esos elementos –el patetismo, la rebeldía y el odio– habrían entorpecido sus visiones, les habrían restado validez a sus palabras, habrían denigrado de su dignidad abrumadora.
Tal vez todas ellas, como lo dice Irène Némirovsky, tenían muy en claro una circunstancia que siempre olvidan los verdugos: “La suerte es que, por lo general, el tiempo que nos ha sido concedido es más largo que el concedido a la crisis”.