Entrevista a Carlos Fuentes

Las familias casi nunca son felices

La muerte temprana de sus dos hijos ha dejado una huella de dolor en Carlos Fuentes, que acaba de publicar Todas las familias felices, un libro de cuentos en torno a una pregunta: ¿quién quiere ser interesante al precio de ser infeliz?

Gabriela Esquivada
20 de noviembre de 2006

En el estacionamiento del hotel Waldorf-Astoria de Nueva York, la noche del 31 de diciembre de 2005, Carlos Fuentes juega a correr a su esposa. Salta de columna en columna en el sótano, húmedo por sótano y porque los automóviles filtran la lluvia que se vuelve charcos sucios bajo los zapatos. Al fin ella se deja alcanzar y abrazar. Él le pregunta:

—¿Recuerdas, güerita?
Silvia Lemus asiente:
—Cómo no. Cómo no.

Una sonrisa cierra la complicidad, disimula memorias de dos. Nada cuenta Silvia de aquella escena en ese mismo estacionamiento, más de tres décadas atrás, cuando eran novios y miraban el futuro con la arrogancia inofensiva de quien está lleno de sueños. Días felices en el Waldorf Astoria, tan distintos de esa noche del 31 de diciembre de 2005, la primera que pasaron, acompañados por una pareja de amigos, en la soledad abismal de saber perdidos a sus dos hijos. Carlitos había muerto en 1999, a los veinticinco años; Natasha, el 22 de agosto de ese año que terminaba, a los veintinueve.
Ese 31 de diciembre, el pasado, Fuentes trabajaba en una narración coral que ahora aparece bajo el título Todas las familias felices, una cita irónica y acaso también una confesión encubierta. “Todas las familias felices se asemejan, cada familia infeliz lo es a su manera”, escribió León Tolstoi, y hacía tiempo que al autor mexicano lo rondaban esas palabras con que abre Anna Karenina. En su inventario de ideas y gente y lugares que tituló En esto creo, bajo la entrada “Familia”, tras referirse a sus antepasados, describió su núcleo de infancia: “Formamos una familia feliz. A los ojos de Tolstoi, pues, no una familia demasiado interesante. Pero ¿quién quiere ser interesante al precio de ser infeliz?”

Su voz en el teléfono no denota autocompasión cuando dice: “Es lo malo de escribir: uno trata de exorcizar algo y al fin lo profetiza”. Acaso habla de sí, pero más explícitamente de la violencia y la ciudad, escenografía de los dieciséis relatos que se entrelazan, con el contrapunto de otros tantos coros, en Todas las familias felices.
Usted creció fuera de México, porque su padre, Rafael Fuentes Boettiger, era diplomático, y más de una vez habló de su país como un territorio imaginario. ¿Por qué narra ahora un lugar realista?

Cuando escribí La región más transparente, la ciudad de México tenía cinco millones de habitantes; ahora tiene veinte, los que tenía el país cuando yo nací. Con 110 millones, México es hoy el país más poblado de habla española. Un país muy peligroso, lleno de violencia en las fronteras, con narcos y con las maras, esas pandillas de jóvenes que vienen de Los Ángeles o de El Salvador, que se hacen un tatuaje por cada uno que matan y un buen día dejan, como hace un mes, en Acapulco, seis cabezas cortadas en una playa.

Esa violencia es el tema de Todas las familias felices. Lo es en las historias individuales, que ocupan los dieciséis relatos, donde abunda el pesimismo.
Allí hablan, entre otros, esos huérfanos de las guerras de Ronald Reagan en América Central, expulsados por las balas hacia los Estados Unidos y por la ley de regreso a un sur sin destino: “Somos la mara / salvamos salvatruchas todo lo que ustedes limpiecitos pulcros endomingados ocultaron rasuraron limpiaron desodorizaron ” (“Coro de las familias rencorosas”). En esos coros también suenan otros expulsados: los de la pobreza, el narcotráfico, la migración, el abandono.

Junto al fantasma de Joseph Conrad, los de Honoré de Balzac, William Faulkner, Franz Kafka y Miguel de Cervantes circulan en homenajes más o menos. ¿Cómo describiría las influencias de este libro?

Sin la secuencia propia de una novela y sin que encaje en la definición de volumen de cuentos (hay personajes de una historia que reaparecen en otra o en otras), este libro es una narración coral. De Balzac y de Faulkner hay la búsqueda de un mundo, el retorno de los personajes; Kafka –acaso el más grande escritor del siglo xx– sigue advirtiéndome acerca de la deshumanización; de Cervantes, con sus cuentos y novelas interpolados en Don Quijote, puedo mencionar la combinación de géneros. Pero hay muchísimas influencias más: uno es heredero de una tradición que se hace presente entera en el trabajo.

No en vano Fuentes guarda la comedia humana de sus ficciones bajo el título-paraguas de La edad del tiempo: cree en la continuidad. “No se puede crear sin una tradición antecedente, y la condición para que la tradición siga viva es crear algo nuevo. En el boom éramos doce escritores, precedidos por un puñado: Alejo Carpentier, José Lezama Lima, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti y muy pocos más. Ahora, en cambio, nos han seguido generaciones cada vez más ricas. En la América Latina hoy contamos docenas de escritores muy buenos. Tenemos una constelación de talentos que existen en una constelación mayor de los novelistas en habla castellana: de México a Chile, de Argentina a España, y con incursiones en los Estados Unidos”.

La tradición se cristalizó en su ser a los veintiún años, en Suiza, cuando observó, discreta y pensativamente, a Thomas Mann. Lo vio mirar con deseo desesperado a un muchacho, como si representara ante sus ojos una escena de La muerte en Venecia. Lo vio retirarse a escribir, al espacio donde podía ser dueño de sus emociones más que en la vida real. Aprendió “que en literatura sólo se sabe lo que se imagina”, y si bien terminó los estudios de Economía que complementaban su grado en Derecho –un consejo de Alfonso Reyes– ya sabía que su destino era otro: escribir más de cincuenta títulos.
En los coros de su libro, ¿esa tradición alcanza a la tragedia griega?

La tragedia griega ya no puede ocurrir en su forma, que consistía en que no había buenos y malos sino que todos eran a la vez buenos y malos. Murió con el mundo anterior al cristianismo: no puede haber tragedia cristiana porque el cristianismo te promete la salvación eterna, y no puede haber modernidad trágica porque la modernidad te ofrece el progreso. En lugar de la cultura trágica nos queda una cultura crítica de estas leyes de la salvación eterna o del progreso, que cada día son desmentidas en guerras, genocidios y demás horrores. Por eso los coros dan voz a quienes no tienen voz, como sostenía la vieja teoría de Pablo Neruda acerca de la misión del escritor latinoamericano. Esto ya no es exacto, pero en este libro quise poner, en contrapunto con las historias de familias de individuos, estas voces de advertencia que cuentan la historia colectiva de los que están ausentes del radar de nuestra modernidad.

¿Hay algo de música popular joven en ellas?
Mucha gente me ha dicho que escucha las voces de mis hijos en los coros. Es posible que sin ellos no hubiera podido escribirlos: sin el interés que Carlos me despertó por la música rock, sin el vocabulario del mundo rapero de Los Ángeles que me comunicó Na-
tasha… Es un libro que les debo en gran parte a mis hijos.

Acaba de regresar a su casa de South Kensington, en Londres, luego de acompañar a su marido en una gira por España y Francia, y en cada punto, con su teléfono móvil, Silvia Lemus se ha ocupado de los mil requisitos para poner en marcha la Fundación Carlos y Natasha Fuentes Lemus. “Silvia, de quien sigo enamorado después de tanto tiempo…”, comenta el escritor. “Nos hemos acompañado en las tres décadas que llevamos casados y podemos decir que somos un matrimonio muy feliz, con todas las tragedias que nos han pasado, pues nos han unido más”.

Esa unión permite que Fuentes se sienta un Carlos entre dos: su hijo –artista plástico y escritor– y el tío que se destacó como poeta antes de los veintiún años, cuando la fiebre tifoidea lo extinguió. “Creo que mi padre me llevó hacia la literatura en honor a su hermano, un joven veracruzano que escribió muy buena poesía –muy en la vena de Amado Nervo: era la época– y murió cuando se marchó a estudiar a México. De manera que yo estoy entre esos dos Carlos y me siento encargado del destino que ellos no tuvieron”.

Dice que los dioses le han dado energía de sobra: en Londres se levanta a las siete cada mañana y a las siete y media ya está escribiendo. Acaso por eso las falanges de algunos de sus dedos están torcidas en la precisa posición de sostener la lapicera y la libreta. “Me siento y cumplo con lo que espero. Es una alegría, no sé si un trabajo. Soy un holgazán: hago lo que me gusta, escribir, todos los días. No sé qué haría si fuera burócrata”.

Le sucedió cuando ocupó la embajada de México en París. Pasó dos años sin producir una sola palabra. Pero cuando el presidente Luis Echeverría encomendó la embajada en Madrid a su antecesor Gustavo Díaz Ordaz –responsable mayor, se creía entonces, de la matanza de Tlatelolco– juntó ideales políticos y deseos literarios y renunció, alquiló una casa que había pertenecido a Gustave Doré y volvió a tomar la pluma y el cuaderno. La sequía regresa cuando va a México: “Tomas tequila, comes enchiladas, te levantas tarde…”.

Pero las más de las veces su estampa es la de una tarde en el Hotel Delmonico de Nueva York –que Donald Trump asesinó para erigir uno de sus emprendimientos inmobiliarios estilo falso-fino, como transformó el Plaza –, mientras Silvia se arreglaba para salir a comer y Natasha se distraía en juegos con su perrito. Fuentes escribía en una mesa cercana, del todo ajeno a las voces de las mujeres, a los ladridos de Valerio, al timbre del teléfono. Acaso acompañado por sus Carlos Fuentes perdidos: “Escribo con una ambición juvenil, que de algún lugar me viene”.

Otros miembros de su familia parecen influir en su obra, en particular este nuevo libro. ¿Cuánto pesan los relatos de sus abuelas?

Como crecí en los destinos que le tocaron a mi padre –Río de Janeiro, Montevideo, Washington, Santiago y Buenos Aires–, fue muy importante haber podido pasar los veranos con mis abuelas en México. Una era veracruzana, de la costa del Golfo, y la otra del Pacífico, de Sonora. De manera que conocí cuentos de las dos costas, pequeñas y grandes historias de nuestra genealogía. ¿Quién, si no es aristócrata o miembro de una familia real, recuerda algo más allá de sus bisabuelos? Sin estas abuelas magníficas no tendría yo memoria de mi propio pasado y un venero inagotable de relatos del que saldrán otros libros, si tengo tiempo de escribirlos.

Lo volcado en Todas las familias felices y En esto creo ¿anula la posibilidad de sus memorias?

Cuando me alcanza la tentación leo a Chateaubriand, y advierto que no podría escribir buenas memorias. He ido dejando mi memoria en mis novelas: allí está. Es cierto que he publicado libros como En esto creo, y que estoy revisando notas para una colección de retratos de gente que me ha influido: Luis Buñuel, Alfonso Reyes, François Mittérrand, Bill Clinton, André Malraux, Alfonso Reyes… Allí podría meter más memoria, pero no me siento capacitado para otra cosa. Creo que el libro de Gabo [Vivir para contarla], una excelente memoria, llega hasta sus veinticinco años como prueba de que después Cien años de soledad, El otoño del patriarca y todos sus libros hablan por él. Uno puede hablar de su niñez, de sus antepasados, de su familia: hasta allí llega. Y no puede hablar de las mujeres a las que ha querido, por caballero.

De lo que sí habla, y mucho, es de política. Lo apasiona la política internacional, otro tanto la mexicana; el tono de su voz se eleva y se llena de silencios significativos; pasa de largas argumentaciones a un adjetivo cortante, final. “Como escritores, tenemos que cultivar la memoria, la imaginación y el lenguaje. Pero aparte somos ciudadanos, ¿no? Yo tengo mis opciones políticas”. En México prefiere la izquierda de Cuahutémoc Cárdenas y el fin de la polémica sobre la elección: “Nos costó mucho construir instituciones democráticas. Y si el Tribunal Electoral decide que el presidente es Felipe Calderón por un 0.56 por ciento, yo lo respeto. Andrés Manuel López Obrador ha perdido la oportunidad de crear un gran movimiento de izquierda y ganar la elección siguiente”. En lo internacional, creó el Foro Iberoamérica, un ámbito de discusión que reúne una vez al año a políticos, empresarios e intelectuales de América Latina, España y Portugal.
También sintetizó en un título, Contra Bush, su visión de lo que llama “la Junta de Washington: un grupito de gente que ha usurpado el poder y llevado al mundo a una catástrofe”. Cuando se publicó ese libro, en el 2004, lo acusaron de odiar a George W. Bush, de exagerar, acaso de seguir resentido porque en 1961 Estados Unidos lo declaró “extranjero indeseable” –tiempos cuando la Revolución Cubana recogía la adhesión de artistas e intelectuales latinoamericanos– y en 1969 le impidió pisar siquiera Puerto Rico. Él argumenta que simplemente contaba lo que veía: “Ese gobierno basado en la mentira tenía que comenzar a resquebrajarse, como se está deshilvanando hoy”.

Y ahora que Estados Unidos no la mira, ¿cómo ve a Latinoamérica?

Me parece formidable que no nos mire, porque cuando lo hace crea conflictos espantosos. Ya pasaron las dictaduras militares, que tenían su raíz en el anticomunismo y la protección de Washington, y hemos logrado avances democráticos en casi todos los países. Ahora la gente pide contenido: “Qué bueno que tenemos instituciones democráticas, pero yo vengo con hambre”. El cincuenta por ciento de los latinoamericanos vive en diferentes grados de miseria.

¿Qué papel tiene la izquierda en ese desafío?

No es lo mismo Bachelet que Lula, y no considero que Hugo Chávez sea de izquierda: creo que es un criptofascista al que le irá peor que a Juan Perón, porque regalará todo y se quedará quebrado. La izquierda es Lula, Néstor Kirchner, Bachelet, Tabaré Vázquez; pero al lado hay gobiernos de derecha como el de Alan García o el de Álvaro Uribe. En ese mosaico, el futuro de América Latina se juega en el centro: en los compromisos que seamos capaces de acordar en el centroizquierda y el centroderecha para resolver los problemas de nuestras grandes mayorías enajenadas.