El poeta peruano José Watanabe

El guardián del hielo

Autor de varios libros de poemas entre los que se destaca El guardián del hielo, el poeta aprendió la nostalgia de su madre peruana y el arte de la consición a través del haikú de su padre japonés.

Piedad Bonnett
23 de mayo de 2007

El pasado 26 de abril el poeta peruano José Watanabe murió de un cáncer de esófago, que actuó con inusitada rapidez a pesar de que se lo habían detectado en una fase temprana. Literalmente, pues, la enfermedad ahogó su voz, una de las más hondas y verdaderas de la poesía contemporánea en lengua española. La estupefacción y el dolor se manifestaron en múltiples notas periodísticas, pues para sus lectores es clara la enormidad de la pérdida. En Colombia, donde fue editado en el 2000 su libro El guardián del hielo, la prensa no dijo una sola palabra; quizá porque la muerte de un poeta, por importante que sea, no puede competir como noticia con la llegada de un narrador de best-sellers o la sobredosis de una actriz de tercera.

No era la primera vez que Watanabe le veía la cara a la muerte. En el 86, mientras vivía en Alemania, un cáncer de pulmón lo tuvo confinado en un hospital, experiencia que seguramente está en la raíz de uno de sus libros más poderosos, Cosas del cuerpo. A esos días atroces se refiere el poema “Los ríos”, que comienza: “Mi hermana viene por el pasillo del hospital/ con sus zapatos resonantes, viejos, peruanos. / De pronto/ alguien hace funcionar el inodoro y es el río Vichanzao/ terroso/ corriendo entra las piedras.” Adivinamos en estas palabras la nostalgia de la patria, la misma que sentía Vallejo en París cuando pensaba en “su burro peruano en el Perú” o cuando, como Watanabe, se afligía en las salas de los hospitales.

De padre japonés y madre peruana –“peruana chola” según sus palabras– Watanabe bebió de la cultura de esos dos mundos. Nunca dejó de ser un poeta provinciano. “Cuando me pregunté por mi patria –dice en una entrevista– me dije: primero mi cuerpo, luego Laredo”. Muchos de sus poemas aluden a sus tiempos de infancia en ese lugar, donde vivió con su familia en un ámbito campesino, en medio de gran pobreza. “Mi padre –cuenta– se vio obligado a esconderse en pequeñas haciendas azucareras, donde dos de mis hermanos murieron por falta de atención médica. Sin embargo, nunca escuché de parte de él una sola palabra de reproche. Nos enseñó, más bien, una generosa explicación: “Fue la guerra”, decía. Gracias a él conoció la poesía japonesa. “Recuerdo que me llamaba y en medio de un corral, entre patos y pollos, trataba de traducir haikús”. Quizá de ese padre, pintado con sobria emoción en sus poemas (“vino desde tan lejos… hasta terminar dejándome sólo estas manos/ y enterrando las suyas/ como dos tiernísimas frutas ya apagadas”), heredó Watanabe su naturaleza silenciosa, su hablar sereno, la austeridad con la que manejó siempre su cotidianidad. De él, dice, aprendió la contemplación. Que en su poesía deriva en reflexión, en constatación. Como en aquel poema que nace de la experiencia de ver cómo, bajo el sol de Laredo, al heladero se le derrite el hielo de su carretilla: “Ama rápido, me dijo el sol./ Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,/ a cumplir con la vida:/ yo soy el guardián del hielo”.

En su poesía es frecuente que encontremos retratado el ámbito familiar: la madre, sabia y supersticiosa, que frotaba el cuerpo enfermo del hijo con el huevo todavía caliente, el hermano muerto alrededor del cual se han congregado los demás. Y la naturaleza: el pájaro chotacabras, las piedras del río, la ardilla, la oruga. Watanabe se aproxima al mundo físico y también a la experiencia cotidiana con una mirada sabia, sin sentimentalismos, para descubrir en ellos enormes y a veces despiadadas lecciones de sabiduría. Lo hace con fino humor, con distanciamiento, como en aquel poema en que dice: “Yo siempre supongo un lector duro y severo, desconfiado/ de las muchas astucias/ de los pobrecitos poetas”.

“Quisiera que mis poemas tengan claridad, que ningún recurso formal los torne oscuros, por más inteligente que sea la oscuridad”–dijo en una entrevista. Esta voluntad suya de comunicar puede explicar su amplia y rápida acogida. En cuestión de pocos años su obra se publicó en Colombia, en Cuba, en Venezuela, y en España, donde su libro La piedra alada figuró durante semanas entre los más vendidos. Y en 2002 recibió el Premio Casa de las Américas.

Nada de esto habría podido imaginarlo el joven José Watanabe antes de que su padre, en un golpe de suerte, se ganara la lotería y llevara a su familia a vivir a Trujillo. “No tenía mayores aspiraciones y yo pensaba que mi destino iba a ser quedarme a trabajar en el ingenio azucarero. Es decir, terminada la primaria, que era el tope de escolaridad en Laredo, iba a convertirme en obrero”. La oportunidad de estudiar le permite hacerse arquitecto. Pero la vocación literaria se lo roba para siempre. Su versatilidad fue enorme: se hizo dramaturgo, autor de cuentos infantiles y también guionista de cine (suyo es el guión de película La ciudad y los perros, dirigida por Francisco Lombardi).
En un poema titulado “Animal de invierno”, José Watanabe escribió: En este mundo pétreo/ nadie se alegrará con mi despertar. Estaré yo solo/ y me tocaré/ y si mi cuerpo sigue siendo la parte blanda de la montaña/ sabré/ que aún no soy la montaña”. Él, que sabía que “la vida es física”, es hoy la montaña. Serena, firme, luminosa, perdurable.