La poeta silenciada por Stalin

La trágica vida

Hace cuarenta años murió en Leningrado Anna Ajmátova, una de las más grandes poetas rusas del siglo XX. El crítico literario norteamericano Michael Scammell rememora para Arcadia la terrible ordalía que fue su vida bajo el fatídico yugo de Stalin, como prueba de la superviviencia de la palabra sobre todas las formas de terror político.

Michael Scammell*
17 de julio de 2006

Un día, en el otoño de 1939, una mujer alta, de mediana edad y vestida de negro arrastraba lentamente los pies en una fila de cientos de mujeres frente a la prisión de Kresty, en Leningrado. Hacía un frío horrible e igual que las otras mujeres, llevaba en los brazos un paquete con comida para algún pariente, en este caso, su único hijo, quien ya había cumplido una temporada de trabajos forzados en el Canal del Mar Blanco y ahora se encontraba en otra parte del gulag en el extremo norte de Rusia. De pronto, alguien en la fila llamó a la mujer por su nombre, y otra mujer más joven, inmediatamente detrás de la aludida, con los labios azules del frío le preguntó sorprendida:

—¿Usted podría describir esto?
—Sí, sí puedo —contestó la mujer alta—. Sí que puedo.
La mujer era Anna Ajmátova, la más grande poeta rusa contemporánea, y Requiem 1935-1940, la obra que escribió sobre sus experiencias de aquellos años, se convirtió en uno de los más grandes poemas del siglo xx. Se alza, al lado del Archipiélago Gulag de Solzhenitsyn (una obra muy distinta), como un monumento no sólo a las duras pruebas de un individuo sino también al sufrimiento sin parangón de un pueblo entero: el pueblo ruso bajo el yugo comunista, particularmente durante los peores excesos del terror estalinista:

A la primera luz, te llevaron lejos
y como una doliente fúnebre
seguí tu cortejo.
Criaturas lloraban en el cuarto
del frente.
La luz de la vela parpadeaba bajo el icono,
tus labios fríos como en un cuadro,
tu frente húmeda de muerte.

Estos momentos nunca podré olvidarlos.
Esta estrofa del poema se redactó en 1935, el mismo año en el que el hijo de Ajmátova, Lev, y su por entonces amante, Nikolai Punin, fueron arrestados por primera vez. Sin embargo, la mayor parte de los versos que componen dicha obra fueron escritos durante los crueles inviernos de 1939 y 1940, tras el segundo arresto de su hijo. Ajmátova continuó agregando versos a su poema hasta 1961, cuando la “distensión” que propició Kruschev hizo posible pensar que Ajmátova quizá pudiera publicarlo. Durante todos esos veinte años la existencia misma del poema se mantuvo en el más profundo secreto: Ajmátova temía incluso guardarlo por escrito, de manera que lo memorizó y convenció a su amiga Lydia Chukovskaya de que hiciera lo mismo. El poema jamás se publicó en la Unión Soviética en vida de Ajmátova y se publicó por fin en un diario de refugiados políticos en Munich, en 1963.

Poco en la vida y carrera tempranas de Ajmátova en realidad anunciaba la posición simbólica que más tarde llegaría a ocupar. “Estos crueles tiempos han desviado”, escribió en 1944, “como a un río de su curso... / mi vida expósita que terminó desembocando / en un meandro hermano”. Su curso original en efecto había sido muy distinto. Nacida en 1889, su nombre de pila fue Anna Andreyevna Gorenko y pasó la mayor parte de su infancia en San Petersburgo y alrededores. Cuando empezó a escribir poesía, su padre le rogó que cambiara de apellido para salvaguardar el honor de la familia. El hombre hacía parte de la nobleza menor y consideraba la poesía una ocupación demasiado bohemia para ser considerada un oficio respetable. Anna, pues, tomó el nombre de Ajmátova en honor de una bisabuela tártara que se decía era descendiente del legendario Gengis Kan. El apellido tenía resonancias románticas y misteriosas, además de encanto visual y acústico. En fin, un apellido robusto y seguro de sí que destacaba la llamada de una vocación de la que Ajmátova se percató temprano y jamás traicionó.

El padre de Anna fue mujeriego y bravucón; su madre, una hermosa víctima inerme. Todo esto dejó en la joven muchacha una huella que pisaría una y otra vez en su propia vida, pero con la ventaja de que sus extraordinarios dones poéticos y su temperamento artístico le ayudarían a mitigar sus desengaños amorosos. La paradoja de su doble personalidad se manifestó de diversas maneras. Era una mujer muy alta para su época (uno con ochenta, para ser exactos), ojos zarcos, piel muy blanca, pelo negro azabache, nariz aguileña y cuerpo esbelto y atlético. Su gran belleza la hizo objeto de “bosquejos, pinturas, moldes, tallas y fotografías” (como rememora Joseph Brodsky) desde muy tierna edad, de manera muy particular y conspicua por parte de Modigliani, cuando los dos se conocieron en París. Corridos los años, aquel rostro noble de altiva mirada, y a pesar de los estragos de la enfermedad y el tiempo, se convertiría en una de las caras mejor conocidas y amadas de Rusia.

Los hombres la asediaban, pero esta brillante e imponente joven mujer, lejos de imponerse sobre los menos talentosos admiradores que la rodeaban, inexorablemente terminaba plantada o presa del desamor. Una cadena de matrimonios infelices y desastrosos amoríos fueron la constante de su vida hasta el final de sus días. Parecía una polilla incapaz de evitar la luz de las llamas. Con todo, fue precisamente esta propensión a tales enredos amorosos la que alentó también su poesía temprana.
Sus dos primeras antologías, Evening y Rosary, publicadas en 1912 y 1914 respectivamente, trataban de manera manifiesta sobre el amor desgraciado o no correspondido. En 1910 se casó con el tempestuoso poeta Nikolai Gumilyov (quien le había pedido matrimonio primero cuando ella tenía catorce años) y con quien tuvo su único hijo, pero igual dejaron de amarse casi tan pronto como contrajeron matrimonio y ambos emprendieron la búsqueda de relaciones extramaritales. Los poemas de Ajmátova de este período dejan registro de sus oscilantes emociones entre la esperanza y el miedo, la confianza y la traición, la ira y el perdón.

Lo que llamó la atención de los lectores cultos de estos primeros versos fue su complejidad psicológica y la templada rienda emotiva. No se trataba de los simples versitos de amor ni de las entradas sentimentales en un diario de aquello que los rusos daban en llamar una “poetisa” sino más bien un orgulloso y sólido comentario sobre cómo las vicisitudes del amor afectaban a una mujer apasionada que se sentía y sabía igual a sus pares. Y, además, los versos cargaban con una ironía estoica inusual para el género. “Una mujer amada puede preguntar lo que le dé la gana”, escribió en un poema. “No quiero la felicidad, / De buena gana llevo a mi marido a los brazos de su amada”, escribió en otro. Y en un tercero agregó: “Dale mis poemas para que los lea, / Dale los retratos que tienes de mí”.

A pesar de su tormentoso matrimonio, Gumilyov llevó a su talentosa mujer a la “torre” de Vyacheslav Ivanov, donde famosos poetas simbolistas de la Era de Plata rusa, como Blok, Beli y Bryusov, se reunían a chismosear, beber y leer su poesía. Pronto la mujer no sólo estaba sólo allí leyendo sino que poco más tarde siguió los pasos de Gumilyov y su amigo Osip Mandelstam, en aquello de alejarse del simbolismo para conformar el llamado Sindicato de los Poetas, artistas que optaron por la clásica precisión del lenguaje, la claridad de la imagen y la métrica tradicional en rebelión contra lo que consideraban las viciadas efusiones místicas y visiones apocalípticas de sus antecesores. Cuando más tarde se le pidió que explicara el Acmeismo, Mandelstam lo definió como “nostalgia de una cultura global”, que significaba la clásica cultura de Grecia y Roma y la literatura del Renacimiento.

Mientras la I Guerra Mundial y luego la revolución seguida por una guerra civil hacían estragos en Rusia para culminar en la era glacial de Stalin, todo parece indicar que la vida personal e íntima de Ajmátova continuó tal y como antes. Durante la guerra, se enamoró profundamente de un vividor sofisticado y cosmopolita llamado Boris Anrep, que la abandonó para emigrar a Londres después del golpe bolchevique de 1917. Tras divorciarse de Gumilyov, se casó con un irascible académico llamado Vladimir Shileiko, mucho mayor que ella y, cuando se hartó de las intimidaciones y los celos de éste, se acercó al reconocido historiador del arte Nikolai Punin. Punin quizá haya sido el amor de su vida, pero no por ello fue menor el desastre. Punin, un personaje de promiscuidad inveterada, estaba casado con una médica cuando Ajmátova lo conoció y seguiría casado durante todo el largo periplo de su amor... Aun así, Ajmátova se instaló en una de las habitaciones del apartamento de Punin en Leningrado durante quince años, incluso después de que la esposa de Punin diera a luz una niña. Acto seguido, Punin trajo a bordo una nueva amante, obligando a Ajmátova a cambiar de habitación, y así permanecieron hasta ser evacuados durante la II Guerra Mundial. Una vez terminada la guerra, Ajmátova regresó, por poco tiempo, pero esta vez con la nieta de Punin como elemento adicional a bordo y para cuando ya la nueva amante del historiador se había convertido en su segunda esposa.

Estos complicados asuntos del corazón continuaron alentando la inspiración literaria de Ajmátova durante toda su vida, pero resultan particularmente vívidos en su tercera antología de poemas, White Flock (1917), que dedicó en muy buena medida a su relación con Anrep. Aun así, fue desde temprano perfectamente consciente de las tormentas históricas que se desataban a su alrededor, como lo demostró en un poema profético: “Julio de 1914”. Escrito en los albores de la I Guerra Mundial, describe a un forastero que se acerca a su patio y le dice: “Aterradores tiempos se avecinan. Pronto / tumbas frescas cubrirán la tierra”. El desconocido vaticina: “terremotos, plagas y hambrunas”, pero igual la poeta no se atemoriza. Los enemigos de Rusia no vencerán porque “la madre de Dios cubrirá / con un blanco manto nuestras desdichas”.

En White Flock, publicado cuando miles de rusos ricos huían hacia el exilio, Ajmátova orgullosamente aseveraba que se negaría a abandonar su “remoto y abyecto país” en busca de la “verde isla” donde Anrep había encontrado refugio “traicionando” así a su patria. Su vínculo y compromiso para con el “cuerpo sagrado” de Rusia era demasiado fuerte. Siempre fue profundamente patriótica, incluso nacionalista en sus convicciones, y su fe en la iglesia ortodoxa estaba igualmente arraigada en un amor por las tradiciones rusas.

La toma bolchevique del poder y la revolución consiguiente sumió al país en la sangría de la guerra civil y un asomo de su creciente amargura alcanzó a filtrarse en el poema que le dio título a su siguiente antología, Anno Domini mcmxxi, escrito en el verano de 1921.
Todo ha sido saqueado
traicionado o vendido.
Las negras alas de la muerte
revuelan sobre nosotros.
El dolor del hambre
se lo traga todo.
Ese mismo año, Gumilyov fue ejecutado como “enemigo del pueblo” y Ajmátova se encontró con que su vida era violentamente sacada de curso y obligada a tomar por un nuevo brazal. Su viejo mundo había muerto.
Anno Domini mcmxxxi fue el último libro que publicó en casi veinte años. Las purgas de escritores propiciadas por Stalin continuaron a lo largo de la década del treinta y Ajmátova se dio cuenta cabal de la magnitud de tales desafueros cuando Stalin lanzó su criminal campaña de terror tras el asesinato de Kirov, en 1934. Mandelstam estaba entre los miles de arrestados, aunque tuvo la suerte de ser enviado al exilio, en donde Ajmátova lo visitó y escribió un conmovedor poema sobre él:
Y en la habitación del desgraciado
poeta
el miedo y la musa se turnan
la guardia.
Y sigue su curso la noche
que no conoce amanecer
Cuatro años más tarde Mandelstam fue arrestado otra vez y Ajmátova se enteró de su muerte justo antes de empezar a escribir Réquiem. No cabe duda de que la tristeza por la suerte corrida por uno de sus amigos más cercanos fue tanto acicate para componer el poema como lo fue el dolor por su hijo preso.

Ajmátova consideraba casi un milagro que ella misma no hubiera sido una de las víctimas físicas de Stalin, pero eso no quiere decir que saliera ilesa. En el aire rondaba la sensación de que los arrestos de Punin y de Lev (su hijo), durante la campaña de terror de 1935, eran una manera de caerle a ella, de advertirla. A pesar de que ambos hombres fueron liberados prontamente tras una solicitud personal a Stalin, Lev fue arrestado de nuevo en 1938 (y Punin una vez más al terminar la II Guerra), y se le tuvo en custodia como una especie de rehén siempre y cuando Ajmátova se comportara. Ella guardó silencio obligado durante varios años hasta que, en 1950, se rindió y escribió un manojo de poemas fieles al régimen “en alabanza de la paz”. Lev, a pesar de haber sido puesto en libertad durante la guerra, fue arrestado de nuevo en 1949, y Ajmátova esperaba que con su pluma podría aliviar de alguna manera su cruz. Sin embargo, y a pesar de este comprensible lapsus, se mantuvo firme y el verdadero fruto de su personal y terrible ordalía fue Réquiem.

Ajmátova sobrevivió los años de la guerra en Tashkent, donde empezó y casi terminó otro poema largo, Poema sin héroe, muy distinto a Réquiem. También de inspiración autobiográfica, cubría todo desde los tiempos de la Era de Plata en Rusia hasta la II Guerra Mundial y el texto interrogaba los distintos papeles que Ajmátova había asumido como poeta en medio de tantos años tumultuosos. Algunos apartes estaban redactados en una veta fantasmagórica, casi surrealista, recordando amigos y amantes ya desaparecidos; otros, invocaban fantasmas literarios del pasado ruso, particularmente Pushkin y Bloc, a quienes consideraba sus antecesores.
Paradójicamente, el comienzo de la II Guerra Mundial trajo consuelo a muchos rusos, ya que los liberó del terror estalinista y del yugo draconiano de la mano de hierro del partido. Despertó de nuevo su espíritu patriótico y Ajmátova fue partícipe de la pasajera euforia. Fue admitida en el Sindicato de Escritores y se llegó a hablar de publicar de nuevo algunos de sus poemas. En efecto, una sucinta selección de sus trabajos se publicó... pero sólo para ser recogida poco después. Durante los primeros aires de cambio en la guerra, Ajmátova escribió poemas sobre la caída de París, el bombardeo de Londres y la evacuación de Leningrado. Una vez terminada la guerra, su trabajo empezó a aparecer en revistas y hasta se empezó a cuajar la idea de un nuevo libro pero, en 1946, Andrei Zhdanov, jefe del partido en Leningrado, lanzó un virulento ataque contra Ajmátova y el humorista Mikhail Zoshchenko, tildándolos de reaccionarios atávicos no dignos de la literatura rusa. Trató a Ajmátova de “medio-puta” y “medio-monja”, distorsionando un comentario que el crítico Boris Eikhenbaum había hecho sobre sus primeros poemas de amor de los años veinte, y ridiculizó los temas de su poesía, a saber, su “estrecha vida privada, la trivialidad de sus experiencias y su erotismo místico-religioso completamente ajenos al pueblo”.

Una vez más paladeaba Ajmátova aquella “fama amarga” de la que ya había escrito en uno de sus poemas tempranos y desapareció de la escena pública durante otros diez años hasta después de la muerte de Stalin y el comienzo del “deshielo” de Kruschev. En 1957, Poema sin héroe se publicó completo en un anuario de Leningrado llamado Poetry Day, de escasa circulación, y un año después se publicó un magro volumen con versos suyos. Así, Ajmátova fue “redescubierta” por una nueva generación de críticos y poetas (muy particularmente el joven Brodsky), quienes a duras penas podían creer que la mujer hubiera sobrevivido.

Ajmátova pasó los últimos diez años de su vida rodeada de ayudantes y admiradores, gozando de una tardía pero merecida fama. A pesar de que Réquiem aún no podía publicarse en la Unión Soviética, igual empezó a circular de viva voz y fueron cientos los devotos que se lo aprendieron de memoria al tiempo que cada vez más y más de los maravillosos y amargos poemas que había escrito a lo largo de más de cuarenta años empezaron a aparecer en letras de molde. Fue sólo entonces que el espectro completo de sus logros empezaron a ser reconocidos y, cuando murió, en 1966, una multitud se agolpó en la iglesia donde yacía su cuerpo. A pesar de los continuos esfuerzos del partido por minimizar su importancia (su funeral fue programado para que coincidiera con el Día Internacional de la Mujer), Ajmátova fue acompañada a su tumba como heroína, mártir y gran artista de su tiempo.

Brodsky observó que Ajmátova era inusual entre los poetas contemporáneos rusos, en tanto que había llegado al mundo “con una dicción peculiar de antemano establecida y una singular sensibilidad propia. Llegó con todo el equipaje puesto y nunca se pareció a nadie más”. Pero lo que en verdad importa es lo que la mujer hizo con esa sensibilidad y esa dicción y la manera como respondió a la grave responsabilidad que la historia rusa había puesto sobre sus hombros. Lo que hace de contemplar su vida y su obra una experiencia tan genuinamente enaltecedora es que demuestra el triunfo del arte sobre la política, la superioridad histórica y moral de la verdad sobre la mentira. Ajmátova fue una de cuatro grandes poetas rusos: Tsvetaeva, Mandelstam y Pasternak son los otros tres, cuarteto que superó salvajes obstáculos para dar fe de la capacidad de recuperación del alma humana.

“Ahora mi conciencia está más tranquila”, dijo Ajmátova al final de sus días cuando se enteró de que estaban publicando de nuevo a Tsvetaeva y Mandelstam. “Ahora hemos visto lo duradera que es la poesía”. O, en palabras de Brodsky, “La prosodia siempre sobrevivirá a la historia”. Sin embargo, no conviene que nos alejemos de esta leyenda sintiéndonos simplemente edificados. La historia de la espectacularmente difícil vida de Ajmátova es un recordatorio del terrible precio que ciertas ideas y credos revolucionarios les cobran a los seres humanos. ¿Cuántos genios de la poesía fueron silenciados en edad temprana o cuántos murieron sin que sus versos fueran cantados? Tampoco a ellos los debemos olvidar, ni siquiera al tiempo que celebramos a Ajmátova y sus colegas. Esto, después de todo, fue una de las razones por las que la mujer escribió Réquiem. .