Feria Internacional del Libro de Guadalajara

Fuentes colombianas

El escritor mexicano Carlos Fuentes es casi una presencia ubicua cada año en Guadalajara. Da charlas, firma libros y dicta conferencias. Este año no fue la excepción y sorprendió a los asistentes a la FIL con la lectura de dos capítulos de su nueva novela, sobre Carlos Pizarro Leongómez.

Juan David Correa
18 de diciembre de 2007

“La novela no muestra ni demuestra el mundo, le añade algo”.
La frase la pronunció el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, encargado de abrir el acto de Carlos Fuentes, que se presentó como Las horas de Colombia, en la Feria del Libro de Guadalajara, el 23 de noviembre pasado. Fuentes es un escritor de multitudes en México. Se pasea por los corredores de la fil día tras día, quizá demostrando un apoyo sin restricciones al primer evento del mundo editorial en español. En la mañana de ese sábado, por ejemplo, fue uno de los pocos en salir de la feria en donde una multitud enfebrecida por el sol del mediodía empujaba por entrar. A las diez la feria se había inaugurado con la presencia de unos dos mil invitados, muchos de los cuales se quedaron por fuera por gracia del sistema de seguridad del presidente Felipe Calderón. A Calderón, esa multitud no dejó de recordarle que lo consideraban un intruso. Después de un año, la mitad de los mexicanos, me dijo un hombre que se paraba sobre el enrejado de seguridad a gritar consignas, “aún no aceptamos a un presidente espurio”. El mismo hombre, un tipo de gafas, pelo algo largo, con pinta de pintor primitivista, le gritó a Fuentes: “Carlos, diles que se vayan. Los escritores están para hablar por el pueblo. Habla. Di algo, Carlos”. Fuentes apenas se volteó y saludó, casi maquinal, con su brazo presidencial. El mismo hombre me confesó después que le gustaba el Fuentes de la fil, no el Fuentes de los cocteles y el mundo político mexicano.
Más allá de las anécdotas, esa tarde Vásquez, un lector atento de Fuentes, en apenas siete minutos dio una lección de sencillez al hablar de la compleja obra del mexicano que en dieciséis novelas se ha paseado por la historia de su país. Vásquez comenzó diciendo que la novela pretende “inventar el mundo a medida que se avanza”. Luego elogió la capacidad del autor de Los años con Laura Díaz diciendo que su sistema equilibrado entre información e imaginación le había permitido realizar, a la manera de los muralistas mexicanos, una serie de grandes frescos sobre la historia mexicana. “La suya –dijo Vásquez– es una obra inquisidora”. Y aunque para muchos Fuentes es el símbolo de una especie de monolítica piedra en la literatura de su país, el auditorio estaba esperando que ese hombre nacido en Ciudad de Panamá en 1928, el mismo que creció en la embajada de Washington junto a sus padres y que es acusado de haberse dedicado a la vida social del establecimiento mexicano, se levantara y leyera o dijera de una vez por todas de qué se trataban esas Horas colombianas.
Fuentes habla con propiedad, no es un tipo parsimonioso. Recordó entonces cómo había conocido Colombia, muchos años atrás, cuando se hizo amigo de Fernando Botero. El pintor lo puso en contacto con Álvaro Mutis, y este a su vez con Jorge Gaitán Durán, director de la revista Mito, a la que elogió como una de las primeras revistas en América Latina en haber traducido obras fundamentales en su educación literaria como las de Genet o Sade. También ahondó en la vena de Mito diciendo que se trataba de una revista definitiva: publicó La hojarasca de García Márquez y Los elementos del desastre de Álvaro Mutis. Además –continuó– trajo noticias por primera vez, a través de reportajes, de la realidad del campo colombiano. Después de Gaitán Durán, vendría para Fuentes, García Márquez. Y entonces ya se definiría también como colombiano: recordó luego a Gaitán Durán, quien murió mutilado abrazado a una mulata descomunal en un vuelo de Air France.
Todos imaginaban que sus Horas colombianas serían una reflexión sobre el país y sus crisis sucesivas de violencia. Todos esperaban, como lo han hecho todos los años, que Fuentes se sacara del sombrero una conferencia, como se saca cientos, bien sea sobre el Quijote o la política exterior de Bush. Sin embargo, de repente comenzó la lectura de lo que parecía su nueva novela, Iliada descalza.
La escritura de Carlos Fuentes tiene algo de farragoso. Sus adjetivos son a veces demasiado elocuentes. Busca la música en cada frase y eso hace que el lector –o escucha en este caso–sienta, al mismo tiempo, una especie de encanto y desencanto simultáneo. La primera frase de su relato: “Canta Oh, Aquiles la cólera...”, ya anuncia un estilo anclado en la tradición. Y las parrafadas largas, densas, una manera de abordar el mundo desde la adjetivación desenfrenada.
La lectura del segundo capítulo fue mejor. La primera escena muestra a Carlos Pizarro (Aquiles), Jaime Bateman, Álvaro Fayad e Iván Marino Ospina, el comando central del M-19, sentados alrededor de una fogata. A medida que Fuentes narraba, iba haciendo aquello que Vásquez había pronunciado en su discurso inicial: “El novelista capaz de hacer que la historia se pare en dos patas y salte a través del aro y abra las fauces para que uno meta la cabeza”. Sí, hay saltos: se va con Pizarro a la sala de su casa materna de infancia, describe a su padre militar, a su madre Margoth, se mete entre las cobijas en donde las paredes dejaban que todo se escuchara. Y en una suerte de paneo, se mete con la historia de cada uno: de la tierra caliente y la risa de Bateman a la vocación silenciosa de Fayad. Ese segundo capítulo es mucho más esperanzador que el primero. Sobre todo al final, cuando un testigo sentado al lado de Carlos Pizarro, el 26 de abril de 1990 presencia su asesinato. La descripción minuciosa de las balas entrando por todas partes, la sangre manando por las sillas de ese avión, el temblor de un hombre ante su destino, fueron concluyentes para cerrar sus horas colombianas.
Sin dilaciones, Fuentes bajó del escenario. ¿Por qué le interesó contar la historia de un líder guerrillero en Colombia?, preguntó alguien. Él ya lo había respondido: “Más que su destino, me interesaba su itinerario: de la familia a la guerrilla y de la guerrilla a la política, y de la política a la muerte”. Y todo porque Colombia, como lo repitió antes, hace parte de su itinerario sentimental.