Chimamanda Ngozi Adichie

A la sombra de Biafra

Es una de las más jóvenes invitadas al Hay Festival. Nacida en Biafra en 1977, cuando aún era república, ha sido nominada a grandes premios como el Booker y el Orange. Sus dos libros publicados revelan una voz madura crecida en el dolor.

Claudia Cadena Silva
22 de enero de 2007

Los dioses deben pasarse la mayor parte del tiempo de su inmortalidad haciendo votos para que los incrédulos se multipliquen, pues resulta ser que son ellos, los incrédulos, quienes terminan atribuyéndoles los mejores logros. Así, yo, que descreo, cierro el libro; y sigo oyendo la voz de Kambili; y me pregunto y vuelvo a preguntarme de dónde pudo haber salido, de quién. De algo parecido a Dios, debió de haber sido. Este nuevo dios es una escritora muy joven de raza negra nacida en 1977, en Aba, capital fugaz de la también fugaz república de Biafra. Su nombre es Chimamanda Ngozi Adichie.

Kambili es el personaje de su primera novela, La flor púrpura; una niña de quince años (en verdad mucho más niña que una niña de esa edad, mucho más frágil, infinitamente más inocente) que mira absorta y va contando, con el tono sosegado de las memorias, la historia de un pedazo de su vida. Se trata de una voz poderosísima que, como al inicio de esta nota, pone a hablar a incrédulos de posibles dioses. Así como a un clásico escritor nigeriano y pionero de la literatura africana escrita en inglés, Chinua Achebe: “No solemos pensar en un primerizo cuando nos topamos con la sabiduría, pero hay aquí una nueva escritora a la que le fue dado el don de los viejos contadores de historias”, dice Achebe, a propósito de la segunda novela de Chimamanda Adichie, Half of a Yellow Sun (la guerra de Biafra revisada y vuelta a contar). Achebe insiste en no creer que alguien tan joven haya escrito un libro como La flor púrpura: “Es como si todos los dones le hubieran sido otorgados al nacer”, concluye.

La flor púrpura no es un libro de memorias de un adulto temperado que revisa, como supuse cuando empecé a leerlo; tampoco es una autobiografía. El mundo que Kambili ve con ojos atónitos (se adivinan, porque tal vez sólo una o dos veces se le ve levantar la mirada del piso) se reduce a dos casas, a unas calles polvorientas que llevan de la una a la otra. Lo más lejos que se llega, páginas bien adelante, es al fantasma de una ciudad universitaria. Y con eso, solamente, queda dicho todo lo que hace falta.

En una de esas casas vive Kambili con su hermano Jaja, su madre y su padre. En la otra, la tía Ifeoma y sus hijos. “Todo empezó a desmoronarse en casa cuando mi hermano, Jaja, no fue a comulgar y Padre lanzó su pesado misal al aire y rompió las figuritas de la estantería.” Es la primera frase de la novela. De ahí en adelante uno sabe que Kambili nunca se ha atrevido a musitar palabra, y que lo que se oye debe de salir de sus ojos enormes, aterrados, dulces. Son los ojos de Kambili los que hablan. Padre, como le dice ella, además de poderoso, rico, protector de su comunidad y benefactor, y cristiano compulsivo, es un tirano. Sólo que más peligroso y eficaz aun: es un tirano de buenas maneras: destroza vidas siempre con las mejores intenciones, siempre siente culpa y siempre termina despertando una compasión profunda. Ésa fue la forma que encontró Adichie de poner al descubierto, también, un pedazo de historia de un pedazo de un mundo cuya intención, asegura, es revisar.

Adichie repite lo que todo escritor cuando le preguntan sobre el efecto de premios y reconocimientos. Nadie, por supuesto, les cree. Para lo corto de su carrera, con la sola mención de estos tres ya tendría bastante: por La flor púrpura obtuvo el premio Commonwealth a la mejor primera obra de ficción (2005), fue finalista del premio Orange en el 2004 y nominada al Booker. Y, sin embargo, su formación inicial nada tuvo que ver con el que iba a ser su oficio. Adichie estudió Medicina y Farmacéutica (un par de años en la Universidad de Nigeria), pero de haber sido buena con los números, como su papá, hubiera podido ser economista o ingeniera, o abogada o cualquiera de las carreras de elemental y obligada elección en un país tercermundista, como dice ella. Sólo más tarde empezaría a irse por lo suyo: Comunicación y Ciencias Políticas en la Universidad de Drexel, en Estados Unidos, adonde viajó en el 2002; Creative Writing, en la Universidad Johns Hopkins, y ahora Estudios Africanos, en Yale.

Con esta última elección Adichie se reafirma en su clara intención de seguir levantando el tapete allí donde la historia oficial nigeriana ha mantenido ocultas las caras más graves de la historia de su país, entre ellas la de la guerra civil en Nigeria (guerra de Biafra, 1966-1970). A ese propósito confeso responde su segunda novela (Half of a Yellow Sun, 2006), que cubre precisamente ese período y pretende ser un inicio de revisión. “Quería escribir sobre esto, tenía que hacerlo: crecí con la sombra de Biafra, tenía que apropiarme de la historia que me había marcado; debía hacerlo porque en esa guerra perdí a mis dos abuelos, porque en buen grado lo que la ocasionó persiste, porque la historia de mi pueblo me entristece, porque el legado del colonialismo me indigna, porque no quiero perder la memoria.”

Es probable que lo que venga después en la obra narrativa de Adichie responda a las mismas preguntas. Y visto así, como si se tratara de una de esas responsabilidades culposas que aquejan y asumen algunos escritores, no puede sino despertar suspicacias y resquemores. Sin embargo, La flor púrpura me hace pensar que no será a costa de los “dones” que el escritor Achebe le atribuye, sino de su escritura. Sospecho que Chimamanda, que en igbo, la lengua de su etnia, quiere decir “Dios no fallará”, seguirá llevando el nombre que lleva.