Viaje a las barriadas de Caracas

Raperos bolivarianos

En los próximos meses habrá una ráfaga de hip-hop, graffitis y videos en los barrios pobres de Caracas, todo con el fin de sacudir la mente de los jóvenes marginales para que voten en las elecciones de diciembre por el presidente Hugo Chávez.

Fernando Cárdenas
20 de junio de 2006

Ya es una rutina oficiosa que a los periodistas extranjeros recién desempacados en suelo venezolano les hagan el “paseo revolucionario”. Sin pausa, un recorrido perfecto. No más husmear la periferia de Caracas para captar la fuerza de un proyecto político que empezó hace siete años con el triunfo de Hugo Chávez en las urnas, y que promete ser duradero mientras el precio de los barriles esté en los cielos.
Una confesión de entrada: fui uno de esos visitantes alucinados que tomó ese tour calcado al de las favelas brasileñas, en el que te llevan a recorrer en un fin de semana la ropa colgada de la pobreza urbana. Esta vez, hay un ingrediente particular que marca distancia: escuelas bolivarianas con niños felices, barrios con murales del Che Guevara o Simón Bolívar y los llamados centros endógenos, en los cuales hay núcleos de salud gratuitos con médicos cubanos, supermercados populares (los ricos también compran allí) y misiones educativas, con señoras robustas aprendiendo las letras de sus nombres.
Apenas termina el baño revolucionario, la conclusión es evidente: “los pobres son mayoría y adoran al presidente”. El inquilino del palacio Miraflores aparece por la televisión y repite que las ganancias del petróleo serán repartidas entre la gente necesitada. En las paredes callejeras se afirma que en diciembre, mes de elecciones, el gobierno arrasará con diez millones de votos.
Ese pronóstico advierte que el gobierno de Hugo Chávez avanza a toda máquina en una cruzada electoral a punta de misiones sociales y utiliza, entre otras estrategias, mecanismos tan grandilocuentes como un discurso incendiario contra las potencias del mundo, o tan sutiles como pasar documentales o utilizar la cultura y el rap para conseguir votos.

En ese fuego cruzado andaba cuando la música apareció en escena. Y mostró un chavismo con una faceta más profunda que el mero asistencialismo. Una inundación de rap, graffittis y videos en los barrios populares. Una mezcla de varios lenguajes con poca publicidad, pero que sacuden fácil el alma juvenil, más apegada a las hazañas con pistolas que al de ir un día a votar por algún candidato.

Sin ir muy lejos, ahora mismo –viernes 21 de abril de 2006– estoy parado frente a los encargados de toda esta movida marginal. El entorno es un parqueadero de asfalto abandonado en el barrio El Valle, en el centro de Caracas, que funciona como el centro de operaciones del grupo de fusión Sontizón.
De improviso se aparecen Ernesto y su hermano Picky, músicos rastafaris, y cuentan que el son está guardado en un clóset, desde que lanzaron hace un año la idea de crear el primer centro cultural de arte popular de Venezuela. “Brother, es nuestra forma de hacer una revolución dentro de la revolución”, repiten.

Aquel discurso caló sin dolor en la Alcaldía de Caracas hasta tal punto que a los pocos meses recibió una inyección de 150.000 dólares, para la arquitectura y los músculos del proyecto. Lo bueno es que ahora los contratan oficialmente para producir una serie de conciertos con los grupos callejeros más temidos de la ciudad. “Nada de cuadros en los museos para una elite, nosotros queremos hacer tours por los guetos”, explica Piki. “Es una estrategia que empezó con las uñas. Vamos a los barrios con mensajes para agitar los avisperos. Por medio de la comunicación, el video, el sonido y el hip-hop queremos aportar a la causa de conseguir diez millones de votos en diciembre para el presidente Hugo Chávez”, remata.

Aunque el parqueadero es modesto, al pasar revista se destaca un contenedor con ruedas que sirve de tarima de ensayo a veinte grupos de rap. Eso los jueves, porque los miércoles afinan canciones los partidarios del rock and roll. Los otros días, los dueños del Centro Cultural atienden a curiosos en unos camiones de la policía acomodados como oficinas. Huele a café y a cerveza. Y tratan de arreglar otros contenedores donde pretenden crear una sala de edición de video, una de sonido para grabar discos y otros proyectos artísticos.

En esa playa de cemento todavía ronda la historia del día en que sonó el mayor concierto que se recuerde. Se apareció en esa tarima rodante Manu Chao y su banda Radio Bemba y cantó un repertorio que incluía “Welcome to Tijuana” y “Señor matanza”. Esa tarde del domingo 5 de marzo nadie pagó boletas. Nadie hizo fila. Todos los asistentes tararearon por dos horas la propuesta de Manu Chao en una pausa que hizo en su gira por América Latina, pues quiso tocar entre amigos en este barrio abrazado de edificios altos que miran un fuerte militar. “¡Venezuela, resiste!”, gritó el francés a un público amigable que no superaba las trescientas personas. “Llevaremos por ahí fuera el mensaje de lo que está pasando aquí”. De esta manera el autor de “Clandestino” quiso dar las gracias a quienes habían gestionado sus conciertos gratuitos en Venezuela: al grupo Sontizón. También, era un espaldarazo a la propuesta artística de la revolución bolivariana, que bajo la batuta de estos músicos comienza a levantar conciencias en los barrios tristes de la ciudad.

El tour en los guetos
La misión de llevar ramalazos de hip-hop a los distritos pobres no tiene como bandera la improvisación. Es una empresa muy bien calculada, planificada hasta el último detalle, y se sustenta en una realidad que ahora les pesa a los partidos políticos que piden con urgencia un cambio: nadie, ningún gobierno o entidad local, había llegado con una propuesta cultural “cercana” a los cordones de miseria.

De ahí que desde abril pasado el Núcleo de Desarrollo Endógeno Cultural Tiuna el Fuerte, cerebro de esta operación, llegue con sus bandas a los barrios El Petare, Pinto Salinas y 23 de Enero. La idea suena bien, se ve humana. Incluso puede aplastar los índices de delincuencia que hoy deambulan en Caracas, los 9.000 homicidios que se registraron en ese país en el 2005, según datos policiales, parte de las más de 70.000 muertes violentas ocurridas en los últimos ocho años.

—En Venezuela hay una revolución y no nos gusta que sea estática —aclara Piki, uno de los fundadores del Centro—. Soy músico y la música amplifica esta revolución en las calles. Es algo generacional, donde tenemos que hacer algo que mueva la mente.
—¿Qué les ha dicho el presidente Chávez?
—Creo que todavía no sabe
—dice—, aunque en la alcaldía sí conocen que ya empezamos los primeros conciertos. Cuando él sepa se va a caer de culo, porque hemos generado algo muy valioso para la revolución.

Ernesto y Piki empacan sus tiestos en una camioneta doble cabina, y ahora vamos raudos a una de esas poblaciones temibles. La radio expulsa algo de rap cubano mientras alguien aclara que nuestro destino es la zona de expendio de narcóticos más caliente de Caracas. En menos de media hora, estamos pisando el llamado bloque dos, en pleno corazón de Pinto Salinas, y nos advierten que no se puede olfatear por los alrededores, a no ser que vayamos con uno de los “patrones” de esos edificios.
Desde la cancha de baloncesto, donde se monta la tarima, se puede ver que los foráneos no son bien recibidos. Es pobreza primaria, pero a la venezolana: delincuencia, familias hacinadas en apartamentos de dos habitaciones, pero con algunas comodidades que van desde un gran televisor en la sala, teléfonos celulares y equipos de dvd.
Siempre ocurre igual en este tipo de eventos underground: toda la infraestructura depende de la solidaridad de los vecinos. Una señora con cara de dirigente sindical reclama por el ruido, pero ninguno de los jóvenes con ropas sueltas, cadenas de plata en el cuello y zapatillas le hace caso. Unos grafiteros, Tribu Vo, se toman las paredes y comienzan a pintar “realismo” –una cara de una mujer– y algunas letras que nadie entiende, pero que obedecen a un croquis. Nada de murales revolucionarios, pues ésos los hacen brigadas políticas contratadas y están por el momento lejos del hip-hop.
El primero en subir a la tarima es un dj con una camiseta con los colores de Bob Marley. Mueve sus manos en la consola y provoca el griterío de unos muchachos que jamás habían estado en un concierto. El sonido de los scratches retumba en los edificios verdes. Los grupos de rap invitados, como Ley de Barrio, La Saga, Infamia y los locales Santos Negros ensayan sus rutinas a un costado. “Canto las vivencias de las calles, la muerte de mis amigos, para que sigan el camino y sepan que la poesía también es un arma”, explica Céneca, uno de los integrantes de Santos Negros. Su compañero de tarima, uno de los “duros” de Pinto Salinas, confiesa que está a punto de dejar su 9 milímetros por el rap y los videos. Muy cerca se mueven los representantes de Ido Family, una agrupación ya reputada en el bajo fondo y que tiene el auspicio de la firma norteamericana Nike: todos los años les llega un bolso lleno de ropa deportiva para que la luzcan en los conciertos. “Desde el hip-hop queremos decir que no siga la guerra, y dar un mensaje alejado de las pistolas”, dice Bambino, un joven de diecinueve años vestido completamente de Nike, con gorra de Michael Jordan incluida, y quien en un futuro quiere estudiar Ingeniería Petrolera, una de las carreras de moda en un país bendecido por el oro negro.

—¿ Le cantas a la revolución?
—La verdad es que no mucho. A mí me gusta Chávez, pero prefiero letras que hablen de nuestras vivencias. Estamos en esto porque nos pagan
—enfatiza Bambino.
—¿Y si te pagaran por cantar en un concierto de la oposición?
—Allá estaríamos.

Todos los raperos saltan al escenario. Se turnan las estrofas y encienden a un público con aroma a marimba. Lo bueno para la causa, según los organizadores, es que ya no rapean al estilo de las “gangas” neoyorquinas, sino que llevan un mensaje más social. Como las letras de Rubén Blades. Los textos critican el poder “efímero” de las drogas o que los “valientes” con armas tengan una vida tan corta. Arriba improvisa el grupo Realengos:
“Mira quién ha vuelto / el que estaba de parranda y no ha muerto/ el que estaba guardado en silencio/ el que fuera de la farándula observa como otros “emci”*/ en la porquería están inmersos”. [*mc, por sus siglas en inglés, maestro de ceremonias]
Ya en la noche, los organizadores sacan de la camioneta doble cabina unos equipos audiovisuales y proyectan videos en una sábana blanca, en la que se ven a varios de estos grupos de raperos mostrando su barrio, su casa, su familia. El mensaje principal se resume en que gracias a la música dejaron de ser “balandros”. Pero también, que esos documentales los realizan jóvenes marginales, como todos. Una tentación para acercar a otros adolescentes a las cámaras por medio de los talleres que se imparten en el barrio El Valle, en ese parqueadero donde tocó Manu Chao.

Mañana se repetirá esta escena cargada de hip-hop en el barrio 23 de Enero. La otra semana, también. Ellos volverán a inundar de rap y graffitis otro lugar repleto de jóvenes marginados y delincuencia. Hasta que llegue diciembre y el presidente Hugo Chávez logre la ansiada meta de los diez millones de votos. Como va, no parece imposible. .