Coleccionistas de polvos raros, de Pilar Quintana

La salvaje ilustrada

Pilar Quintana vive en una playa selvática, separada de la gran ciudad por un remolino de ‘paras’ y guerrilla. Allí ha escrito su segunda novela, que de bucólica no tiene nada: con el mundo narco como telón de fondo, el todopoderoso sexo es la única carta ganadora de los protagonistas.

Julio César Londoño
19 de febrero de 2007

No hubo forma de sacarla de su madriguera. Ni las llamadas de su editor, ni las de Arcadia, ni las mías lograron sacarla de su refugio en Juanchaco, en la Costa Pacífica, en la cabaña de madera que construyeron sobre un acantilado ella y su marido, es decir, en la casa que él construyó mientras ella le pasaba el martillo y hacía las limonadas, porque los roles de los sexos se cumplen aquí y en la manigua, así él sea un intelectual y ella el antónimo de la chica plástica.

El caso fue, para no extenderme como cualquier académico, que tuve que acudir a internet, esa entidad que lo sabe todo, y al celular, ese ingenio que hace de todo, para documentarme sobre Pilar Quintana, la joven narradora que acaba de publicar una novela de choque, Coleccionista de polvos raros. Así logré averiguar que es delgada, tiene 35 años, ojos grandes, facciones definidas, pelo negrísimo y ondulado y piel atezada por el sol y el aire del mar. De las preguntas que le envié sólo contestó las que le dio la gana. Algunas las respondió con tranquila sinceridad; otras, con la rudeza que cabe esperar en una novelista de choque; una, de la línea de Charles Bukowski y Rubem Fonseca, y otras, con tacto francamente cancilleresco, con la diplomacia de una salvaje ilustrada que sabe que en cualquier momento tendrá que volver a la maldita civilización y lidiar con sus figurones.

Pilar estudió Comunicación en la Javeriana. Luego hizo libretos para televisión. De ahí pasó a la publicidad y sudó la gota haciendo himnos a los bancos y madrigales a las esponjas de alambre hasta que se jartó, maldijo las oficinas, quebró los lápices y se fue a rodar por los caminos de Suramérica, Estados Unidos, la India, Nepal y Australia rapada como un monje budista. Fue terapeuta de jaguares y empacadora de mangos, entre los oficios que confiesa, y regresó al país de Uribe en el 2003 y publicó su primera novela, Cosquillas en la lengua.

La historia de Coleccionistas de polvos raros (magnífico título, ¿no?) transcurre en Cali y recibe su nombre de la afición de la Flaca, una muchacha de barrio que tira bastante aunque sin mucho entusiasmo. “Le gusta hacerlo de espaldas para no verles la cara a los tipos. Es de esas personas que no saben decir que no, y coleciona polvos por falta de voluntad. Hubo uno que dijo haberse venido en seco. Gimió ronco, arrugó la frente, contuvo la respiración, estiró la pierna encalambrada, en fin, hizo todas las muecas del caso, pero no le salió nada por ahí, explica. Ella no le creyó. Y cómo olvidar al locutor de voz acaramelada y verga flácida, al vendedor de celulares pedorro, al cocinero de hamburguesas que quería que se le meara en la boca, al profesor de educación física que puso la foto de la señora sobre la mesita de noche, mirándonos, dice la Flaca, en mi colección hay de todo”.

También están Susana Domínguez, una jovencita de la sociedad que a la Flaca le parece el novamás de la distinción; Aurelio, el novio de Susana, otro chico bien, otro sueño de la Flaca, y el Mono Estrada, un jovencito fofo y feo pero dueño de una Ford Explorer rojo marlboro que lo salva del celibato. A través de estos personajes la novela nos muestra los dos polos de la sociedad, el alto y el popular, en dos momentos críticos de la ciudad: durante el auge del cartel de Cali, y luego de su desarticulación, en la resaca de esa orgía que dejó a la ciudad convertida en un muladar, destrozada física y moralmente.
Yo hubiera preferido que no se sintieran tanto las opiniones de la novelista, que el fin no tuviera esa cosita moral, que la Flaca no se esfumara tanto en la segunda parte y que los otros personajes no cayeran en esos baches caricaturescos que los aplanan un poco. Los personajes de las novelas deben evitar los estereotipos y ser, como las personas de carne y hueso, criaturas complejas: que el mezquino nos sorprenda con un acto de generosidad; que el criminal sufra un rapto de bondad; que la jovencita plástica asuma de pronto una actitud trascendente. Con todo, hay que reconocer que Coleccionistas de polvos raros salta sobre estos obstáculos gracias a un lenguaje fluido y vigoroso (altanera, la autora arriesga verbal y moralmente en cada línea) y que los personajes terminan convenciendo, derrotan el clisé y adquieren una solidez conmovedora.
A Pilar le gustan “los narradores económicos, los capaces de crear un cierto efecto con pocos medios, como Graham Greene, Joseph Conrad o Charles Bukowski”, y ella misma ha aprendido a hacerlo. Es capaz, por ejemplo, de despachar un retrato social con cuatro brochazos precisos: “Doña Jesusa se levanta todos los días a las cuatro y media de la mañana. Prende la luz de la cocina y aplasta una que otra cucaracha con la chancleta plástica. Amasa. Pica la cebolla, los ñervos de carne y la papa. Prepara el guiso. Cuela el aceite usado para que parezca nuevo. Para entonces ya se ha hecho de día, la ciudad ruge allá afuera y doña Jesusa avanza hacia la puerta con sus pasos lerdos de elefanta vieja. Suda, resopla y hiede a fritura. Dos sacos de carne blanda se descuelgan cuando levanta los brazos para desatar las trancas”.

Para pintar el otro lado de la ciudad, Pilar no utiliza tanto “color local”: “Todas las paredes son blanquísimas. Todo en esta casa es blanquísimo, menos el piso, el pasamanos los antepechos y los muebles, que son de madera rústica al natural. El único contraste marcado es el sangre de toro bravo del sofá y el vestido amarillo quemado de Susana que Estellita puso cuidadosamente sobre el sofá. Y los zapatos negros del muchacho que está sentado al lado. Y sus manos grandes de león dorado por el sol. Y el nudo azul de su corbata. Y esos ojos amarillos”. (El muchacho es Aurelio, claro, el sueño de la Flaca).

Como en buena parte de la narrativa colombiana actual, el telón de fondo es el narcotráfico, en este caso el cartel de los Rodríguez, cuyo poder se siente en toda la novela aunque la narradora nunca nos los muestra de una manera directa. Fue una buena decisión de la novelista, un toque de misterio para reforzar el mito. A los fantasmas, es una lección de Rulfo, no les sienta bien una silueta muy definida. Pero a diferencia de todas las novelas del género, en esta no hay un solo muerto. No fue necesario. Con las agonías sociales de los protagonistas, las ansias trepadoras de todos, incluidos los ricos, y la incertidumbre de la Flaca que ignora qué sucede en el corazón de ese apuesto niño bien con el que apenas tuvo una aventura, y los ansiedades sexuales de esos muchachos forrados en ropas de marca y esas hembras esculpidas con silicona, y con el marco de una ciudad enloquecida con el olor de los dólares fue suficiente para lograr una historia vibrante, humana, visceral.

O para decirlo con las palabras de su autora: “Es una novela de episodios, de historias que se cruzan y complican con el tiempo, un poco como el efecto mariposa: el batir de alas de Susana Domínguez puede provocar una tormenta en la cabeza de la Flaca diez años después”.

Es un relato no lineal que, a pesar de que no hace concesiones al lector y gira de manera sorpresiva sin previo cambio de luces, resulta perfectamente legible. El monólogo interior le da a la novela esa atmósfera de intimidad que las angustias y las incertidumbres de sus protagonistas precisan.

Pilar Quintana acepta que miente cuando la acorralan, que sus personajes favoritos son Angelina Jolie y el Coyote, que su plato preferido es el arroz con huevo, que le cae gordo Efraim Medina Reyes porque su personaje literario más espectacular es él mismo, auque lo admira por la misma razón, y que su epitafio será “Vivió”, a secas (económica hasta el fin). Cuando le pregunto qué palabra le falta al español, no lo piensa dos veces para responder. Procrastination. Si la pusieran a elegir entre ser el genio más alto y triste del arte, o una escritora mediocre pero dichosa, “no optaría, me quedaría en el limbo”. Es decir, lo quiere todo, el talento y la felicidad, la vida y la obra.

A la pregunta sobre un evento histórico que no debiera haber ocurrido, contestó: la domesticación del fuego. Quizá por eso vive en Juanchaco, una playa casi virgen que le permite vivir la ilusión de que el fuego, y ella, aún son libres. Salud, señora; salud, letras y mar.