Especiales Semana

Baja el crimen en las ciudades

No hay una sola razón que explique la caída récord del delito en varias urbes de Colombia

Héctor Riveros Serrato*
21 de diciembre de 2003

Al revisar las estadísticas de 2003 de la violencia en las ciudades colombianas aparece una gran paradoja: hoy cuando no hay una política nacional para la seguridad y la convivencia urbanas, se presentan los mejores resultados. El documento de la política de seguridad democrática del gobierno Uribe le dedica cuatro párrafos, de 68 páginas, a lo que denomina la "seguridad urbana". Se limita a reconocer que no tiene política para enfrentar el tema y le traslada la responsabilidad a los alcaldes. Sólo unos pocos la han asumido.

Los homicidios han disminuido en Bogotá, Medellín, Cali, Cúcuta, Bucaramanga y Pereira y -otra paradoja- han crecido en ciudades que nunca han sido consideradas críticas como Cartagena.

De estas paradojas podemos intentar tres conclusiones. Primera, la violencia homicida en las ciudades en Colombia está fuertemente asociada al conflicto armado, y que políticas exitosas, como las del actual gobierno en esa dirección, se refleja en la disminución de las muertes violentas en las zonas urbanas. La segunda, hay que reiterar que la violencia urbana tiene particularidades que se deben identificar en el escenario local. Y finalmente, que lo más equivocado es casarse con una sola interpretación sobre las causas de la violencia.

En cuanto a lo primero, los resultados de Medellín y Cúcuta son significativos. En Medellín se habían intentado en los últimos 15 años políticas 'preventivas' del crimen y ninguna produjo una reducción del número de homicidios en la ciudad. Las autoridades se habían negado a aceptar que se enfrentaban a organizaciones criminales armadas y asociadas con la guerrilla, los paramilitares y el narcotráfico. Para combatir el crimen de esa naturaleza no son eficaces los cursos de talla en madera. Por eso la negociación con el Bloque paramilitar Cacique Nutibara, que se ha anunciado con tanto optimismo, es una equivocada señal en la política de seguridad en la ciudad (si ésta existiera). Cúcuta ha sido un escenario de urbanización del conflicto y los resultados positivos -aún incipientes- son producto de una política antisubversiva y no de una estrategia de seguridad ciudadana.

Bogotá, en cambio, es la única ciudad que mantiene una disminución sostenida en los índices de violencia homicida que no está asociada a la lucha contra el conflicto armado. Por ello en la capital, políticas preventivas como la de afrontar los factores de riesgo (alcohol, armas, etc.), o montar un muy eficiente sistema de comisarías de familia y de unidades de mediación y conciliación han tenido un impacto favorable. Este año llegamos a una cifra inimaginable hace poco: 22 homicidios por cada 100.000 habitantes, menos de la mitad del promedio nacional.

La experiencia de Bogotá y la de otras ciudades obliga a destacar un elemento que suele ser subvalorado que es el de la eficacia policial. Son pocos los análisis sobre la relación entre la eficacia policial y los índices de criminalidad, pero una aproximación al tema demuestra lo obvio, que a mayor eficacia menos delitos. En Bogotá el número de personas capturadas con orden judicial se ha triplicado, y ese hecho coincide con la mejoría de todas las estadísticas. Así de sencillo, eso se ha logrado con mejor comunicación, mayor capacidad de reacción, lugares para retención transitoria, circuitos cerrados de televisión, etc.

También en Bogotá se han mejorado los contextos urbanos. La evidencia muestra que la recuperación de zonas de crimen como El Cartucho o la zona de La Galería en Pereira produce efectos positivos sobre la seguridad ciudadana.

Mientras los índices de criminalidad urbana han mejorado en la mayoría de las ciudades, estas enfrentan una amenaza terrorista comparable a la de finales de los 80. Bogotá vivió este año un atentado de la magnitud del ocurrido en el Club El Nogal, y no ha merecido mayor análisis la granada lanzada en un restaurante de la Zona Rosa, tomado como un hecho más del conflicto.

Sin embargo, a pesar de todo lo que se dice siempre, la guerrilla no ha usado sistemáticamente el terrorismo indiscriminado como arma. Ponen bombas en lugares cercanos a estaciones policiales o militares, o atacan blancos que han identificado como objetivos de guerra como la sede de Fedegan, pero tirar una granada en cualquier restaurante, escogido al azar, a la hora de mayor presencia de gente para atacar a cualquiera, es un hecho que, de comprobarse, significaría que la guerrilla ha cambiado definitivamente su forma de lucha para acudir al terror y al daño al que todos estamos expuestos. Y las ciudades no están suficientemente preparadas para enfrentar este desafío.

*Consultor en temas de seguridad y ex secretario de Gobierno de Bogotá.