Especiales Semana

AQUEL DIA

PLINIO APULEYO MENDOZA
22 de noviembre de 1982

Hace diez años, quizás, que guardaba el Premio Nobel para Gabo; diez años, años tras años, y siempre cada años la espera culminaba en la misma excepción. Cuando el premio llegó al fin, anunciándose por cierto con lujosos indicios, que un periodista con olfato habría podido atrapar, la noticia me tomó por sorpresa. Sí, para mí todo sucedió como en el cuento del lobo y los pastores.
Supersticioso,creo que las cosas buenas deben ocurrir por sorpresa. No hay que anticiparlas,porque algo puede echarse a perder a última hora.Quizá por ello dejé en los baúles del subconsciente, bien guardada una información significativa que me dieron, dos días antes del premio en la casa Belfond,editora en francés de "El olor de la guayaba": reporteros de la televisión sueca andaban buscando el teléfono y la dirección de García Márquez.
Pensé que estaban trabajando como otros años,sobre una posibilidad y no sobre una certeza. Pero allá en el fondo, cierta esperanza debió agitar sus alas como un canario al sol.
Incrédulo, o fingiendo serlo, inconscientemente por mandato de mis supersticiones, sólo mencioné el asunto a tres personas . La primera de ellas fue una amiga francesa, Marie Eugenie de Pourtalese. A la marquesa,como la llamo yo (y lo es realmente) se le debe "El olor de la guayaba". Ella antes que nadie, pensó que este libro debía ser escrito. Mujer activa y mundana, tiene soberbias antenas puestas en el mundo del arte y la literatura. Me oyó con escepticismo en la sala de su casa, pintada de un estrafalario color morado .
"Gabo es todos los años un candidato al Nobel", me dijo.
Asentí, pero allá en el fondo el canario seguía agitando sus alas.
La segunda persona a quien le hablé del Nobel y de Gabo, fue a Rafael Puyana. La víspera del fallo, almorcé en su casa. Puyana estaba con Maribel de Falla, la sobrina del famoso compositor español. El sol entraba por los altos ventanales del apartamento, en el que hay más clavicémbalos que mesas. El tema central del almuerzo fue Gabo. ¿Si de pronto ganaba el Nobel? La pregunta zumbó un instante a la hora del cigarrillo y del café . Le dije a Puyana que en la atribución del Nobel, además de los méritos literarios, jugaban a veces factores políticos .
Adversos a Gabo en otros años, ahora se inclinaban en su favor.Amigo del primer ministro sueco Olaf Palme, amigo del presidente Mitterrand, amigo inclusive del presidente de su propio país, su nombre gozaba en el terreno político, inclusive a nivel oficial, de un sorprendente consenso.
La conversación se evaporó como el humo del cigarrillo. Lo sorprendente es que minutos después, Puyana y yo hablamos con Gabo por teléfono. Queríamos pedirle que hiciera valer sus grandes influencias en el Ministerio de la Cultura francés para obtener una ayuda para el Teatro Libre de Bogotá, que proyecta una gira a Francia el próximo abril .
Hablamos de otras cosas, pero no del Premio Nobel. Conscientemente, en mi caso: por superstición.
Estoy seguro de que si algo sabía Gabo, guardó silencio y también, desde luego, por pudor.
La otra persona con quien hablé del Nobel para Gabo fue Marvel, mi ex-mujer, una hora antes de que la noticia fuera conocida. Fue una extraña conversación premonitoria por teléfono. Ella, Marvel, escribe. Es lo único que cuenta en su vida.Escribe feroz, heróica y silenciosamente todos los días, sin que nadie espere aún nada notable de ella, como le ocurria a Gabo cuando lo conocí. Literariamente hablando, Marvel sólo respeta el trabajo.
--Tú sabes que si alguien se merece este premio es Gabo, le dije .
--Tienes razón, dijo ella. Gabito ha trabajado mucho.
Una hora después me llamaba de nuevo por teléfono. Para darme la noticia .
--Gabo ganó el Nobel. Acabo de oirlo por televisión.
Era más allá del medio día en París y yo estaba solo en mi cuarto. Había sol en la ventana. Fuera, un aire de otoño, tejados grises y chimeneas. Cerca, en su jaula de alambre, revoloteaban dos canarios. Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas.
Debieron transcurrir apenas unos 60 segundos antes de que tomara el teléfono para llamar --inútilmente por cierto-- a México.
Sesenta segundos en los cuales se agolparon por dentro muchas cosas confusas.
Sin traducirse en imágenes concretas, ahí debían estar, en un nudo palpitante de recuerdos, los años duros de su espera que yo había tenido la suerte de conocer.
París, la rue Genegauld, la rue Cujas, el cuarto aquel de su hotel, lleno de humo, donde escribía hasta el amanecer.Su pullóver azul agujereado en el codo. Las botas de huérfano. La tarde de aquel verano canicular en que Soledad, mi hermana, vendió en la rue de Rennes su pulsera para pagarnos un almuerzo.
También debía estar allí Caracas. Nuestras noches de reporteros, el primer arroz que hizo Mercedes en su vida. La manera como se ahumó y todo terminó, con risas, en un restaurante. Nuestro primer viaje a La Habana en un avión que no se cayó por puro milagro. Los ya lejanos días de Bogotá, Prensa Latina, su apartamento. Un sillón junto a la ventana, la alfombra verde, Rodrigo gateando, el manuscrito de "La mala hora" amarrado con una corbata.
Todo estuvo allí en aquellos 60 segundos. No pude hablar con él. Para consuelo mío, tampoco Gonzalo, que vive en París, y a quien en su propia casa de México le colgaron el teléfono pensando que era un reportero haciéndose pasar por el hijo de García Márquez.
Poco después mi apartamento de París se llenaría de agitación y ruido.
Puyana por teléfono parecía al borde de las lágrimas. La marquesa anunciaba un envío de flores amarillas para Gabo.Llamaba la prensa, la radio, la televisión: 15 días antes por pura casualidad "El olor de la guayaba" había aparecido en francés.
Cuando acordé que era imposible hablar por teléfono con Gabo pensé enviarle un telegrama. Pero no lo hice. No fui capaz. ¿Dios mío, qué podría decirle?