Un proyecto de cementerio vertical en la Sabana de Bogotá

¿Es serio este cementerio?

Con un despliegue de publicidad impresionante, que vende una manera distinta de vivir la eternidad, el Panteón Memorial Towers, una construcción de trece torres adelante del peaje de la autopista del norte de Bogotá, pretende erigirse como una revolución en la arquitectura funeraria colombiana.

Alberto Escovar Wilson-White
20 de junio de 2006

Para aquellos que no lo sabían, el viernes 5 de mayo de 2006 a las 7 de la noche “en uno de los más exclusivos clubes de Bogotá vio la luz el Panteón Vertical Memorial Towers, un monumento arquitectónico que marcará el advenimiento de la segunda revolución en materia de cementerios en la ciudad”. Hay que confesar que este anuncio divulgado por una revista lo puede tomar por sorpresa a uno.

De acuerdo con la descripción que se hace del proyecto realizado por los arquitectos Héctor Mejía, Felipe Uribe de Bedout y Mauricio Gaviria, éste se compone por trece torres inclinadas de “diseño vanguardista“. Las torres, que se espera que pronto sean consideradas como parte del patrimonio arquitectónico de la ciudad, tendrán nombres como del Viento, del Agua o de la Luna. Contarán además con ascensores panorámicos, 350 parqueaderos subterráneos, cafetería, un templete central en cobre martillado con capacidad para trescientas personas, música ambiental y cámaras de vigilancia electrónica las veiticuatro horas del día. En relación con la seguridad, tema que parece se debe tener muy en cuenta en Colombia incluso para proteger a los muertos, se anuncia que ésta también estará a cargo de guardias de honor con “impecable uniforme de parada, que no tendrán nada que envidiarle a los guardias de los grandes palacios”. Otra de las novedades que se ofrece es la transmisión de las ceremonias de enterramiento vía internet para que los familiares y allegados puedan acompañar al difunto desde cualquier parte del globo terráqueo. Finalmente, se explica que con este proyecto se quiere promover “una forma diferente de vivir la eternidad”, que represente un cambio significativo en la manera de enfrentar la muerte, que consiste en evitar que la visita a los difuntos se convierta en un momento amargo: “Es mejor tomarlo como un apacible encuentro con los recuerdos en un sitio cómodo, bien conservado, íntimo y seguro”. Un lugar que no motive la aflicción sino la satisfacción del “deber cumplido”, que inspire un “profundo” sentimiento de respeto y nos dé la oportunidad de “honrarlos con un homenaje a su memoria”. Luego de leer la descripción de este proyecto, no podemos dejar de preguntarnos si realmente es un proyecto revolucionario en materia de cementerios de la ciudad.

La verdad es que pretender construir un conjunto funerario compuesto por trece torres inclinadas y concebido para convertirse en patrimonio arquitectónico de la ciudad, como se afirma en el mencionado artículo, es un proyecto no muy alejado del que tenía en mente cualquier faraón egipcio hace 5.000 años al edificar una inmensa pirámide de sesenta pisos de altura como Keops. Quizá la única diferencia significativa en el caso bogotano consiste en que este proyecto, al ser inclinado, desafía un poco más las leyes gravitacionales de Newton. Tampoco el hecho de ofrecer una serie de cenizarios continuos en el mismo nivel de una torre, donde se pueden depositar los restos de familiares en cualquier grado cosanguíneo o incluso amigos, se aleja de la última voluntad de muchos monarcas en la historia que quisieron ser enterrados con sus esposas, amigos y sirvientes. Pero claro, este cementerio bogotano es más democrático. Aquí caben trescientos mil osarios. Ni una sola tumba, eso sí. Modernizarse equivale a cremar.

El cambio realmente importante que pone en evidencia este proyecto frente a la muerte no se gestó en Bogotá en el año 2006, sino hace más de trescientos años cuando se decidió que los muertos debían tener nuevamente su propio espacio por fuera de las ciudades de los vivos. Las ciudades crecieron, las epidemias mataron mucha gente a la vez y fue evidente que los muertos no podían seguir conviviendo con los vivos.
En 1787, la Corona Española ordenó la contrucción de cementerios en las afueras de las ciudades; pero esta medida no se adoptó en la Península, ni siquiera en Madrid, sino que hubo que esperar hasta 1809 cuando se inauguró el Cementerio General del Norte. En cambio, en Colombia, las instrucciones reales fueron seguidas con prontitud por el virrey José de Ezpeleta y Galdeano, que mandó a construir en 1791 el primer cementerio sobre el camino de Fontibón; una Orden Circular de 1804, en Bogotá, reiteró la construcción de cementerios. El cementerio de Fontibón, antes mencionado, conocido como La Pepita, tuvo siempre una connotación popular y así, las clases acomodadas santafereñas se negaron a permitir que sus seres queridos compartieran en este mundo su última morada con personas de escasos recursos. Sólo aceptaron los enterramientos fuera de las iglesias cuando se inauguró el Cementerio Central en 1836. Un caso semejante sucedió en Medellín con el cementerio de San Lorenzo (1828), conocido como “de los pobres”, que después tendría su par pero “de los ricos”, en el cementerio de San Pedro (1844).
Como bien lo anuncia el artículo promocional del proyecto Panteón Vertical Memorial Towers, con la llegada de los cementerios “paisajísticos” en la segunda mitad del siglo xx se dejaron de lado los cementerios anteriormente mencionados. En ellos, los mausoleos, tumbas, lápidas, criptas, mastabas o sarcófagos estaban decorados con variados elementos simbólicos y religiosos como columnas truncas, antorchas invertidas, hojas de laurel o acanto que terminaron por componer un lenguaje funerario en mármol cuyo eco no siempre se limitó a estos campos santos. Para los que morían era necesaria la compañía de personajes que facilitaran su tránsito celeste como ángeles, vírgenes y santos cuya presencia era frecuente, así como esculturas, bustos, medallones y relieves en homenaje a los difuntos. Obras que los convirtieron en verdaderos museos al aire libre. Con la llegada de los parques cementerios quizá se ganó en higiene y paisajismo, pero estas manifestaciones artísticas, simbólicas y arquitectónicas pasaron a un segundo nivel, por no decir que desaparecieron. La arquitectura funeraria desapareció casi por completo de las facultades de arquitectura en el siglo xx.

Con la violencia generada por el narcotráfico que afectó a ciudades como Medellín en la década de los años ochenta del siglo pasado, el tema de la muerte y sus ritos se vio afectado por la manera misma como los sicarios se enfrentaron a ella. Alonso Salazar recogió en el funeral del Flaco, un jefe de bandas de uno de los barrios del noroccidente de Medellín, una de estas historias en su libro No nacimos pa’semilla (1990): “El velorio y el entierro fueron un completo carnaval. Los muchachos de la banda tuvieron el cadáver tres días en la casa. Escuchando salsa, soplando y bebiendo. Hasta que la familia decidió enterrarlo, a pesar de que ellos se opusieron. Ese miércoles salieron con el ataúd en hombros, bajaron por las calles del barrio, haciendo estaciones, como en una procesión. En cada esquina donde el Flaco se mantenía, descargaban el ataúd, le ponían música loca, salsa y rock, y le conversaban. Así se fueron viniendo hasta que llegaron aquí, al parque. Pusieron el ataúd en un tablado, que queda en una esquina, y continuaron su ceremonia. La mamá se les enojó y los hizo entrar a la iglesia. En la mitad de la misa le pusieron la grabadora de pilas encima del ataúd y le dedicaron varias canciones de salsa. Pasaban por el lado, le daban golpes a la caja y le decían cosas: bacano que estás bien, bacano que seguís parado con nosotros, siempre nos cumpliste… Como si le hicieran el homenaje de despedida a un dios.
 
En el cementerio, lo sacaron del ataúd y lo cargaron en hombros, le gritaron cosas delirantes y le hicieron disparos al aire, hasta que por fin lo sepultaron”. Frente a este proceso de “desacralización” de la muerte en Medellín, un grupo de artistas y arquitectos de esa ciudad se interesó por el tema y consideró necesario devolverle la ritualidad que se consideraba perdida. El primer ejemplo arquitectónico en este sentido lo constituyó la Unidad de Cremación y Templo de Cenizas (1998) diseñado por los arquitectos Felipe Uribe, Mauricio Gaviria y Héctor Mejía, los mismos autores de este proyecto bogotano. El proyecto de Medellín, que obtuvo varias distinciones nacionales e internacionales, incluido el primer premio en la categoría de diseño arquitectónico en la xvii Bienal Colombiana de Arquitectura en el año 2000, se caracteriza por un manejo escultórico de los volúmenes apelando a una sencilla geometría. El edificio obtenido sin duda cuenta con innumerables e indiscutibles bondades plásticas pero visitarlo y recorrerlo no deja de impresionar justamente por la gran escala manejada y el tratamiento minimalista de los espacios que recuerdan la clínica limpieza de un hospital. En un sitio así por supuesto es inconcebible presenciar un entierro como el del Flaco y el repertorio plástico, arquitectónico, religioso y simbólico que en los cementerios decimonónicos antes caracterizaba cada mausoleo, lápida y tumba, ahora ha sido reemplazado por largas estanterías de cenizarios sin ningún distintivo diferente al nombre de cada ocupante. Es como un inmenso archivador de existencias que las homogeniza e iguala bajo un gran volumen escultórico, en una propuesta formal que llegará a su clímax en Bogotá al convertirse en un conjunto de trece torres de quince pisos cada una.

No coincido con los promotores de este proyecto cuando afirman que los cementerios verticales representan una revolución. Sin importar la forma o distribución de un cementerio, mientras éste se encuentre apartado del mundo de los vivos y se entienda como esa “ciudad-otra”, se seguirá apelando al mismo viejo ideal higienista del siglo xviii que determinó la creación de estos lugares. Si a este proyecto se le debe otorgar algún mérito, éste consiste en que al igual que en su antecesor de Medellín, logró silenciar las posibles voces particulares de la muerte. Aquéllas que aún se alcanzan a escuchar cuando se visita cualquier cementerio donde aún se permite la presencia de ese repertorio formal, arquitectónico, simbólico o religioso que dota a cada mausoleo de una propia y única particularidad. Esas manifestaciones han sido erradicadas para siempre y en su lugar se ha hecho un gran homenaje al silencio de la muerte. Porque morir en la actualidad implica hacerlo solo y en silencio, en medio de un higiénico hospital en donde se emprenderá ese último y misterioso viaje rodeado de tanques de oxígeno y todo tipo de tecnología médica. Para luego ser velado, cremado y depositado “con altura” en uno de los cenizarios que se ofrecen en las trece torres inclinadas. Los deudos disfrutarán el descenso de regreso en los ascensores panorámicos. En realidad, más parece un sitio para olvidarse de los muertos. Al fin y al cabo estarán acompañados de música ambiental. .