Estreno: El último rey de Escocia

El gran dictador

El actor estadounidense Forest Whitaker tiene pinta de manso pero es un animal feroz actuando, así lo demuestra en su última película sobre el dictador Idi Amin Dada, y se prepara para el que puede ser el mejor año de su vida.

Francisco J. Escobar S.
22 de enero de 2007

Vestido con el uniforme de guerra del dictador africano Idi Amin Dada, quien después de un golpe de Estado se tomó el poder en Uganda en 1971, fue derrocado en 1979 y será recordado como uno de los líderes más sanguinarios de la historia (sus ocho años de gobierno dejaron más de trescientos mil muertos), el actor estadounidense Forest Whitaker esperaba la orden para comenzar a rodar. Frente a él había una multitud de extras improvisados que aguardaban impacientes bajo el sol de la capital ugandesa, Kampala, escenario principal del filme El último rey de Escocia. El intérprete se alistaba para dar un discurso al mejor estilo de Amin, un personaje al que había estudiado durante meses –preguntó por él en las calles de la ciudad, aprendió algunas de sus palabras en swahili, se entrevistó con sus familiares–, del que conocía cada uno de sus gestos y al que repasó mil veces en el documental de Barbet Schroeder General Idi Amin Dada: Autorretrato (1974). Era un momento crucial. Una voz de la producción dio la orden de silencio. Los extras se callaron. Había llegado el momento de demostrarle al director escocés Kevin Macdonald (quien tiempo atrás le decía: “no sé, Forest, no te veo en ese papel, no creo que puedas expresar toda la furia de Amin…”) por qué él sí era el indicado para encarnar al dictador. ¿Sería capaz? ¿Podría conseguirlo? ¡Rodando!
El resultado de la filmación de ese día no dejó dudas. Como se ve en la cinta, Whitaker sacó la bestia que guardaba dentro. Rugió a la multitud cuando fue necesario. Usó el tono seductor (al igual que el general africano) en el momento indicado: “Soy sólo un hombre normal”, le explicaba a la muchedumbre, “soy uno de ustedes”. Se convirtió en Idi Amin Dada, el papel que, de acuerdo con la crítica especializada, es el mejor de su carrera, el que le dio su primer Globo de Oro –el pasado 15 de enero–. Una actuación que recibió distinciones de la National Board of Review, de los críticos de Nueva York y Los Ángeles, y por la que seguramente ganará el Oscar.

Y eso que Macdonald, realizador de la destacada A Day in September, no creía en él. Lo consideraba demasiado manso para asumir este reto. “La gente suele hablar de mi ternura y esas cosas, pero he interpretado a tipos muy rudos en otras películas […] La imagen que tienen de mí es muy diferente a lo que soy”, explicaba en una rueda de prensa en Toronto (Canadá). “He tenido papeles oscuros. ¡Por Dios!, en Ghost Dog maté a más de veinte tipos”, le contaba al diario inglés The Times, en octubre de 2006, tratando de rescatar su lado salvaje.

Pero es difícil creer que Whitaker, un moreno de 1,90 m de estatura, nacido en Longview (Texas), sea un animal feroz. Su espalda ancha y la panza de niño sobrealimentado le dan el aspecto del gordo bueno del barrio. Quizá su párpado izquierdo caído, que le tapa el ojo casi por completo, ayuda a construir la imagen de buen muchacho (“Lo del ojo es una cosa genética. Mi papá lo tenía, yo lo tengo”). Un chico que durante su infancia fue el blanco de las burlas de sus compañeros por llamarse así, Forest (“bosque”, en inglés), los niños solían decirle “little bush” (arbustito), “miren, ahí va el arbustito”, gritaban. “Creo que el llamarme Forest me ayudó a encontrar mi identidad”, le dijo al New York Post. El actor cree firmemente en que el nombre define tu vida, por eso le puso Ocean a su hijo y eligió True (Verdadera) y Sonnet (Soneto) paras sus dos hijas.

Antes de ser padre, antes de convertirse en samurái o dictador, Whitaker tenía un futuro promisorio como jugador de rugby. La Academia Militar de West Point le ofreció una beca para que jugara en su equipo y estuvo a punto de firmar el acuerdo, pero se arrepintió en el último instante. Su primera aparición (casi invisible) en un filme la hizo en Tag: The Assassination Game, en 1982, año en el que obtuvo un papel más largo en Fast Times at Ridgemont High. Esos fueron sus pasos iniciales. Nada sorprendente. Las sorpresas llegarían más tarde con su buena actuación en El color del dinero (1986), de Martin Scorsese, y su impecable caracterización del jazzista Charlie Parker en la cinta Bird (1988), de Clint Eastwood. Por ésta fue premiado como mejor actor en el Festival de Cine de Cannes. Para ese entonces ya había trabajado con Oliver Stone en Platoon (1986) –recuerda que el rodaje fue tan duro que cada día perdía peso y el director, colérico, al verlo tan flaco, le decía: “¿Qué te pasa?, se supone que eres el gordo Harold”– y con el actor Robin Williams en Buenos días, Vietnam (1987).

Forest empezaba a ser conocido, pero sólo se convertiría en un actor necesario, esencial, consentido de los críticos, buscado por los realizadores, tras su paso por El juego de las lágrimas (1992), de Neil Jordan. Jody, el soldado que es secuestrado por el ira y le cuenta a Fergus, uno de sus captores, el cuento de la rana y el escorpión, es el papel que le dio fama mundial. Lo lamentable es que después de ese gran momento la carrera de Whitaker se conviertió en una senda de leves subidas y largos toboganes. En los últimos quince años, aunque dirigió sus propias películas (ha filmado tres largos), trabajó al lado de buenos realizadores (Altman, Ferrara, Fyncher), parecía que no encontraba un lugar adecuado en el Hollywood de los nuevos tiempos. Aunque no dejaba de aparecer en las noticias por sus papeles en películas de suspenso y ciencia ficción, por sus intervenciones en la tv (The Shield, er) o por manejar borracho (en 2001), Whitaker sólo alcanzó su mejor forma en Ghost Dog (1999), un papel que Jim Jarmusch creó especialmente para él.

Y ahora, en 2007, superadas las dudas de Macdonald, después de muchas horas de sol y sudor en Uganda, con un Globo de Oro en la mano, Forest Whitaker, que después de encarnar a Idi Amin Dada se ha convertido en el gran dictador del cine, se alista para el que puede ser su mejor año –sí, el Oscar tienen que dárselo–, él mismo lo intuye, “justo ahora, siento que […] espiritualmente o artísticamente, estoy a punto de hacer el mejor trabajo de toda mi vida”.