Ingmar Bergman 1918 - 2007

El silencio

Ricardo Silva Romero
23 de agosto de 2007

Perdió la fe en Dios cuando cumplió los ocho años. Pero lo más probable es que, para filmar las películas maestras que filmó, haya creído ciegamente en el espíritu. Su primera vida, que comenzó en Uppsala, Suecia, el 14 de julio de 1918, fue una infancia plagada de imágenes religiosas bajo la mirada severa de un padre que no le fallaba nunca al ministerio luterano. En las misas de su padre, en verdad sermones sobre un mundo que giraba por obra y gracia de los castigos divinos, se quedaba viendo los ángulos, las luces, las expresiones de horror de las figuras talladas en las paredes de la iglesia. Y en las comidas familiares intuía que los adultos vivían sus tragedias inútiles debajo de la mesa. Y ya. Le quedaba solo encontrar una manera de contar todo lo visto.
Cuando el mundo le pidió ser alguien, cuando los demás le pidieron decidirse entre la religión, el arte y la guerra como le sucedió al Stephen Dedalus de Retrato del artista adolescente, la versión joven de Ingmar Bergman eligió el camino del drama. Abandonó la carrera de literatura, que estudiaba cada vez con menos entusiasmo en la Universidad de Estocolmo. Y trabajó en la tras escena de cualquier obra de teatro que se encontrara por el camino. Así comenzó una nueva vida, la segunda, la vida en los mismos escenarios que esperaban las obras de Shakespeare, de Chejov, de Ibsen, que en 1944 lo convirtió en un prometedor guionista de cine; en 1949 lo obligó a dirigir sus propios relatos y en 1955 (se estrenó entonces Sonrisas de una noche de verano) lo expuso ante los espectadores de todo el mundo.
Bergman llegó al cine porque ni él ni el cine tenían otro camino. Pronto, desde finales de los cincuenta hasta comienzos de los ochenta, dirigió unas cuarenta producciones. Y la gente se quedó con la boca abierta ante las imágenes de obras como Fresas salvajes (1957), El séptimo sello (1957), El manantial de la doncella (1960), Luz de invierno (1962), El silencio (1963), Persona (1966), Gritos y susurros (1973) y Fanny y Alexander (1982) (para hablar, nada más, de las evidentes obras maestras), hasta que se creó la ilusión de que habían estado allí desde siempre. Es eso, precisamente eso, lo que se aprende mientras se redacta su obituario: que nunca hubo ni habrá un tiempo en el que no haya estado presente Ingmar Bergman; que esas películas tenían que existir; que aquella vida tenía que ocurrir tal como ocurrió.
Se cree en el destino si se piensa en Bergman. Si uno alcanza a verlo completamente convencido de lo que está haciendo, si lo ve de pie en el set de filmación al lado del cinematógrafo Sven Nykvist, si lo imagina dispuesto a proteger del colapso nervioso a un maravilloso grupo de actores encabezado por Max Von Sydow, Liv Ullman y Bibi Andersson, piensa en la necesidad de la tercera vida que vivió: la de un viejo extraviado en la isla del Faro, en Suecia, capaz de reconocer una biografía con cinco esposas, nueve hijos y una suma de días en los que no paró de trabajar como si el cielo sí pudiera verlo.