Antonio Chenel 'Antoñete', uno de los toreros más importantes de la historia, murió a la edad de 79 años. | Foto: EFE

OBITUARIO

Un milagro llamado Antoñete

Antonio Chenel ‘Antoñete’, el torero más importante de Madrid, murió a los 79 años víctima de una bronconeumonía. Nació y vivió por el toreo y se convirtió en uno de los mayores conocedores de los secretos de la tauromaquia. Fue el gran referente de César Rincón, a quien le dio la alternativa en Bogotá.

Rodrigo Urrego Bautista, redactor Semana.com
25 de octubre de 2011

Como casi todos los 15 de mayo, el de 1966, San Isidro -el santo patrono de Madrid- había vuelto a posar sus nubarrones negros sobre la plaza de Las Ventas. Los campesinos suelen rezarle al santo labrador para que “quite el agua y ponga el sol”. Pero ese día, el santo Isidro se empecinó en ocultar la luz del astro.

La luz que iluminaría aquel día no vendría de la mano divina. Todo lo contrario. Irradiaría de las sensaciones y sentimientos terrenales de un hombre que, en Madrid, era considerado una auténtica deidad.

Es cierto que Antonio Chenel Antoñete había caído en desgracia. Parecía relegado al ostracismo. Y su presencia en el cartel de ese 15 de mayo -al lado de Fermín Bohórquez, Fermín Murillo y Victoriano Valencia-, ilusionaba, pero no porque las posibilidades reales aseguraran un triunfo. Sino porque el torero del mechón, el hijo del conserje de Las Ventas, el que había nacido y crecido en la plaza más importante del mundo, él sólo, sería el único capaz de conseguir el milagro.

La expectación se había encendido por esa posible resurrección del ‘Torero de Madrid’. Pero también porque en los corrales, Atrevido, un toro con el hierro de Osborne, acaparaba todas las miradas. Su pelaje blanco, con algunos manchones negros lo hacían distinto y particular. El sorteo de las once de la mañana se encargó de poner a Atrevido en el destino de Antoñete.

Sin embargo, Antonio Chenel, que se quejaba de sus innumerables lesiones en los huesos, que también lo habían hecho frágil, casi que de cristal, no estaba muy convencido en que Atrevido sería su cómplice, precisamente en el día que más necesitaba la colaboración de un toro.

Muchas veces confesó Antoñete que la primera vez que vio a Atrevido, cuando salió al ruedo por el oscuro túnel de la puerta de chiqueros, dijo en voz alta: “ahí va la vaca lechera”. Si todos pensaban que el toro blanco sería bravo, Antoñete no. Creía que iba a ser un mansurrón acobardado y que le iba a sacar más de un disgusto.

Pero segundos después se encontraron en un lance a la verónica y se miraron de otra forma. Y luego, una media verónica, inmortalizada por los fotógrafos, fue el momento crucial: toro y torero declararon sus intenciones, para que, en los minutos sucesivos, ambos se entregaran sin concesiones, y decidieron fusionarse para trascender a la historia.

Atrevido se había dejado seducir por el capote de Antoñete. Y desde entonces solo quería ir a donde el torero lo llamaba, como un enamorado. Antoñete se fue a la mitad del ruedo con la muleta, en la mano izquierda claro está. Se situaba lejos de Atrevido, 15 metros, 20 quizás. Y con un sutil movimiento de su muñeca hacía flamear la tela roja. Atrevido solo miraba la tela y se iba correoso a buscarla.

Antoñete, quizás por única vez en su vida, se había equivocado. El toro blanco, ‘la vaca lechera’, era bravo. Y llegó a su vida para que el milagro se produjera. Antoñete, en una faena de diez minutos, había resucitado de sus infiernos personales. Cuando a Atrevido se le desvió la mirada, producto de los efectos del estoque, y cayó fulminado con las cuatro patas para arriba, el alma de Antoñete también abandonó su cuerpo. El torero cayó fulminado, pero sentado en el estribo, sin fuerza, porque el desgaste espiritual fue el mayor de su vida.

La nueva resurrección y su paso por Colombia

No sería el único milagro. Pasaron casi dos décadas de aquel suceso, cuando Antoñete volvía a Madrid tras ese exilio personal que las sombras de su vida privada lo motivaron a alejarse de los ruedos. Solo, perdido en el Caribe, encontraría su nuevo destino en Maracaibo (Venezuela). Pero un nuevo destino que lo volvería a poner en el camino del toro.

El 3 de junio de 1982, otra tarde de lluvia, Antoñete volvía a Las Ventas, a la que por siempre fue y será su casa, para poner las cosas en su lugar.

Su mechón blanco ya cubría casi que toda su cabellera. Su cuerpo dejaba ver que los años de juventud estaban atrás y ahora daban paso a la madurez cercana a la vejez. Sería un milagro que con más de 50 años, casi sin poder mover sus piernas, la puerta grande del toreo volviera a abrírsele de par en par.

Pero el milagro llegó. Vino de la mano, o mejor, de las embestidas de Danzarín, un toro que lució la divisa de Garzón. El colombiano Jairo Antonio Castro, que confirmaba su alternativa, fue testigo de aquel milagro. Mientras Curro Romero, el gran amigo, pero también gran rival de Chenel, se había lesionado y prefirió no presenciar el suceso, y le dejó el lugar al también sevillano José Antonio Campuzano.

Antoñete, con su toreo basado en la distancia, pureza y verdad, volvía a ser el rey de Madrid. Los gritos de ¡torero, torero!, retumbaban de nuevo.

En esa nueve época, la tercera como figura del toreo, Antoñete aceptó torear mucho, incluso en plazas americanas. Aprovechando su nuevo periplo por Venezuela, apareció en Bogotá el 8 de diciembre de ese 1982. En la plaza de Santamaría, no sólo le concedía la alternativa a un bogotano de 17 años, de nombre César Rincón, sino que ese día -aunque en su momento pocos lo advirtieran- le entregaba su testimonio y lo señalaba como su heredero.

Nueve años después, con la mismas fórmula, la misma tauromaquia de Antoñete, el mismo conocimiento de las distancias y los terrenos, pero con un aire más épico, el colombiano Rincón se hacía el nuevo rey de Madrid.

El milagro eterno

Pero el milagro llamado Antoñete perduró, contra el paso del tiempo, y contra todo pronóstico. En los años 90 toreaba esporádicamente, cuando le venía en gana, o mejor, cuando su espíritu necesitaba desafiar todas las leyes de la física, sin importar que con más de 60 años se jugara la vida ante toros de media tonelada de peso.

Ya no tenía los mismos reflejos, el mismo estado físico. Ya las faenas no duraban diez minutos. Pero los tres o cuatro que permanecía en la cara del toro eran eternos.

Así lo hizo, de nuevo en la Santamaría de Bogotá, en febrero de 1994, en un festival a beneficio de los damnificados por la avalancha del Río Páez, en el departamento del Cauca, día en que también apadrinó a un novillero colombiano, Diego González, y lo acompañó en su salida a hombros.

O en el festival de febrero de 1999 que sirvió para recaudar fondos por los damnificados del terremoto de Armenia, día en que se despidió, sin pensarlo, de la afición colombiana, pues nunca más volvió.

Incluso, Antoñete tuvo el atrevimiento de festejar su cumpleaños número 66 -el 24 de junio de 1998- en el ruedo de Las Ventas. Vestido de malva (o lila, como prefería llamar el torero) y oro. Decidió que el pastel de cumpleaños sería torear dos toros, gratis, a puerta abierta. La gente llenó la plaza y lo volvieron a sacar en hombros.

Si hubiese querido seguir desafiando el tiempo, Antoñete lo hubiera podido hacer. Pero así como el toreo era su vida, el tabaco era su principal compañía.

Por eso, toreando, en la plaza cubierta de Leganés, en el año 2001, sus pulmones y su corazón le tocaron el primer aviso. El tabaco consumido toda la vida le había hecho mella. Tenía que dejarlo, y también, esa locura de seguir vistiendo el traje de luces hasta la muerte.

Pero, eso sí, nunca se alejó del toreo. Se ocupó de su ganadería, y con una lucidez admirable, aunque una voz ronca, cansada, casi ilegible, pero que solo los toreros y los aficionados entendían, comentaba las corridas de las principales ferias españolas en el Canal Plus.

Le bastaba interrumpir al locutor con un grueso “Bieeeee” para que los espectadores entendieran la importancia de lo que sucedía en el ruedo. “Chenel conocía el toreo mejor que nadie”, dice Manolo Molés, el locutor. Y todos los toreros, de todas las épocas, tienen algo que los vinculaba con el maestro del mechón.

Al tabaco, Antoñete lo fue dejando de a poco. Pero sus efectos ya no tenían revés. Y este 22 de octubre de 2011, cuando tenía 79 años, se tradujeron en una bronconeumonía que nada ni nadie podían superar. Antoñete, el torero de Madrid, uno de los más importantes de la historia, murió en el Hospital Puerta de Hierro de Majadahonda (Madrid). Las Ventas perdió a su hijo más querido. Y el toreo, a una de las mentes más brillantes de todos los tiempos, o a su más auténtico milagro.